domingo, 27 de septiembre de 2009

Ahmed 2


Ahmed era un aventurero, vaya si lo era, salió de su casa en Bamako y en una serie de camiones se fue acercando a la frontera. Lo sorprendieron los gendarmenes argelinos cuando en un vistazo a los camellos que llevaba el camión vieron los ojos asombrados de Ahmed entre las sombras de las patas.
¿A dónde querías ir? Le preguntó el gendarme agarrándolo del cuello de la camisa.
−A París –dijo Ahmed.
Esto lo contó cuando el jeep forzaba la marcha por la llanura de arena siguiendo las huellas de otros vehículos para no perder la pista.
Ahmed me recordó aquel José a los 18 años también en un país lejano y también soñando con un París que al igual que el Paris de Ahmed, era un Paris mas romántico, mas misterioso y legendario que el Paris que luego conocería para terminar confirmando que los lugares soñados tienen más luz de novela que los llamados “verdaderos” o “reales” que son de un gris frío y sucio.
Pero Ahmed no llegó a conocer el Paris real. El gendarme lo envió a la frontera de Mali, y allí se quedó solo, sentado, soñando con el Paris suyo y esperando, porque el gendarme maliense le prometió que lo iba a colar (como guia) en el primer coche que venga. O sea el nuestro. El jeep comando.
Sin embargo el desierto de arena que se extendía hacia aquella línea incierta era mucho más resplandeciente e inmenso de lo que uno podría imaginar en el sueño, daba la sensación que, mas allá, el mundo continauria igual de seco y arenoso. Ahmed miró serio mis piernas y con toda educación me dijo “me gusta tu pantalón, dámelo” No, Ahmed, tengo dos solo” Entonces miró al frente, pensativo, con aire curioso.
Al mediodía detuvimos el jeep y salimos a estirar las piernas caminando pesadamente por esas arenas que refractaban el sol. Ese sol que en todo desierto parece haberse acercado a la tierra. Vimos el zorro de Saint Exupery con sus largas orejas blancas a toda carrera por la arena. Ahmed le pidió el pantalón a Xavier, que le dijo que no, Ricardo le dijo que no, y a cada no, miraba a otro lado con la misma expresión tranquila, como si escuchase una música lejana.
Dentro del jeep nos pido las camisas a cada uno. Pero que pasa no tienes nada de ropa. Solo esto que llevo puesto. Una camisa larga sucia de tierra, del mismo color que el pantalón, y sandalias de cuero. Creo que calzaba 46 y era un poco más bajo que yo. Al estar sentado a su lado se sentía como un halo de inocencia y de risa, y a los tres pensamos lo mismo, que fue una suerte haberlo subido al jeep.

De lejos vimos el peugeot 404 como si flotase en la arena, y las dos personas que nos hacían señas. Joder, dijo Ricardo que conducía, esos dos se quedaron, ¡no se enteran que con esos coches no pueden andar por aquí!
De cerca vimos el peugeot encajado en la arena y su conductor era francés, Jean Baptiste, y su chica Elga, danesa, de pelo rubio y lluvioso hasta las nalgas de su pantalón beige. Elga era como una modelo de las que se fotografían en el desierto.
Nos bajamos con la cadena pero Ahmed se quedó dentro del jeep. Por eso Jean Baptiste no lo vio. Luego Jean Baptiste se recostó con una pala para sacar la arena del chasis, y bruscamente se levantó y vino hacia mí muy preocupado. –Debo tener fiebre–me dijo− estaba paleando la arena y de pronto vi por debajo del coche una cara de ojos grandes y nariz como picaporte que me pedía el pantalón.
Ahmed se presentó, le dio la mano para aliviarlo, y le volvió a pedir el pantalón con el mismo tono de voz que dijo su nombre. Ya nadie le decía no, la respuesta era una risa y entonces Ahmed miraba hacia a otro lado. Pensé que era una expresión que había mimetizado de los camellos
Cuando empezamos a atar la cadena al paragolpes del peugeot con el gancho del jeep. Ahmed se acercó a Elga y le dijo, que bonitas zapatillas tienes.
−Gracias, dijo Helga
−Creo que combinarían muy bien con mi camisa −Dijo Ahmed

Y Ahmed era un buen guía. Hablaba perfectamente francés, peul, bambara, tamassec, y soninké. De modo que una vez que atravesamos el desierto de arena y empezamos a ver las primeras aldeas, Ahmed se entendió con tuareg, y bambaras, que nos orientaron hacia la pista para llegar a Anéfis. Siguió pidiendo pantalones durante el viaje, pero lo hacía a modo de oración, y nuestra risas era como respuestas, también de oración.
En Anéfis aparcamos el peugeot y el comando contra un muro y fuimos a comer a una de esas mesas que ponen en la calle en muchos países de África. Mesas largas que en la punta tiene latas de café, paquetes de arroz, frascos con picantes, leche en polvo, y a un lado asan pollos, y carne del animal que tengan a mano. Arroz con pollo y pan lactar, y cerveza para los cuatro, no, perdón, Ahmed no toma cerveza, es musulmán.
Los africanos que compartían la mesa también eran musulmanes, pero pecaban con esas botellas.
Jean Baptiste y Elga nos contaron sus aventuras en Ghardaia, y se pelearon por protagonizar el cuento de tal o cual episodio. En Ghardaia pasaron unos dias en la familia de un compañero de trabajo de Jean Baptiste que era mozabita. Por el recuerdo de nuestro paso por Ghardaia, pudimos imaginar las mujeres, hermanas del amigo, sentadas a la mesa, cubiertas de pies a cabeza por la tela blanca del aholi, dejando solo un ojo, para mirar a los amigos franceses del hermano. Pero los ojos cíclopes de las cinco hermanas me miraban a mí, dijo Elga riéndose, me miraban y se movían y murmuraban, el padre les hizo a callar de un grito, entonces siguieron mirándome en silencio hasta que volvieron a murmurar, y así toda la comida.
A la hora de dormir, dijo Jean Baptiste, nos separaron, yo tuve que ir al dormitorio de hombres con mi amigo su padre y otro hermano, y Elga al de mujeres.
Ni bien cerrar la puerta, dijo Elga, las mujeres se quitaron las telas, me mostraron las caras y me abrieron la camisa a ver como tenía las tetas, querían comparar sus cuerpos con el mío, parecían niñas en un juego, muertas de risa.

Cuando terminamos de comer había que buscar un sitio para dormir. En esos trámites me quedé hablando con Ahmed porque me intrigaba que a su edad, 18 años, sepa tantos idiomas, Los aprendí de niño, dijo cruzándose de brazos. Teníamos a medio metro un tuareg en cuclillas bajo la penumbra del farol, ocultaba su cara tras los tules azules de los que salía el humo del cigarrillo. En eso Xavier, con lastima en sus ojos gafosos, se acercó llevando en las manos un pantalón, como devoto con su ofrenda.
−Ahmed este pantalón que tanto quiero –el discurso caritativo tenía mucho de empalagoso – te lo voy a dar para que lo guardes siempre como un recuerdo de quien te llevo en el viaje.
Ahmed tomó el pantalón, balanceo la cabeza en muchas reverencias, merci beaucoup, merci beaucoup, ohh, merci, merci,
En cuanto Xavier volvió hacia el jeep, Ahmed puso el pantalón frente a los ojos del tuareg. ¿Cuánto?, pregunto. Cinco francos, dijo el tuareg. Tuyo, dijo Ahmed.
El tuareg le dio un par de monedas y envolvió el pantalón bajo sus ropas azules.
Ahmed me miró y sonrió complacido sin importarle la cara de ironía que yo le puse bajo ese farol que daba destellos intermitentes por la cantidad de insectos que lo habitaban.
(próximo: Gao, despedidas)

martes, 22 de septiembre de 2009

Ahmed 1


Habíamos pasado el mítico bidón V, y nada había cambiado, como si anduviéramos sin movernos del mismo sitio y solo se movieran las piedras. El cielo fue el mismo a toda hora. Un cielo grisáceo y radiante que huía detrás de ese horizonte circular. Entre el cielo y la tierra, el jeep comando iba como dormido, ronroneando, Xavier, su dueño, que también conducía dormido, despertó de golpe y dijo “¡Collons, hems perdut los pals” (perdimos los postes) has perdut el pal (Perdiste, el poste) le corrigió Ricardo, también despertando.
Y yo pensé: estamos perdidos.
Pero el sol va hacia el oeste. ¡Y qué!, si no encontramos los malditos palos.
Había un miedo tenso, como una desesperación aguantada por cortesía. Un miedo que espantaba pensamientos tales como el jeep carcomido con la arena pegada a los hierros, y lo peor es que nadie nos iba a ver y otro pensamiento ya borracho decía, la muerte en el desierto se mezcla seguramente con pesadillas y sueños resplandecientes. Por ahí veo a Buda y a Cristo, los dos sentados tomando té tuareg. Y otro pensamiento sin palabras visualizaba nuestros huesos dispersos alrededor del hierro oxidado del jeep. Pero Xavier tenía una brújula y se ubicó, no sé cómo, porque a la hora de circular a la deriva vimos aquella línea lejana, como una sombra vertical, que podía ser un espejismo. No, no lo sabíamos, pero el jeep aceleraba hacia allá y la línea se hizo nítida y los tres gritamos, ¡es el poste, el poste el poste!

Al oscurecer, conduciendo yo, llegamos a la primera población desde que salimos de Reggane. Si es que podía llamarse población a cinco casas cuadradas del mismo color del desierto, como si hubiesen brotado de la tierra. Parecían abandonadas. Unos cuantos hombres con diferentes turbantes rodeaban un Land Rover largo con un montón de bultos sobre el techo. Según los cálculos estaríamos a pocas horas de Bordj-Mokhtar, el límite de Argelia, luego había que atravesar la tierra de nadie hasta la frontera con Mali.
Del Land Rover vinieron a nosotros tres tipos con cara de auxilio, y turbantes sucios de tierra, “No nos arranca el motor, necesitamos un mecánico”. Eran de Mauritania, y querían salir al amanecer.
Ricardo fue para allá y estuvo hasta la media noche encima del diesel como un cirujano de corazón. Sonaban exclamaciones, discutían, y se reían dando gritos.
Xavier estaba preocupado. “Al llegar a estos pueblos hay que presentarse a la policía, y no lo hemos hecho” “¿Qué policía?”, pregunté incrédulo”. Mañana lo sabremos, dijo Xavier.
Cuando el negrito de pantalones roñosos vino corriendo a nuestra tienda por la mañana para decirnos que el jefe de policía nos esperaba y que estaba de mala leche, entendí a Xavier.
El puesto de la policia, a un kilómetro del poblado, era una casa que también parecía brotar del desierto. Desde el parabrisas del jeep vimos al jefe de policía sentado en una silla afeitándose delante de un espejo roto que sostenía. Era peul, de parpados caídos y nariz como una berenjena pasada. Estaba sin camisa y desparramaba una panza gris llena de sudor por encima del cinturón. Nos lanzó una mirada cansada, con la barbilla llena de espuma de afeitar. “Je ne suis pas content » espetó sacando una lengua morada. « Donne mois les passeport ». El negrito sostuvo el espejo mientras el jefe tomaba nuestros pasaportes y sin abrirlos los metía debajo del pantalón encajándolos en sus partes tan sudadas que estarían como su panza asquerosa.
Fuera –gritó.
No podemos seguir viajando sin pasaporte, le dijimos, Vengan mas tarde y veremos, nos dijo. Quitó con furia el espejo al negrito y pasando la navaja por la mejilla, parecía sonreír, pero era el jabón que se le metía en los labios dando forma de sonrisa subnormal.
Dos horas más tarde el jefe de policía estaba, podría decirse, elegante, solapas en orden, afeitado, y sonriente. No era para menos. Xabier que conocía todos los códigos, se había bajado del jeep con un bidón de gasoil, regalo de la casa, del jeep. Très gentil, très gentil, decía el jefe contoneándose como una gallina. Nos dio los pasaportes y nos deseó suerte. Con dos dedos tomé mi pasaporte, pensé en olerlo. Pero para qué, ya se secará.

Las horas que habíamos recorrido esa mañana derivarían en la casilla polvorienta y amarilla del puesto fronterizo. El sol del mediodía rabiaba en ese amarillo que reflejaba el rostro negro del gendarme de frontera con borceguíes rotos y uniforme de un desteñido que podía venir del azul o del verde. A cierta distancia los camellos de unos tuareg rugían como motores. Los tuareg sujetaban las riendas y el camello tiraba de la cuerda para sacar agua de uno de esos pozos del desierto que parecen llegar al centro de la tierra.
El gendarme miró los pasaportes con aire entendido. Nos miró para ver si nuestras caras eran las caras de las fotos, y plantó el sello con tal entusiasmo que podía partir los pasaportes por la mitad.
Sobre una banqueta de piedra, sentado con las piernas juntas y las manos en el regazo, un muchacho peul de nariz como pico de cigüeña, ojos redondos oscuros, era lo más parecido a un pajarraco en el alambre. No nos miraba. Se lo veía absorto en pensamientos calculadores.
Los tuareg dieron gritos que retumbaron como ecos. El camello tiró de la cuerda y emergió hacia la polea un saco de cuero que rebasaba de agua.
El gendarme nos entregó los pasaportes.
−De aquí en adelante está la marcuba, la llanura de arena, necesitan un guía para encontrar la pista, ya no hay más postes.
−No necesitamos guía –dijo Ricardo.
−Sin guía no los dejo pasar –dijo el policía
−De donde sacamos un guía –dijo Ricardo.
−Este es un guía –el gendarme señalo al muchacho peul que por primera vez se movió girando la cabeza con el mismo aire pensativo.
El gendarme habló en francés con el muchacho peul, le dijo que nosotros lo podíamos dejar en Anéfis. Le pregunté al gendarme porque hablan en francés, y no en bambara, o peul, o Soninké
Irguió el pecho ofendido.
−Monsieur, ici c´est la civilisation –anunció señalando el suelo –ici c´est la route que va a la Londra, a Paris, a New York. .

El muchacho subió al jeep y sentó detrás conmigo “Me llamo Mohamed Abdel El Binyam Kadur, pero llamarme Ahmed.
Anduvimos un kilometro hasta llegar a un verdadero mar de arena como una vasta playa que se extendía por todas partes con los mismos horizontes que hasta entonces nos rodearon pero ahora todo el mundo era arena.
Xavier puso la tracción de cuatro ruedas y pregunto a Ahmed
−La piste c’est ou? (Dónde está la pista)
−Je ne sais pas – (ni idea) exclamó Ahmed dignamente.
−Mais tu es le guide (pero tú eres el guía) –le dije.
−Je ne suis pas le guide (no soy guía) –dijo Ahmed con orgullo−. Je suis un aventurier. (soy un aventurero)


Este fue el primer contacto con Ahmed, a quien ninguno de los tres olvidaríamos. Y la razón por la que empecé a escribir esto.

Próximo: Ahmed 2

martes, 15 de septiembre de 2009

TUAREG







Había algo anterior al paleolítico en esa inconmensurable planicie. Había un pensamiento flotando por encima del jeep; el sol es alguien que espía nuestros movimientos, y por el modo que quema en las ventanillas parece querer decir algo. Había un enamoramiento con todo lo que es lejano y salvaje, con esas ganas de seguir siempre sin llegar a ninguna parte.
Los catalanes, que vamos dejar de llamarle así y al gafoso lo vamos a llamar Xabier y al rubio Ricardo, hablaban catalán y me preguntaron si me importaba, les dije que lo hablen, así aprendo. Aprendí a decir, una mica, un poco, una noia, una chica, una vez, una vagada, y algo más que se me olvidó.
Íbamos por el desierto del Tanezrouft, el más grande del mundo de 1400 kilómetros, llamado “desierto de la sed”, por los poquísimos pozos que hay escondidos a lo largo de esa inmensidad donde uno tiene la impresión que el plantea aumentó a una dimensión sin límites. Al no haber carretera el jeep se convertía en la idea de un velero que navega haciendo bordos por el gran océano de tierra. Y esas formas de muerte en medio de la nada no eran animales, sino carrocerías de coches que intentaron los mismo que el jeep y no pudieron seguir y ahí los abandonaron y al pasar cerca le vimos tanto de muerte en hierros con arena pegada, tanto de soledad eterna, tanto de hallazgo por arqueólogos del siglo LV y el presagio que nuestro pobre jeep comando podía terminar así, era otro pensamiento que flotaba pero había que ahuyentarlo y pensar en el sol que nos espiaba desde el oeste donde pronto se acostaría para despertar al otro lado del mundo.
−Son tuareg –dijo Ricardo
Las siluetas eran jaimas y un grupo de lejanas figuras humanas que agitaban las manos llamándonos. Ricardo desconfió, pasemos por otro lado. Xabier dijo acerquémonos a ver que quieren.
De cerca los hombres parecían azules por el reflejo de las túnicas, y las jaimas eran toldos de piel sostenidos por palos, las mujeres estaban fuera de las jaimas y eran del mismo siglo que las arenas. Al fondo un grupo de camellos convivía con las cabras. A penas frené el jeep se aglomeró una multitud de rostros azules con ojos asombrados, las voces y risas se oían como si estuviesen a pocos centímetros de nosotros.
−Pisa el embriague y pon primera –dijo Ricardo.
Pero no le hice caso y me bajé y los tuareg me rodearon mirándome mudos como si hubiese caído de una estrella. Un adolecente, probablemente 12 años, tomó el cargo de intérprete porque era el único que hablaba algo de francés. “mi familia los invita a cenar con nosotros y a quedarse a dormir” Recordé el libro de Vázquez Figueroa cuando habla de las hospitalidad de los tuareg. Ricardo desconfiado cerró el jeep con llave por si las moscas y miró a las fogatas donde las sombras deambulaban en silencio por delante del fuego.
El chico nos llevó delante del patriarca, un anciano sentado frente a una hornalla de piedras. Allí se calentaba el té en una tretera dorada. El anciano con gestos tranquilos como si pintara un cuadro levantaba la tetera para llenar de espuma verde los vasitos, que fueron varios, y que nos entregaba como un regalo con sus manos callosas, arrugadas y oscuras. Detrás del anciano los tuareg nos clavaban la mirada con ojos limpios, ojos de profundidad brillante que tienen mirada hecha de horizontes porque nunca ningún edificio interrumpió esa mirada. Y que podían pasar horas de silencio mirándonos con esos ojos que ardían en la noche.
Cuando caminaban el cuerpo se movía con algo de la parsimonia del camello. Al verlos sentarse con la espalda erguida y la vez relajada con sabiduría animal, pensé que la distancia entre el tuareg y el ciudadano gordo calvo encorvado cansado y traumando, era la misma que hay entre el lobo y el caniche, y pensé que las grandes ciudades del “primer mundo” estaban habitadas por injertos del verdadero animal humano que habita en la naturaleza y en los desiertos
Las mujeres que se asomaban en las jaimas eran de una belleza anterior a la biblia, y también pensé en que podía quedarme y ahí tenía todo y que no me vengan a buscar.
Una gran fuente de un metro y medio con arroz y verduras, la luz del fuego brillando en los ojos negros y manos, las nuestras también, en picada sobre el arroz como las gaviotas en el mar. Era arroz con grasas y algo salvaje que aumentaba un apetito bestial.
Para dormir acomodaron a Xabier y Ricardo en pieles sobre la tierra y les dieron telas para cubrirse, a mí me aparataron por ser el mayor, me consideraron patriarca. El chico que habla francés me dijo; el jefe me pidió que indique tu lugar al lado de esa cabra porque que te protegerá de los malos espíritus.
En distintos momentos de la noche desperté por el ruido del chorro de la orina de la cabra, y le agradecí cada vez, porque tuve la suerte que se repita esa felicidad de caer en el sueño cuando se está viendo las estrellas.

Próximo: Ahmed 1

jueves, 10 de septiembre de 2009

El desierto

En 1985 estaba yo en medio del Sahara montado en un jeep comando con dos catalanes. Uno con las clásicas gafas y aire aburrido. El otro en cambio parecía alemán, era rubio fuerte y por suerte mecánico. El jeep de carrocería roja, propiedad del gafoso, cumplió 25 años en medio del desierto. Los festejamos con una botella de whisky, que el jeep no bebió.
Llevábamos en la parrilla dos bidones de gasolina, dos bidones de agua, y una nota de la policía de Reggane que entre varias advertencias figuraba “Pa foulle” “no enloquezcan”.
Se entiende esa nota cuando la locura se asoma por la ventanilla de un jeep que cruza el gran desierto. Cuando se siente uno ampliándose más allá del cuerpo y en el instante siguiente uno es una bacteria en el desolado planeta. Las relaciones…bueno…hay que cuidarse. Los catalanes se habían traído solo dos cassete. Opera Salvaje de Vangelis y “La Puerta de Alcalá” de Ana Belén,, Vangelis era la música de fondo para andar por el desierto, pero cuando sonaba “La Puerta de Alcalá” mi cara se agriaba como si me inyectaran jabón líquido de baño público. Duró poco el martirio. En un tramo paramos el jeep, los catalanes se bajaron para ver no sé que cosa en las ruedas, yo tomé finamente el cassete entre mi pulgar y mi índice, y Ana Belén voló con su puerta de Alcalá por los aires del Sahara. Al día siguiente los catalanes los buscaban hasta debajo de los asientos. “Si estaba aquí, ¿donde está la puerta de Alcalá? Y yo me mordía la lengua para no decirles, “miralá miralá miralá, allá en el carajo está”

La ruta del deseierto en el Tanezrouft esta marcada por postes cada diez kilómetros que guian el rumbo hacia el sur. Nos turnábamos al volante. Me tocó conducir a la tarde. Oscurecía, les dije era un buen momento para parar y acampar. No, me dijeron, sigue, sigue más adelante hasta que anochezca. En el desierto de tierra hay pequeñas dunas del tamaño de un cocodrilo o de una foca, que en lo oscuro parecen simples sombras. Cogí una a buena velocidad, el jeep saltó como una langosta y los catalanes estrellaron sus cabezas contra el techo, pero yo no, porque me aferré al volante. Entonces, con las manos en las cabezas, dijeron que pare, que ahí había un buen sitio para acampar. Aunque todo el desierto parece el mismo sitio.

Por la noche el firmamento estaba tan cerca que podía caerme hacia arriba y perderme detrás de las infinitas luces. Un ratón de grandes orejas cenó con nosotros, su palto era la tapa de un frasco con diez guisantes hervidos que el ratón los cogía con ambas manos. Luego el ratón quiso entrar en la tienda a dormir pero los catalanes no le dejaron, y gimió un rato largo hasta que se escuchó el silencio que precede a los sueños
En el desierto como en la montaña los sueños son intensos con colores radiantes, y suenan voces, la voz de Karuna en el jardín, papá, papá, te voy a mostrar un perro, y suenan gritos, aullidos, un perro gigante como un edificio acaba de engullirse medio pueblo, y duerme o está muerto con las patas rígidas. Y suena Karuna cantando con risas que parecen cornetas, y suena una voz tan aguda que ensordece, y los colores brillan con tal intensidad que hieren en los ojos


Amaneció. Abrí la cremallera de la tienda y me vi en medio de una inmensidad clara y tranquila, por aquí, por allá, por todas partes, veía el mismo horizonte que tiene el océano. El mínimo ruido lejano se escuchaba cerca como si la distancia no existiera, y el suelo estaba marcado por huellas de chacales. De modo que, me dije, en esta desolación hay cantidad de vida, sobretodo cantidad de alma, y el viento pasa hacia el oeste para peinar las dunas de Mauritania.
El café negro, entonces, es lo mejor cuando todavía hace frío y las primeras claridades de aquella vastedad indican que otra vez empieza el mundo.

To be continued.
Proximo. “Tuareg”

sábado, 5 de septiembre de 2009

ANANDA Y LA TROTUGA


Escrito en 1980 dedicado a ana cuando pasó por Ibiza





Inmediatamente! Mañana mismo hay que llamar al psicólogo..
- Holaaa ¿como fue?...¡No!... ¿No le preguntaron por que lo hizo?...Los niños son muy crueles…No, es ella la que es así, siempre fue muy rara…

La tortuga había dejado manchas de sangre que parecían estrellas rojas en el piso cuando caminó desde abajo de la mesa hasta el baño donde buscó un rinconcito donde esconderse. Ananda tiene ocho años y no sabe porqué le atravesó el cuello a la tortuga con la aguja de tejer.
Ananda dijo que era de mañana…y que las ventanas de la sala estaban abiertas….y venía el aire fresco que traía olor a flores….y que cuando se echó debajo de la mesa la tortuga sacó el cuello para afuera, ¿sabes? …que es tan blandito…y que me gusta las arrugas que hace con la piel…y todos los pájaros estaban en la ventana… y le clavé la aguja…
La tortuga no se murió. El veterinario dijo que no fue nada. Salvo las estrellas de sangre que quedaron en el camino de la sala al baño.
La gente grande es ciega. ¡Es verdad! ¿Como se explica entonces que no se den cuenta que desde ese día la tortuga cambió la mirada? Tenía la forma de mirar de Ananda cuando está jugando tan sola…
La gente grande no vio que la tortuga seguía a Ananda a cualquier sitio, y uno no puede visualizar a Ananda sin ver a la tortuga a su lado, ni tampoco hablar de la tortuga sin acordarse de Ananda y de los ojos de Ananda.
Nunca podrán entender que luego de la estocada de la aguja la tortuga sufrió lo que se llama GOLPE DE CAMBIO…y que tuvo la suerte de nacer a una nueva vida.
Será posible tanta ceguera que no puedan ver que todas las noches la tortuga va a dormir bajo la cama de Ananda…, y que las dos sueñan al mismo tiempo...y se encuentran en los sueños donde todo cambia según el antojo del que sueña….por eso en el sueño la tortuga habla y le dice a Ananda:. ¡Vayámonos! Mira hacia aquella línea, ¿la ves?
Más allá de la línea hay un mundo lleno de sol y arena que nos está esperando…. es solo pegar un salto donde el mundo da la vuelta… y encontrarse con un montón de palmeras…y un montón de monos en las palmeras y también playas de arenas doradas donde llegan los lobos marinos…Vamos ¡¡Ananda!! ¡¡Arriba!! Hay que saltar.., hay que irse siempre…, nunca te pusiste a pensar cuantos colores nos están esperando..
Crucemos el África, y perdámonos en la selva…crucemos los ríos que vienen de las cataratas y sigamos hasta dar con las cuevas donde viven las tortugas mas grandes….!

La gente grande no alcanza a ver esto;
Se sentía en el aire el amor húmedo de la tortuga por Ananda,….
Y como se siente hoy,…el que despide Ananda….