lunes, 25 de mayo de 2015

GANGES


   Las dos más ancianas se sumergían girando en espiral y más allá un bulto oscuro pasaba flotando rodeado por un halo de espuma. Las otras mujeres se metían en el río hasta la cintura y se salpicaban como niñas jugando en el agua. Una muy rolliza se agachaba lavando una tela amarilla y su sari empapado transparentaba las voluminosas nalgas y los pelos del pubis.
En la otra orilla, la madrugada empezaba a aclarar despertando en la inmensa llanura. En cambio, en esta orilla, donde Varanasi termina en los muros de las viejas mansiones, el ambiente era azulado como en el anochecer. Se veían miles de fieles en el agua, y como ecos sonaban las llamadas a Shiva de uno a otro lado. También sonaban risas. Voces. Un grupo de gente cantaba, luego, ladridos. Perros que bajaban los escalones de los gaths olfateando cuanto objeto oteaban en la orilla. Eran perros esqueléticos con la piel sarnosa pegada a los huesos. Uno parecía un galgo asustado, de mirada tan humana que recuerda la leyenda que los ubica como reencarnación de ladrones. Sobre la superficie del embarcadero un brahmin sentado en loto parecía haberse ido del cuerpo, tenía los ojos en blanco bajo las líneas verticales shivaitas mientras las semillas del “mala” seguían pasando con ritmo entre los dedos cerca del jarro de bronce para juntar agua sagrada. Por la corriente del río viajaban las velas encendidas del puja flotando en hojas a la deriva, algunas se apagaban, otras se quedaban atascadas en un enredo de guirnaldas de flores que los peregrinos ofrecen al Ganges.
  Desde una ventana de rejas oxidadas llegaban los tambores y las campanas y los mantras que retumbaban perdiéndose en el viento que corría río arriba.
  Burt, sentado cerca del agua, se había concentrado tanto que ningún curioso se acercaba a preguntarle su nombre o su país. Había formado alrededor la misma aura de protección que se percibía en el brahmin sentado unos escalones más abajo.
  Burt miraba la corriente del río. Pasaban palos, espumas sucias, pedazos de tela, algún bulto lejano (siempre se piensa en un cuerpo inflado). Pasaba una barca repleta de turistas dormidos con cámaras fotográficas oscuras. Iban juntos, pegados, para unirse en lo occidental con esa urgencia que da el miedo de las impresiones.
Al verlo dirán “Miren allá, en la orilla, un hippie”.
   Un hippie. Un viejo hippie, que no es lo mismo que un hippie viejo. Burt todavía no quería ser viejo. Estaba cerca de las mujeres que se bañaban y lavaban la ropa, pero no las miraba porque recordaba los distintos años que había llegado al río: Entonces las impresiones eran otras, pegaban más fuerte, y yo era otro, bajando estos mismos gaths. Un chico flaco. Se me veían las costillas, como a estos perros, y traía ese desgaste del viaje duro del tren. Aquel primer día este río fue un infierno, como una pesadilla intensa, de las tantas que tuve. Me acuerdo; el río estaba azul pálido por el calor más fuerte que pasé en mi vida. Todo temblaba. Ese podrido paralítico que me persiguió gritando por el callejón del Dastawamed Gath, tirándome manotazos para que le diera algo, y yo descalzo, con los pies tan pelados y roñosos como los de los mendigos que me salían al paso. Sí, sí, era como una pesadilla, y los mendigos eran los fantasmas de esa pesadilla, algunos parecían muertos que se movían. Luego, aquel botero que me echó una maldición porque no quise ir a su jodida barca, no sé qué me gritó, pero sentí que el grito se me clavaba en la nuca, y me vino un mareo al escuchar aún el grito como el eco de un pájaro que se pierde por el río. Había cincuenta y cinco grados, una ola de calor que se llevó a casi todos los moribundos que vienen a pasar sus últimos días en Varanasi. El Manikarnika Gath era una fila de cadáveres envueltos con las telas blancas y rojas. Los cadáveres más ricos, con sus ornamentos dorados, se descomponían igual de rápido. El calor se había estancado en el aire bajo una nausea putrefacta, ya no había lugar para un muerto más, estaba overbooking, y por supuesto no alcanzaban las leñas.
     Era la primera vez que tenía delante un cadáver carbonizándose dentro de un incendio en la pira de leñas. Con el olor y el humo, el aire se había vuelto espeso, hasta se podía apartar el aire con la mano. Huí lleno de asco y como un ciego pisé un cadáver, entonces me metí como loco por una de las estrechas callejas casi chocando de cara con la camilla de otro muerto que traían los familiares vociferando como lunáticos: “¡Jai, jai, jai!”, el cadáver se me vino de frente casi pegándome en la cara, los familiares me gritaban como locos.
Esa noche estuve a punto de morirme.
   Burt sonrió porque ahora era agradable el ambiente fresco de la madrugada del Ganges. Pero, entonces, todo líquido de mi cuerpo se secaba, bebía té frío, agua del grifo, lo que fuera para no secarme aunque me reventara el cólera o la diarrea. Era la desesperación por salvarme, y esa noche el calor seguía igual de ardiente, me asfixiaba en la oscuridad del cuarto. Abría la boca tratando de tragar algo de aire y me retorcía exactamente como los peces cuando los sacan del agua. Afuera un buhonero hijo de puta repetía el mismo grito, cada vez gritaba más fuerte, me estaba enloqueciendo. No, no es así. Yo ya estaba loco. Esa noche pegué un salto a la locura, y para peor, con el pánico de creer que no saldría nunca. Cerraba los ojos y veía cadáveres que desfilaban en la ventana y se me echaban encima con los rostros destrozados. A media noche salté desesperado de la cama y corrí al baño pensando en el alivio de una ducha, pero el agua salió hirviendo, riéndose en mi cara.
   Al día siguiente tomé el tren a Madrás. Me tocó suelo, en lo que sería la tercera clase. Pero estaba feliz de huir. Shiva me rechazó aquella vez haciéndome un tajo en el pecho con su espada, y juré no volver a Varanasi nunca más en mi vida. Y esta es la quinta vez que vuelvo. Me hice amigo de Shiva. No es fácil, cuesta años de coqueteo, hasta que finalmente te sonríe.
   Hacerse amigo de Shiva es hacerse amigo de la muerte. Verla con claridad, sin el miedo de aquel joven hippie fumado que le escapaba con esa habilidad que había entonces para fabricarse paraísos.
   Antes yo era más fuerte, veía las cosas mejor, y me parecía entender todo, o creía que entendía. Pero el caso es que me sentía más seguro que hoy. El horizonte de vida y de mundo era más verdadero, sabía que tenía la verdad cerca para encontrarla en cualquier momento, pero como no había prisa para llegar a ningún lado, entonces podía entretenerme, y me dejaba estar. Oye, un chillum bien puesto, Bon Shankar, y ¡ay!, la verdad venía a visitarnos con ropa de cumpleaños y todos éramos una familia, fumando aquí en India, tomando ácidos en Katmandú, afgano negro en Portobello Road, en los cafés de Saint Jaques, en Ámsterdam, en Creta, en Estambul. Todos íbamos hacia el cambio con una seguridad que no se ve en los movimientos de hoy. Era un “¡sí!”, seguido de un “¡sí!”, muy claro, no había dudas. Iniciábamos una era totalmente nueva.        Algo más fuerte y preciso que el cambio de la Edad Media al Renacimiento, y era una maldita y jodida ilusión, lo más parecido al efecto de un ácido que en el cenit te hace creer que has llegado a un nivel de sensibilidad superior, y ya no vas a volver más a este mundo estúpido. Luego viene la bajada, y a veces ni te acuerdas de lo bien que estuviste. Lo mismo pasó con la euforia de aquellos tiempos. ¡Mierda!, estábamos tan seguros de que todo cambiaba. Pero la caída fue rápida, en pocos años casi todos emprendían la retirada. El poder volvía a triunfar, y el retorno al mundo estúpido fue lento y cabizbajo.
Ahora me acuerdo de Lynn, pintándose un Om rojo en la frente, el pelo llegaba a taparle las nalgas, siempre descalza con tobilleras de plata, y aquel amor que hicimos con los efectos del bestial bhang, que en un momento nos sacudíamos y nos veíamos rodeados de espigas y las espigas después se volvían azules y pronto estábamos en el mar, siempre de pie, pero seguíamos echados en la cama de aquel cuarto de Jaisalmer y nos quedamos abrazados por una eternidad sin creer que en algún momento tendríamos que desconectar los genitales. Tal vez hoy Lynn sea la mujer de un yuppie. ¡Ajjj! Y va a reuniones de empresa. No, no. ¿Dónde están esas mujeres? ¿Por qué no vuelven? Qué bueno sería verlas aparecer como eran antes, como aldeanas medievales, exquisitamente sucias, de pelos largos y descalzas, llevando a los hijos atados a la espalda con un pañuelo rajastani o un pareo de Krishna. Todo se va, Burt. ¡Diablos! ¡Estás aquí!, frente al dios de los ríos que te indica que todo se va, y aun andas reclamando fantasmas del pasado. ¡Mírate un poco!, ya no eres aquel chico flaco, livianito, de hombros huesudos, ¡mírate ahora!, te estás pareciendo a una foca, y estás canoso, y en tus ojos se ha borrado la ilusión, y ahora, después de unos cuantos años, has regresado para hacerle una visita a la muerte.
  Sí, no es fácil que Shiva te reciba sin antes darte unos cuantos trompazos.
Las veces que regresé di una vuelta por el Manikarnika Gath, generalmente por la tarde, porque al oscurecer los resplandores de las piras forman un halo de tristeza, y al fondo el horizonte enrojece acompañando el tono del fuego, entonces la muerte se acerca con mucha intimidad. Es una buena compañera que desde que nacemos está haciendo este viaje a nuestro lado, y espera muy callada. Sin embargo, ahora en la tarde me habla con voz femenina. Mírame, me dice, estoy aquí, soy esto, ese pedazo de carne quemada, ese otro que quedó allí dividido entre cenizas y ahora el paria lo está revolviendo con un palo hasta que engancha la cervical y levanta una calavera de la que cuelga el esqueleto aún con carne chamuscada pegada a los huesos. De lejos parece un cometa. Tú también tienes eso. Tócate, toca el esqueleto de tu cara, las fosas donde están metidos los ojos, la parte lisa del cráneo. ¿Qué diferencia hay? Uno se está quemando, el otro está de pie mirando. Para mí es igual, la vida pasa como esas aguas allí abajo, sin detenerse una milésima de segundo.
Y hay una sensación de pozo oscuro e infinito en cualquier sitio alrededor de los gaths, pero no hay miedo, sino algo demasiado íntimo, como si la muerte fuese el mismo Dios disfrazado.
  Por un lado reconforta, porque entonces no hay compromiso para hacer nada. Está claro que en lugar de esperar la muerte como estos ancianos uno puede hacer mil cosas, como jugar y divertirse. También al ver un cuerpo de estos, carbonizado, cuesta creer que uno no sea más que eso, mierda, eso es una cáscara, y nosotros nos identificamos con eso como los actores se identifican con la ropa del personaje, porque cuando nos pisan un pie, quien siente dolor es quien se vistió con ese pie porque queda claro que ese muerto ardiendo como una tea no da un solo grito.
  Shiva destruye para renacer. Hay que renovarse, gente, la naturaleza nos lo está enseñando todo el tiempo, caen las hojas en el invierno y vuelven a aparecer en la primavera, y las flores salen con la misma alegría de un niño de meses. No se ve en ningún adulto la cara tan viva que tiene un bebe. Algunos viejos suelen tener esa expresión, quizá, premonición del próximo estado.
  Algunos sadhus también tienen los ojos eternos del que ya no quiere saber nada.

     Las tres ancianas se pusieron en cuclillas formando una fila. Podían ser una especie desconocida de aves, porque los saris empapados tenían aspectos de plumas. Las mujeres jóvenes, aún con el agua por la cintura, se estaban lavando los dientes frotándose fuerte con los dedos, y cada tanto sonaba un gargajo que parecía arrancar la garganta. La corriente seguía trayendo bultos confusos enredados con las ofrendas. Había llovido dos días atrás y el río bajaba sucio. Hasta una muñeca como las antiguas flotaba boca arriba rebotando en el último escalón de los gaths, le faltaba un ojo y la mitad de un brazo, iba dando suaves golpes y meneándose al compás de las ondas. Burt se quedó con la vista prendida de esa muñeca porque sintió la duda agarrándolo por el estómago. Inmediatamente los perros ladrones bajaron con el hocico estirado y lo sacaron de dudas. El que se parecía a un galgo mordió la piernita y sacó de un tirón el cadáver del bebe que Burt había confundido con una muñeca. Del brazo cortado colgaba algo parecido a un chorro de carne blanca. No se podía saber el sexo porque estaba comido por los perros o por los pescados. Los otros perros empezaron a estirar la piel del estómago hasta que la abrieron aflorando los intestinos inflados por el agua. Un hombre desde lejos lanzó una madera con buena puntería y los perros huyeron gimiendo. Aún se escuchaban los ladridos cuando el bebe volvió a flotar y de la cintura hacia abajo los intestinos lo cubrían como una falda de bailarina otorgándole más aspecto de muñeca.
     Aun acostumbrado a las impresiones, Burt se quedó quieto, nervioso. Sentía un desagradable temblor en la rodilla. A solo pocos metros las mujeres seguían frotándose los dientes, haciendo gárgaras, aspirando el agua por la nariz para limpiar los pulmones mientras el cadáver bebe muñeca pasaba flotando a pocos metros de ellas. Otra vez Burt tuvo que desdoblarse y mirarse muy cerca hablando a su oído: La impresión no existe, es una creación tuya, porque para ellos es normal lavarse los dientes en la misma agua donde se está pudriendo un niño, y para ti es solo una impresión; en cambio, algunos de tu tierra que nunca han salido del pueblo caerían desmayados o irían corriendo a vomitar, y sin embargo sigue siendo la misma fábrica, fábrica de conceptos dentro del cerebro, horror porque me dijeron que eso es horroroso. Qué planeta más loco, esas mujeres están contándose chismes, igual que en París las señoras que van a las cafeterías hablan sobre lo mismo: amores, cuernos, la señora Dupont con su chofer. Eso, despellejar a alguien para quedarse aliviado, y aquí igual, esas mujeres sueltan risas de cotilla. Solo cambia el escenario, los cristales del café parisién al agua del río sagrado, y el pobre niño alcanzó a reírse como una flor cuando Shiva resolvió arrancarlo de ese cuerpo que empezaba a formarse para enviarlo a otra reencarnación. En todos lados de India te dicen que venimos para evolucionar y cumplir con una misión, entonces ¿por qué algunos duran unos meses sin tener tiempo para nada? Quizá el karma de los padres, el karma, el karma, palabra comodín, mierda, justifica todo, es la herramienta que tienen a mano para tirártela por la cabeza cuando empiezas a pedir explicaciones.
   Venimos a entender la vida y la verdad, y cada vez entiendo menos. ¿Y ver? Hasta la vista normal se me ha ido, antes disfrutaba más con los paisajes, bueno, ahora también, parecen cuadros impresionistas. Quizá sea todo más bonito cuando se ve confuso. Antes sabía, ahora no sé. Podría ser esa la clave, meternos en una ignorancia que nos lleve como nos llevan los sueños. ¿O qué? No sé.
  
    Delante del Ganges Burt sufría otro tipo de muerte más tranquila, porque toda su vida había terminado allí, en el Ganges. Aquel mundo al otro lado de los mares ya no lo necesitaba. Había cortado las amarras y ya no volvería a verlo. Su hija se casó con un turco y llevaba tres años sin saber de ella. Beatrice, también se casó con un abogado, y también había muerto para renacer en un piso y hoy para llamarla hay que apretar el portero eléctrico. Los amigos, de uno en uno, se fueron en otras muertes de diferentes colores. Los primeros, llevados por la muerte gris de la sobredosis. Los otros, atrapados por los años, se fueron con la muerte amarillenta del aburrimiento y el trabajo. Otros aún nadan en los recuerdos que consideran reales cuando en este río Shiva nos está cantando que no hay nada real, que hay que fabricar las nueve espadas para romper los nueve velos, y uno por fin termina partiendo por la mitad el libro donde se había escrito a sí mismo y se queda como Burt, sentado en la orilla del Ganges sin saber qué hacer ni adónde ir. Pronto se acabará el dinero, entonces lo mejor sería hacerse una choza de palmeras en una playa y quedarse allí viviendo el mar hasta que venga la muerte de la cáscara para llevárselo. Y ¿quién sabe?, volver nuevamente como un bebe, con mejor suerte que ese que ya desapareció con la corriente, mejor suerte también para entender lo que ocurre, si estos dioses tan locos algún día lo revelarán, porque de otro modo es imposible.
Entonces viene el demonio frotándose las manos y pregunta: “¿Qué premio dan al que entiende lo que ocurre?”
  El sol estaba alto y empezaba a calentar. Aún se podía estar un rato mirando la llanura con el sol en la camisa, el sol en el pelo, el sol en los gaths tocando los pies, y el sol encandilando el río que se aclaró como el cielo delante de ese campo que podía ser Pensilvania. Entonces llegó el momento de levantarse y volver entre las filas de los mendigos, (que pocos que hay hoy, se ríen mucho) y desembocar en la avenida cuando todos los ruidos le caen encima al mismo tiempo; timbres de bicicletas de los miles de rickshaw de Varanasi, la música de las distintas tiendas que se chocan en el aire, las bocinas de los coches, el mantra de un templo se cuela entre el tráfico, el silbato histérico de un policía levantando el palo contra un grupo de tipos que vociferan en una rabieta colectiva. Un avión pasa allá arriba sin entrarse. Y fue el calor o el agobio lo que le hizo confundir el avión con el rugido de un perro tembloroso que se agazapaba debajo de una tienda de perfumes. Entonces la cosa sería pasar la barrera de las tiendas y entrar en ese restaurante del sur que es barato y comer un buen masala dosa que le quitara toda la intriga existencial.
  Había un yonqui europeo en una mesa al fondo. Se quedaba con la mano cerca del plato mirando a ningún lado con los párpados vencidos, la misma cara que tienen los moribundos en el depósito cerca del Manikarnika. Estaba estúpidamente sentado en cuclillas sobre una silla (por supuesto, hace tanto que está en India que no se va a sentar normalmente en la silla).
—La imbecilidad —dijo Burt— es peor que la malaria.
   Después, recorrió esas calles del barrio viejo que parecen pasillos por donde la gente circula chocándose, las tiendas salen al paso, circulan fieles en grupos cantando loas a Shiva, dirigiéndose al templo de oro, hay telas rojas como sangre, y telas con un amarillo que hiere. Tuvo que pegarse a la pared para esquivar el búfalo que venía trotando por el medio del callejón. Después siguió sin saber adónde y un poco molesto porque ya había algo en el aire que le empezaba aturdir. A un pesado tuvo que agarrarlo por el cuello y gritarle “¡No, no quiero hash, y te parto el cráneo como me sigas!”.
Se metió en una tienda diminuta donde daban yogurt. El dueño, con la cara salpicada de manchas como los elefantes, movió la cabeza suavemente diciéndole “Tengo bhang también”. Y bueno, bhang bhang, lo que sea, venga ese bhang, como en los viejos tiempos. ¿Eh, Burt?, salir en esa gloria de no saber en qué lugar del mundo se está, y qué carajo hace toda esta gente aquí. ¿Dónde es la fiesta? Como un flash de relámpago tantas caras alrededor mirándolo con curiosidad bobina, porque tuvo que pararse en una esquina a reír con las mismas ganas y alivio que cuando se descarga la vejiga; es exactamente la misma emoción, estoy meándome de risa. Y era verdad, tenía el pantalón mojado, ¡qué risa!, mearse por fin en los pantalones y que sea tan agradable ese calorcito líquido por las piernas como agradable recorrer el pasillo callejero chocando con el gentío o quedarse un rato largo delante de los muñequitos de madera tan maravillosos que representan los dioses. Ese que está subido en el ganso es Brahma. No es un ganso ¡desgraciado!, es un cisne. El del pajarraco, un águila. Garuda, Garuda. ¿Has visto cómo me acuerdo? Vishnú se monta en Garuda, ¡Eso es vida!, ya podría llegar ahora mi águila amigo para poder montarlo y salir volando por encima de los techos. Y un empujón por detrás que le da el dueño del negocio con cara de disgusto porque le estaba espantando a los clientes con esa locura de pegar la cara a la mercadería. Entonces Burt, en lugar de un “fuck off” como haría antes, une las manos y lo bendice en un namasté con su feo acento americano.


  Burt va alegre, dejándose llevar por las antiguas calles del viejo Benarés. Pasó otra vez, ¿por qué otra vez?, por la mezquita de Aurangzeb, convertida en un campo de guerra con los alambres y los soldados agarrados a sus rifles. Huyó por una calle larga que lo fue llevando hacía ese instante en se quedó clavado sin respirar, sin creer lo que estaba viendo. Tenía al frente a la chica aquella de Delhi, la Durga de Nairobi, parada tan recta, con los brazos caídos, vistiendo un sari turquesa con flores rarísimas que parecían dragones, la mirada de ojos verdes, Meenaskee, los ojos de pescado. ¿Por qué se va? ¡No te vayas! ¡No te vayas! ¡Espera! La chica escapó tapándose la cara como una musulmana, y desapreció entre la gente. Burt, fuera de sí, apartó transeúntes a empujones y se encontró con una pared cerca de la playa donde la imagen de Kali lo miraba desde un hueco. Kali, más negra que nunca, como los pozos de la muerte que se sienten flotando en el río. Kali sacando la lengua con el collar de cabezas ensangrentadas, y Burt sabía que era por el bhang cuando la sangre chorreaba por la estatua y dejaba un charco en el suelo. Es el bhang, eso es el bhang, a mí no me puedes mentir, por eso me río de tu sangre, mira, me estoy riendo, como recién me meaba, y es lo mismo.
   Kali le sacaba una lengua larga y pálida. No me importa que te rías, viejo hippie, tú también estás ensangrentado, o eres tan ignorante que no puedes verte. Estás ensangrentado desde que naciste. Serás muy pronto un juguete de los que yo manejo y escupo, ven conmigo, viejo hippie, coge mi mano, ríete ahora que te tengo. Y el grito de sirena lo depositó extrañamente en el río otra vez, sin saber cómo había llegado. Se sentó en un gath a mirar el agua que corría con música de violonchelo, ahora, ¡qué bien!, con el sol, y aquel campo eterno, si pudiera quedarme siempre así. Unos niños jugaban al cricket en la playa con una madera podrida. Más allá, un grupo de búfalos dormía bajo el fuerte sol. Como Burt, que cerró los ojos.



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