lunes, 31 de diciembre de 2012

HISTORIA PARA DESPEDIR EL 2012





   Ayer mismo una gran amiga, excelente pintora griega,  me contó esta historia verídica:


   Dimitri, (vamos a llamarlo así porque ni ella ni yo sabemos el nombre) de 24 años de edad, militante favorito de “Aurora Dorada” llegó a tapizar las paredes de su cuarto con cruces gamadas y fotos de jerarcas nazis, entre los que se encontraba un cuadro de Adolfo Hitler acariciando su perro en su casa de las montañas.
   Dimitri llevaba años soñando un encuentro con los del partido neonazi de Alemania. Ahorró trabajando duro en la construcción y por fin el verano pasado tomo el tren, y luego un autobús que le dejó en la ciudad portuaria de Kiel. Tenía la dirección exacta que le había dado un camarada de la “dorada”. Tocó el timbre. Le abrió la puerta un urso pálido y rubio, lo miró frunciendo el cejo y le dijo, espere ahí. El urso llamó a sus compañeros para avisarles que un paria de tez oscura y pelo rizado azabache estaba contaminando con su presencia la entrada del partido.
 La paliza que Dimitri recibió por parte de sus ídolos llevaría un estudio a manos de un forense. Su tez oscura se pobló de rojos y tajos, y las fracturas abiertas dieron trabajo de horas a los traumatologs.
  Una vez en Atenas Dimitri se acercó en silla de ruedas a la terraza para ver la aurora. Cuando vio unas nubes tristes que se amontonaban detrás de las siluetas de unos edificios, aún más tristes, se dio cuenta que era el atardecer.
 Dimitri quiso llorar pero hasta las lágrimas tuvieron  miedo de salir. 

                                                ****         



lunes, 3 de diciembre de 2012

ESTOY EN RISHIKESH

 TODO LO QUE PUEDO DECIR HASTA AHORA ES QUE




 VI UN PERRO APOYANDO SU MENTE EN UN ESCALON

sábado, 1 de septiembre de 2012

el banquete ante alas estrellas







De la novela que vengo trabajando años y que aun no tiene ni título, di con este fragmento que lo ofrezco, tal vez motivado por este cambio de clima cuando el mar se ve más nítido y más fresco, como para acercar recuerdos


    Las cosas estaban tan caras en Saint Tropez que decidimos vivir como si no tuviésemos nada para que el presupuesto de la India no se quede en manos de estos franceses. De modo que tuvimos  ir a un mercado y pasar por las filas de latas y cajas de comida, ver como un queso caía al bolsillo, una latita de paté, guisantes en conserva que son buenos calentándolos en nuestra única sartén cacerola, todo al  bolso de Ahinoa donde también cayó  un paquete de galletas saladas, de acuerdo a mi pedido. Y la tercera noche, después de una redada en el supermercado, vi afuera de una frutería una caja con un melón rosado, eché a correr y lo recogí como se levanta la pelota en el rugby.

  Por la noche pusimos la toalla de Ahinoa como mantel sobre la caja de tomates, pusimos una vela en el medio, las galletitas alrededor, el paté ya abierto a un lado, y las tajadas de melón formaban una flor rosada en el plato. Todo con vistas a las luces estrellas de San Rafael que reflejaban  líneas de luz en el mar de la noche.  Entonces comíamos despacio, muertos de risa, ¡qué lujo!, si estamos mejor que esos pedantes de los yates, Sí, decía Ahinoa, ellos no tienen esta arena ni este aire tranquilo. Y seguro que tienen un melón de mierda de esos congelados. Y nos da mucho más el aire del mar. Puta, nos falta un buen vino, Ya no cabía nada en mi bolsa, conténtate con lo que tienes Andrés.
   En realidad lo que teníamos en ese momento era impagable; era ese aire fresco de la noche de final de verano y las luces de la otra costa que se desprendían elevándose para convertirse en estrellas; las estrellas del viejo mediterráneo. Y tenía esta mujer como un segundo yo que salía de mi fantasía. Los dos nos habíamos creado del barro y de las costillas. Los dos éramos unos toscos Adán y Eva y nos habíamos inventado para este viaje que salía también de nuestros grandes sueños.


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martes, 31 de enero de 2012

LA MUERTE DEL FANTASMA, final

El pobre Fantasma recibió otro golpe, ahí aparcado en esa calleja fría, desprotegido, en manos de cualquier yonqui que le rompa la ventana de atrás para llevarse unas latas de guisantes y la cámara de la Chancha. ¿Mi camarita!, casi lloraba la Chancha, ¿y ahora cómo recupero todas las imágenes históricas que tenía adentro? Quedan en la memoria, las vas a tener que dibujar Chancha y te van a salir mejor que en las fotos.

Entonces regresaron por Antwerpen, cruzaron Bélgica hacia Mons y tomaron la N6 hacia la frontera de Bois Burdon y los policías franceses, maldita sea, les revisaron, esta vez en la entrada del país, hasta los bolsillos de las chicas. Uno de los polis metió la mano en el bolsillo del siletista y sacó un resto de chorizo con el hilito y gritó, ¡merde!, tirando el chorizo al suelo como si fuese un escorpión.

El Fantasma siguió por Reims, Troves, evitaron Lyon, cruzaron la Provence y de nuevo Van Gogh pintaba con Gauguin en la orilla de un arrollo y la Chancha dibujó un mar de espigas rojizas de atardecer en un cartón largo que más tarde, casi de noche, cuando se calentaban las alubias en la hornalla, abrieron una botella de vino blanco y tomando de gollete clavaron el cartón en la moquete y aplaudieron en una fiesta que tenía algo de vernissage.

Al día siguiente Bob Dylan cantaba One of us must know cuando por la A 9 que va a Narbone pararon en una gasolinera porque el siletista se estaba meando.

Le toilette se pour le client Le dijo una mujerona de gafas de botella mirándole con ojos enromes de desprecio, también enorme.

D´ accord –dijo el siletista

Al minuto (o menos) la mujerona golpeaba el ventanal en una brutal pataleta vociferando, ¡J´appel la pólice, J´ appel la policie! , mientras el siletista orinaba un chorro parabólico sobre el surtidor de gasoil y, las chicas, allá en la furgo, le gritaban: ¡para loco que nos van a llevar presos!

Y esta es la ultima estampa de ese viaje fantástico; como una postal que pueda enviarse a todos los correos del planeta; así como la postal del niño que orina en el lago bucólico; la figura de perfil del siletista meando la gasolina de Francia para despedirse de los malos momentos que pasó en ese país, y también de los buenos, todo hay que decirlo.

El Fantasma quedó un tiempo en Ibiza llevando al siletista a que haga sus perfiles en el puerto. Llevándolo a las fiestas donde esperaba como el fiel caballo a que vuelva torcido para echarse en la cama donde siempre confesó que en esa cama se hundía en sueños como cuentos de niños. Algunas veces pasaba las noches en los roquerios frente al mar y el siletista se zambullía por la mañana y nadaba solitario imaginándose bajo el sol de una isla perdida en medio del océano.

El Fantasma regresó dos veces al continente. Entonces con Mercedes fueron a la recolecta de la manzana en la Val di Non del Trentino, al norte de Italia. Allí aparcaba en una planicie desde donde podía contemplar los prados verdes repletos de manzanos y las aldeas de pocas casas rodeando la iglesia como pollitos a la gallina, y detrás de los bosques de pinos veía las lejanas dolomitas que resplandecían pedregosas en el horizonte.







Muerte del Fantasma

En el segundo viaje después de haber recogido manzanas durante el mes de septiembre de 1989 Mercedes y el siletista decidieron ir a Austria y de ahí pasar a Hungría donde comprarían una radio nueva para el Fantasma y algunos repuestos, y de paso, lo de siempre: viajar por carreteras desconocidas, perderse en países que quedan al otro lado de la imaginación. Bien, pasaron Bolzano, entraron en un país de campos tan arreglados de casitas tan perfectas, de senderos trazados con escuadra, que les dio miedo que le confisquen el Fantasma porque desentonaba con tanta pulcritud.

Pararon en Salzburgo. Mozart seguía todavía viendo en ese pueblo, perdón, el pueblo seguía viviendo todavía de Mozart: cafetería Mozart, caramelos Mozart, peluquería “La Flauta Mágica”, conciertos de Mozart y ese aspecto de película de músicos en buenos colores con tipos de pelucas blancas tocando clavicordios en el calor de las salamandras de porcelana.

El Fantasma siguió camino hacia Viena por la E60 y el asombro crecía al ver los campos de ese país cuyo orden rayaba en una manía que aterraba. El fantasma tuvo miedo. Algo presentía.

Viena fue una noche. Todo estaba caro, algunas ráfagas de relax venían de los barrios de inmigrantes, daba un nostálgico placer ver turcos fumando narguiles y ver alguno que otro africano con gorro de lana, y también, por qué no, pasear por el malecón donde los músicos bohemios tocan el violín y los infaltables ecuatorianos suenan sus quenas y charangos en las mismas puerta del imperial Teatro de la Ópera.

Al mediodía emprendieron la ruta E58 hacia la frontera húngara. A las nueve de la noche pararon al borde de la carretera y comieron salchichas con mostaza y pan vienes.

Esa noche Mercedes y el siletista hicieron el amor. Pero fue muy diferente a otras veces, fue único, dijo, fue como si se apartaran del resto de lo que hasta ahora habían vivido y se internaran en otro espacio donde los dos caminaran con las mismas piernas y sintieran con el mismo corazón; fue un amor largo como un viaje de esos en que se alejan con la sana intención de no terminaran nunca de moverse, fue lleno de llantos y de risas y de respiraciones que semejaban a vientos del mar, y fue, como decir, un final que no se lo esperaban, como si al mismo tiempo durmieran metiéndose en el mismo sueño.

Pero en mi sueño no estaba ella, dice el siletista, en mi sueño había una sensación de angustia, y una voz que gritaba detrás de un parque, “¡El Fantasma ha muerto! ¡El Fantasma ha muerto! Y un periódico que anunciaba en letras catástrofe. “La muerte del Fantasma acaeció el día de ayer a las 10 de la mañana…”, y entonces me vi corriendo por un pasillo que me llevaba hacia el pasado y en el descanso veía al Fantasma el día que nació cuando Luis terminó de armar la cama que se abría como caja de fósforos y nosotros festejábamos con benjamines de champagne, y en el siguiente descanso vi al Fantasma bajando por la rampa del ferry de la trasmediterránea para iniciar su viaje por Europa, en el próximo el Fantasma por las carreteras francesas, y seguidamente cruzando los campos lilas de lavanda, el Fantasma con las ventanas rotas en Clermont de Ferrand, el Fantasma aparcado en el Champs-des-Mars delante de la torre de Eiffel, el Fantasma pasando por el lago de Garda, el Fantasma contemplando las lavandas de la Provenza, el Fantasma viajando con las chicas y las risas sonaban como lejanos llantos, ¡el Fantasma ha muerto!, los gritos retumbaban por todos los pasillos, ¡el Fantasma ha muerto!, y en el último descanso del pasillo había una sala con pupitres como las de un aula de instituto, entonces yo me sentaba y al frente un hombre vestido con guardapolvo blanco trazaba en el pizarrón una línea con tiza de color cobre y me decía “your car es kaput, your car is kaput”.

Me desperté sobresaltado, era temprano. Mercedes aun dormía, revisé el aceite, el agua, todo estaba bien. Salimos pensado en tomar desayuno en la primera gasolinera porque se nos habían acabado los víveres. A los cinco kilómetros vi que se encendía la luz del aceite, ¿Cómo puede ser si acaba de verlo bien” pero estaba en la autopista, no podía parar, la gasolinera quedaba a tres kilómetros. Tenía que llegar y verlo allí. Cuando el Fantasma se desvió por la calle de la gasolinera se detuvo con un golpe que lo sentí como un puntazo en el medio del corazón. Quise arrancarlo y no había modo, ni siquiera se oía el esfuerzo del arranque. ¡No había modo! Desde la gasolinera el hombre que atendía la caja llamó a la grúa. El sueño, pensaba yo, el sueño, no, no, es solo un sueño, no puede ser verdad. La grúa lo llevó y nosotros encogidos de angustia íbamos en la cabina volviéndonos cada tanto para ver al Fantasma en su día más penoso. Llegamos a un pueblo que se llama Hartberg. El taller de ese lugar era enrome con grupos de mecánicos y jefes. Se metieron tres tipos por dentro, tenían uniforme verde como los médicos. Y en mi angustia seguí rememorando el sueño, no, no, esta vez no se debe dar, ¡no tiene que darse! Abrieron la tapa del motor, sacudieron algo allí adentro y recordé los masajes al corazón. Me acerqué al Fantasma, y le dije, “qué te ocurre, podías decírmelo!” No contestó. Ya no tenía personalidad alguna, era solo un trasto de hierros trágicos. Entonces se me acercó el jefe de taller, un tipo con guardapolvo blanco y mirada muy triste. “Your car is kaput” me dijo.

Aquel acto de amor tan místico había dado lugar a una premonición que me advertía lo que iba a suceder al día siguiente. El tapón del aceite se había desprendido misteriosamente en ese último tramo.

Recogí todo lo que tenía en cajas y me fui sin mirar ni pensar en lo que harían con el cuerpo del Fantasma. Mercedes lloraba.

Decidimos seguir a Hungría en auto stop, la frontera estaba cerca.

Fui a la estación y envié las cajas a la casa de Carlos Ugarte en Bilbao. En la misma estación lo llamé por teléfono:

−Carlos, en tres dias o cuatro te llegan las cajas con todo lo que tenía yo en la furgoneta, cuídame la máquina de escribir.

− ¿Qué pasó?

− ¡El Fantasma ha muerto! ¡Viva el Fantasma!

− ¡Viva! – gritó Carlos.

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Siento terminar estos episodios con un recurso de los créditos cinematográficos, además, es justo copiar un poco al cine cuando el cine no para de copiar a la literatura.

En 1989 Mercedes volvió a Argentina para visitar a su familia prometiendo al siletista que regresaba en 9 dias porque lo iba a echar de menos. No regreso nunca. Se casó con un arquitecto en una boda con 500 invitados. Hoy vive en el barrio de San Isidro con su marido y tres hijas. Es maestra de una escuela privada.

La Chancha: también regresó, hizo exposiciones de pinturas, deambuló por la Patagonia con el mismo magnifico sinsentido que antes deambula por Europa hasta que un día se cambió de nombre y con el nuevo nombre, Elisa, cambió también su vida. Se casó con un extraordinario cocinero japonés, por el rito shintoista, en Tokio donde pasó dos años. Hoy vive en Argentina, en una casa lejana de todo lo civilizado con su marido y sus hijos, niña y niño, dos hermosos japonesitos que hablan “argentino”. Debo aclarar que el inodoro de esa casa tiene un mecanismo que al hacer uso de la cadena, esparce talco por todo el culo del usuario a través de un tubo. Cosas japonesas.

El siletista: siguió con sus perfiles en el puerto de Ibiza hasta que cambió de oficio y se hizo guía en la India desde 1990 hasta el 2009, dividiendo su vida entre la India y occidente. Pero nunca dejó de hacer perfiles, ya que la tijera y el ojo guardan siempre la memoria de los rasgos, y sienten una especie de envión o de instinto cuando ven una nariz particular o un mentón, o una cara que de lado pueda parecer un navío. De modo que en la India hizo perfiles de monjes budistas, de sadhus, de jefes de estación ferroviaria, de brahmines, y los hizo en papel de cuaderno, o en cartones, o en servilletas.

Hacía mucho tiempo que no lo veía, y una tarde lo encontré en un bar. Estaba solo con un vaso de vino mirando la tijera en medio de la mesa. Me senté con él y me habló sin levantar la vista de la tijera

−Se llama Exacalibur, nunca te lo había dicho, ¿verdad?

−No.

−Sabes, yo soy consciente que en estos tiempos todo se viene abajo, pero a mí no me importa mientras pueda empuñar a Excalibur, porque si tengo hambre voy a un restaurante y le digo al dueño que le hago un perfil por un plato de sopa.

Entendí como un rayo esa seguridad que albergaba, y lo entendí tan bien porque desde siempre sabía que al contario del resto de los niños, al siletista ¡le encantan las sopas!


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F I N

F I N E

T H E E N D










































































































































































































































































viernes, 27 de enero de 2012

Nostalgias de Ámsterdam


La carretera del fin del mundo podía ser la E 31 antes de Utrecht cuando nos hemos pegado al parabrisas para ver las filas de tulipanes de los campos holandeses en esa mañana que por fin había salido el sol. Puse a Vivaldi. Las chicas estuvieron de acuerdo, y el Fantasma sonreía subiendo en un sueño que dejaba atrás aquellos amargos dias de repartidor de ladrillos. Por momentos los tulipanes formaban verdaderas franjas de colores como banderas orientales, y detrás de esos ríos de flores aparecían casas de madera oscura con sus poéticos techos de leños.

Todo es efímero. Hay que atravesar Utrech y el Fantasma se desliza entre edificios como altas casas de ventanas alargadas. Nuevamente canales, esta vez con aguas más claras, y viejas iglesias como creadas por el estilo particular de un pintor que ve todo chupado hacia el cielo. El Fantasma dejó la A 2 para viajar tranquilo por una carretera rural que pasa por Wilnis donde una rara resolana alumbraba con vieja luz campiñas toscas que recordaban a Millet. Vieron un par de arroyos cristalinos salpicados de plantas flotantes y mas allá una extensión de hierbas salvajes. Esto merece un trago de vino Mercedes, ¿queda algo? Se abre el armario, queda bastante, que abstemios que somos. Cuando estaban bebiendo de la botella aparecieron los molinos gordos holandeses con sus grandes aspas, y detrás las parvas, todo daba la estampa de un país pequeño y a la vez fuerte y vivo. El fin de ese paisaje coincidió con el fin del vino mientras Lorena McKennitt cantaba The lady of Shalott




En Ámsterdam el Fantasma discurrió por calles interrumpidas por puentes que pasaban sobre tantos canales y los tres vieron con ganas esos pubs delante de las aguas, algunos como casas antiguas con mesas rusticas al borde de la calle, y vieron allí tipos bestiales, gordos como motoristas agresivos, tatuados por todo el cuerpo, vistiendo solo chalecos de cuero, bebiendo al sol en jarras de dos litros. El Fantasma pasó por la enorme fabrica de Heinken despertando risas en sus pasajeros y su conductor, y tras un laberinto de canales recorridos por arboles y callejas aparcó con dificultad en la Govert Flinckstraat, una de las calles paralelas al Albert Cuyp Market porque pensaban esta vez dormir en las camas o en los colchones en el suelo que les ofrecía Jesús, un español que el siletista lo conocía de algunos retiros zen en las Alpujarras. Jesús era un tipo ceremonioso hasta el aburrimiento, mimetizado con alguna ilusión de maestro chino por lo que hablaba susurrando tan bajito que había que acercar el oído con cuidado de no chocarse con su cara. Su chica de entonces, una suiza roja de vergüenza crónica, les hizo una cena de arroz con verduras que comieron con palitos japoneses y tomaron tazones de un té picante y como Jesús era madrugador se fueron todos a dormir. Mercedes y el siletista en dos colchones de la sala. A la Chancha le tocó cama. Pero a media noche tiró el colchón en el suelo porque no aguantaba el somier elástico.

Resultó que al día siguiente se abría el mercado de Albert Cuyp, y resultó también que las tiendas en la calle recibían un sol magnifico, y era un placer deambular con ese aire vagabundo mirando puestos de verduras, de ropas, frutas tropicales, mangos, piñas, pero el entusiasmo gástrico empezó a notarse cuando bajo los toldos verdes vieron los embutidos y los quesos, pilas de quesos de todo tipo que manaban aroma a oveja y a vaca. Tenemos que llenar el Fantasma con esos quesos, siletista, a la tijera urgente, le decían las chicas y el siletista en silencio pensaba que en Ámsterdam lo tenía difícil. Se percibía en el personal que abundaba por el mercado y en algunos pubs con asiáticos y africanos, y en algunas tiendas de objetos exóticos, la resaca que había quedado de las conquistas holandesas en los países asiáticos, como un hibrido de oriente y occidente que daba un color más que agradable, Comieron en un pequeño restaurante barato vietnamita un arroz con pollo tan picante que ni la cerveza Tiger pudo apagar el fuego, y después tomaron un tranvía largo como un tren al Vondelpark. El siletista quería mostrarles el lugar donde había dormido en aquellos años sesenta cuando formó parte de las hordas hippies.




Ahi está el tunel, ¿lo ven?, como si no hubiesen pasado tantos años, entonces dormíamos aquí con los sacos de dormir en fila como refugiados de alguna guerra y por la noches hacíamos fogatas y bailábamos como los apaches, algo así, había tipos con ponchos y vinchas como indios verdaderamente, algunos eran indios rubios, había otros con los pelos african looke,, y otros eran africanos vestidos con chalecos multicolores, había tipos que podían ser Moises con sombrero del oeste o Walt Whitman con pantalones rotos, había Cristos con ojos tranquilos fumando chilums, y las chicas llevaban túnicas y abrigos largos hasta el suelo y cintas en la frente y pelos que les llovían por las espaldas, algunas se pintaban como los pieles rojas, o sea todo el uniforme de esos tiempos, y tantas pupilas infladas de tanto lisérgico que se metían o tal vez yerbas que eran superiores a los ácidos, porque en el centro de Ámsterdam se vendía excelente calidad, ahí mismo, como en un mercado donde podías comprar maría de Borneo o el chocolate negro afgano, ese que se moldeaba como plastilina, y pagabas mientras los polis pasaban sonriendo cerca tuyo. ¿Ven?, miren, aquí dormía yo con Ana, y al lado teníamos a un español, creo que se llamaba Sebastián y era de Guipúzcoa pero parecía un gnomo con gafas cuadradas de lentes rojos y un pelo que le pasaba por los hombros, No paraba de hablar lleno de gestos y mímicas, estaba con una gorda sueca que de noche se le subía encima y lo aplastaba haciéndolo gemir como muñequito de feria. ¡Ahh, que tiempos! Afuera, estacionadas al borde del parque, veías furgonetas pintadas con flores, calaveras, cruces de la paz, algunas con grandes Ganeshas para proteger a esa especie que buscaba liberarse hasta de sus propios códigos. Cada noche, guitarras, flautas y tambores, maravillosas brujas que danzaban frente a las llamas al compás de las palmas. Y por el día el parque estaba plagado de gente en acido o lo que sea, echados en el pasto viendo todo tipo de dragones que formaban las nubes. Algunos se echaban en el agua desnudos y eran, entre los nenúfares y los papiros, una tapa de disco psicodélico, ahh, y lo bueno era que todos, incluso lo locales, estaban de paso como las aves migratorias, porque de ahí salíamos al sur, a Creta, a Turquía para seguir la ruta mítica de la India


Una tarde las chicas fueron al mueso de Van Gogh. La Chancha se enloqueció antes de entrar y salió con tal inspiración que se pasó dibujando tarjetas hasta entrada la noche cuando asistieron a un concierto de música india; sitar, tambur, flauta y tablas; un concierto que se perdió lejos del tiempo, como lo pide el espíritu del arte indio, dejar el tiempo afuera, pero el siletista no solo se escapó del tiempo sino también de la geografía y se vio de golpe caminando por una estrecha calle de Varanasi que llegaba al río donde los peregrinos se bañaban dando gritos de Shiva.

Explico porque le pasó esto de irse tan lejos al escuchar la música india: resulta que esa tarde cuando las chicas se fueron al museo, se quedó solo, metió la tijera en el bolsillo, la carpeta con los ejemplos en la bolsa y con la bicicleta se fue pedaleando al Vondelpark movido por la nostalgia. Pensaba que el pasado le regalaría una buena racha, pero el regalo no podía ser nunca dinero, sino algo que pertenecía a aquella época. Se puso en la entrada del parque donde había otra gente vendiendo cosas. Hizo solo tres perfiles. Abandonó pronto. Siguió la calle del parque y vio primero una chica vestida con falda india sentada en el suelo ante un letrero que decía “A kiss for one guld” (beso por un florín) lo vendía barato al beso, detrás, a modo de guardaespaldas, su chico corpulento por si las moscas, o moscardones de muchas manos y patas. Cerca de la chica un negro digno como príncipe africano sentado frente a una caja con filas de porros perfectamente armados, gritaba ¡A joint for three guld! ¡A jiont for three guld! El siletista se acercó, le compró uno con lo que había ganado de un perfil y le preguntó: ¿Es bueno? El negro se enfadó y le dijo con tono grave: fúmatelo, date una vuelta y si no te gustó te devuelvo el dinero.

Lo encendí y lo fui fumando sin darle importancia mientras paseaba por el parque sintiendo las reverberaciones del lago que cruzaban como llamaradas por mis ojos y, entonces sí, de repente me vi fuera de lo que antes era, me sentí más alto como si anduviera en un monociclo y escuché mi voz que sonaba como altavoces por encima de mi cabeza “¡joder lo que me dio este tipo!” voces que se perdían en un eco “Joder, joder, lo que me dio, lo que me dio este tipo, este tipo, esteee”

Sentado en la orilla delante del espejo del agua estuve un año viendo las plumas de dos patos que se agitaban con la brisa, y al otro lado del lago los arboles tenían luces en las hojas de otoño, y allí en los canteros de flores se colaba un conejo atisbando desde la oscuridad. Esa verdadera impresión de estar metido en las páginas de Andersen. Juro que un pato volvió la cabeza y me sonrió. No sé en que momento abandoné la orilla para seguir feliz de la existencia por ese parque mágico. Tengo el recuerdo de haberme cruzado con una pareja que eran como muñecos de colores detrás de una capa de cristal. No supe en el instante si los saludaba o me saludaban, pero siguieron caminando y oí que el chico le decía a su chica, “what a Stone” que colocón refiriéndose a mi cara porque los había mirado con ojos de sapo.

Habré estado cinco horas dando vueltas interminables por un parque del que no tenía ni idea en que ciudad estaba ni cual era la salida y estaba feliz de que me importe un pito no saberlo.

Pero al fin aparecí por el puente y uní las manos agradeciendo al Vondelpark el regalo nostálgico que me había hecho.

Porque el efecto duró, vaya si duró, que ni bien empezó a sonar el sitar en el concierto indio de la noche, vi las aguas del Ganges al amanecer y vi un viajero sentado en los gaths mirando quieto la humareda que se levantaba en la otra orilla, y por supuesto reconocí a ese viajero.

Próximo: Final: La Muerte del Fantasma

lunes, 23 de enero de 2012

Los Paises Bajos


Los países bajos

Viajamos de noche hasta Jabbeke pasando por bosques sombríos y viejas aldeas alumbradas por luces fluorescentes. Pasamos por un campo con invernaderos y largos tinglados, y un vasto sembrado, la agricultura belga, tal vez lúpulo de cerveza. Tenemos que tomarnos unas buenas cervezas, la de los monjes, decíamos mientras la música de Woman of Ireland parecía sonar desde el otro lado de la carretera. Dormimos cerca de Oostkamp que estaba cerca de Brujas. Yo acostado en el medio, abrigado por dos mujeres a cada lado y entrando en un maravilloso insomnio acompañado por las respiraciones de las dos y los pensamientos malignos que me hicieron sonreír hasta que de pronto vi en la pantalla que está dentro de la frente una playa larga que se perdía tras una suerte de espejismos radiantes. Hacia la costa la arena finalizaba en un cerco de palmeras y de repente un elefante, sí, sí, vi un elefante asomándose, levantando la trompa, y ya oía el ruido de las olas del sueño cuando… ¡lástima!, todo se cortó con un trompazo que me dio de la Chancha que dormida se estaría peleando con alguien. Pensé que le estaba pegando a Mercedes en una de sus discusiones, y luego pensé que me estaba pegando por pasarme de listo. Pero la Chancha murmuró algo en sueños y entonces me volví hacia el lado de Mercedes tratando de volver a la playa y no hubo caso. En el sueño se veía ahora un paisaje oscuro y sórdido como la carretera que habíamos recorrido.

El verdadero nombre de Brujas es Brugge, que en Belga significa “puentes”, que define una cuidad cruzada por canales de aguas turbias que reflejan casas de cuentos con sus largas chimeneas y puentes, puentes, puentes por todas partes a lo largo de los canales que serpentean entre las calles.

Pero el español que la tradujo por Brujas dio aun más con la personalidad de este lugar donde las brujas se asoman por los tejados y te miran como si se hubieran fumado algo. Tras los cristales opacos de las ventanas se adivinan las brujas atisbando al que pasa, en ese caso nosotros tres caminado con el sentimiento profundo que nos hemos trasladado al siglo XVI y que si no salimos de esta ciudad antes de la noche las brujas enviaran a sus cuervos que nos van a arrastrar a la fogata donde en otras reencarnaciones ellas habían sido quemadas.

El siletista primero recortó una bruja con su sombrero largo volando en una escoba y la pegó en la puerta del Fantasma. Después les dijo a las chicas: acompáñeme al banco de la tijera a ver si sacamos algo para las cervezas.

Me puse al pie de un puente y la utilice a Mercedes de gancho. Su perfil lo tenía de memoria. Cuando iba por la nariz me sentí rodeado por un corro silencioso y pronto empezaron los murmullos, exclamaciones raras como graznidos de cuervos, lo que me hizo pensar que las brujas habían enviado a su gente. Ni bien acabé el pelo de Mercedes, se colocó de perfil un flamenco rubio de nariz bergerac y la tijera saltó contenta por el mentón, subió por los labios y al doblar por tal napia se escucharon más exclamaciones, ohh, ohh, grustt, orrhh, y después vino una de las autenticas brujas disfrazada de ama de casa con sombrero de piel y después un niño posiblemente hijo de sacerdote calvinista, y después un gordo de carrillos descomunales con el que la tijera se entretuvo marcándole las gafas de aumento, y después otro, y después otra , y después y después mucho después estábamos en un pub volando con lo que decretamos que era la mejor cerveza del mundo elaborada por el genio de tantos trapenses borrachos. Por eso le encuentro un tiro espiritual, les dije a las chicas, ¿no lo sienten? La Chancha se me acercó casi al cuello con los ojos dormidos y me dijo, siento una cosa como si fuera otra mujer o sea la que verdaderamente soy, ¡estoy hasta las tetas de ser Chancha!, quiero ser algo así como Elisa, la que volvió loco a Beethoven. Mercedes la miró con susto, dio un trago y dijo, yo siento el monasterio a cada trago, ¿no lo escuchan? Oigan: puso el oído sobre la jarra, puer natus est nobis, y de otro trago impresionante dejó el fondo blanco. Tres jarras más camarero. El flamenco sonriendo con tal picardía estrió los ojos como dos rayas brillantes y llenó las próximas jarras. La Chancha insistió en que no quería chanchear más y ahora lo suyo era elisar como queriendo renovarse en una suerte de ave fénix, ¡al que me vuelva a llamar Chancha le rompo los huevos! Tras el cristal de vitro del pub que daba a la calle vi una vieja que se comía la boca mirándome con ojos perversos. El color de la cerveza trapense se vuelve de un cobre claro y en un trago con los ojos cerrados el alma de ese liquido embrujado llega hasta la parte más intima del ombligo, pero con la obsesión de los monasterios oímos un gregoriano que se cuela entre las voces y las risas del pub. Retumba el coro de monjes rebotando en las paredes del atrio y estallan risas de flamencos junto con el yo quiero ser Elisa de la Chan… mejor no digo nada. Con otro trago podemos ver dos monjes que corren por los pasillos levantando sus hábitos marrones para no tropezarse. Tres jarras mas s´il vous plâit. El flamenco frunce la nariz mientras llena las jarras mirándonos de soslayo. Es verdad lo que dijo Mercedes, se escuchan los pasos del monasterio, dije, y podría ser que esta sea la cerveza para alcanzar la divinidad de una puta vez.

La divinidad podía estar en medio de ese espejo descascarado que refleja tantos sombreros y pelos del personal que bebe en ese pub. La música parece de violín, no, de violonchelo, también hay flautas traveseras, creo, y hay, hay, ayayayay hay que agradecer a los monjes que nos dan una comunión de cebada y lúpulo, hay que agradecer a la tijera ¡que joder! ¡Eso!, brindemos por la tijera, ya esta, otras jarras, sí, tres más, cantemos, cantemos alabanzas al Señor, que hizo mil maravillas, como la furgo. ¡Brindemos por el Fantasma! ¡Saluuuud! Hizo maravillas como esas jetas que se acercaron regalándome los perfiles que a su vez nos regalaron el elixir soñado de los monjes. El Señor hizo maravillas como estas dos chicas que ya están borrachitas y… que más, díganme.

Amen. Dijo la Chancha somnolienta.

Amen, dijo Mercedes, volvamos o nos van a tener que llevar.

Regresamos cogidos de los brazos dando bordos por las calles siniestras. Teníamos terror de caer al agua que la sentíamos por todas partes. Mercedes se fue bajo un supuesto árbol o farol o qué sé yo y dijo, háganme campana que vomito. En el momento que escuché su ¡uuuakkk!, vi una bruja, lo juro, la vi detrás, esperando como una sombra ¡tan quieta! y una corriente de hielo remontó por mi espalda hasta el cerebelo, al colmo que quise volver al pub y terminar allí mis dias.

Después de semejante noche no tenemos idea de cómo llegamos a la furgo. Nadie se acuerda, ¿te acuerdas tú Chancha?, Ni idea, ¿Mercedes? Yo sí, me acuerdo de los reflejos del río cuando vomitaba. O sea que… peor.

Por la soledad de esa calle y el cielo nublado calculamos que podían ser las ocho de la mañana, los dias de luz en el otoño del norte son cortos. Le preguntamos la hora a una mujer que caminaba mirando el empedrado. Eran las doce. El desayuno fue café americano y pan belga en la furgo y varios cafés para espabilarse. Al término, decidí seguir viaje a Holanda,

Pero vas a conducir con esa resaca, me dijo Mercedes. Si uno se pone a favor de la resaca y la considera un regalo, puede llegar al fin del mundo.

Próximo: Nostalgias de Ámsterdam

jueves, 19 de enero de 2012

EL NORTE

E L N O R T E

Con el mismo placer de un buen desayuno el siletista escucha el ruido del motor diesel que anuncia la partida. Se queda atento, refregando las manos mientras las chicas acomodan la cama y cierran el armario con gancho no sea que se caiga todo en una curva como en la otra vez. El Fantasma sale con esa lentitud de despedida. Adieu Tour de Eiffel, adiós, adiós. Las casas de París de tejados negros pasan por las ventanillas. El Fantasma ya no las quiere ver; sigue las señales que indican la salida al norte. Hay semáforos, atascos, vueltas absurdas. Por fin cerca de las diez de la mañana se despejan las prefirieras y el Fantasma dice, tengo sed.

Hay una gasolinera ante la entrada de la A3, el Fantasma va a llenar el tanque con la ganancia de siete perfiles. Un hombre uniformado enchufa el surtidor y mira hacia adentro de la furgo y ve a las chicas.

Y después me miró con los ojos entornados, tenía pupilas de un gris transparente, me preguntó “¿Estas con las dos? Y yo creo que sonriendo respondí con un hummm, esperando su reacción, El hombre puso mirada de estar masturbándose detrás de un árbol, “¿Y qué?.. está bueno hee? Yo le dije, Ummm. El hombre apretó el surtidor “Cómo como es, ehh, cuéntame” yo dije Hummm. El hombre ya había llenado el tanque pero no soltaba la mano del surtidor. “Ah bandido no quieres hablar ehhh, ustedes los hippies saben vivir y nosotros los currantes somos todos idiotas perdidos ahhhh”

Por toda respuesta dije, hummm”.

Entonces tomamos la ruta A3 dejando al pobre hombre en medio de una inesperada tormenta de delirio sexual. No debí haberles contado esto a las chicas porque la bronca que me echaron duró hasta que la carretera A1 entró por los campos tristes del norte.

Era un paisaje nublado que marcaba un horizonte de línea rojiza. Había que poner música clásica, Brahms por ejemplo. No, protestaron las chicas, pongamos a Bruce Springsteen. No, les dije, no pega. La negociación sobre el fondo que merecía esa zona llegó a un acuerdo: Los Chieftains con Van Morrison

Bajo las flautas irlandesas la carretera pasaba por parajes secos salpicados de casas tristes en torno a una monstruosa fábrica de tubos gigantes que parecían enredarse. Salían humos de un gris y violeta aceitoso. “La gente de esas casas vive pocos años” dijo la Chancha “Ese humo es horripilante” dijo Mercedes “Mueren de cáncer o de lo que sea” insistió la Chancha “Y encima están contentos porque tienen trabajo” dije “O por ahí mueren borrachos porque la única salida es el coñac a botella diaria” dijo la Chancha.

Más adelante pasamos por poblaciones de pocas casas cerradas y oscuras, como si llevaran siglos vacías, como si las hubiesen abandonado tras una tragedia antigua. “Seguramente si te quedas a dormir en una casa de esas escuchas voces por todas partes, qué miedo” dijo Mercedes.

El norte seguía bajo un melancólico gris sucio con terrenos secos y poblaciones heladas de edificios cuadrados que parecían de una vieja película en blanco y negro. Conduje yo toda la mañana. Mercedes se encargó de la música. No faltó Tracy Chapman. Yo insistí en la banda sonora de Barry Lyndon.

Paramos en un campo pelado y nos hicimos una sopa con cubito de gallina, y verduras. Acabamos las baguettes mojándolas en el caldo. Un grupo de personas nos miraba desde un tinglado algo lejano. Las vibraciones de desconfianza que trasmitían se detectaban en el aire. Comamos el postre en el viaje, rajemos de aquí, dije y encendí el motor. Cuando el Fantasma retomó la carretera los tipos se metieron dentro de ese pabellón de techo de cinc.

Hacia las cuatro avistamos el edificio largo y chato con la bandera tricolor francesa que marcaba la frontera con Bélgica, y maldita sea, lo que todavía no puedo entender es por qué los polis franceses nos paran a la salida del país y no en la entrada, como si lleváramos algún patrimonio histórico escondido en el chasis. Eran tres policías, dos parecían hermanos por el mismo bigote como cola de ratones. El tercero era el clásico cara de caja con gafas de aumento y mejillas rosadas… y pechito salido de “la ley es la ley”.

Nos separaron. Uno de los hermanos y el cara de caja se llevaron las chicas a interrogarlas dentro de una oficina, y conmigo vino el bigotito a revisar la furgo. La verdad es que me trató con cierta ironía agradable que se prestaba a respuestas igual de irónicas. Abrió los cajones de la comida, con un oh lalá lalá, se mange bien ici. Se agachó como un perro para mirar debajo de la cama y luego se sentó en ella como fatigado. Después, curiosamente, me empezó a hablar en un castellano pasable. “Dónde está el hachís” “No está” respondí listo para el juego “¿La marihuana?” “Se acabó” “Ahhhh, cómo eso” “Ni hachís ni cocaína, ni heroína, ni maría, ni whisky, la única droga que va a encontrar es una botella con un poco de vino, y algún atado de cigarrillos” “Eso no es droga” “¿Ah no… y que es?” “Eso está permitido por la ley” “¿Y usted cree en la ley?” “Si porque soy policía” “Pero como yo no lo soy no creo en ninguna ley” Sonrío estirando los bigotitos y dijo “Usted es lo que en América llaman un outlow” “Ojala lo fuera” “Hummm” exclamo mirando el safu “¿Qué es esto” “Un cojín pasa sentarse en zen” “¿Quién es zen, otro amigo?” “No, yo me siento ahí y me quedo solo conmigo respirando ” “Es Meditación, ustedes siempre meditan y no hacen nada por el mundo” “No es meditación” “Entonces qué hace con esto” “Me siento y respiro” “Y qué consigue con eso” “Nada” “Entonces ¿para qué lo hace?” “Porque da un gran placer por fin hacer algo para no conseguir nada” “Ahh, entonces lo hace para conseguir ese placer” Me reí con una corta carcajada y él sonrió mostrando la fila de dientes, orgulloso de haberme estocado. Me dijo “Se da cuenta que usted es una contradicción” “una no, soy varias contradicciones”. Se puso serio, alzó el mentón con un gesto de molestia y abrió el armario que hay encima de la cabina. Sacó las ropas y descubrió la máquina de escribir con una alegría que me asombró. “Usted escribe” “Si” “Hace poemas” “Alguna que otra vez” “Ohhh, yo adoro la poesía” No respondí mudo de asombro ante el cambio de semblante del poli, de pronto me trató con un respeto que incomodaba. “Veo que no tienen nada, disculpará usted pero con las cosas que pasan hoy, tenemos que hacer este trabajo, no se moleste, yo pongo la ropa que saqué, usted es un escritor”

Voy a llamar a sus amigas”, dijo una vez que acomodó con todo orden lo que había sacado. Subí a la cabina y las chicas salieron del edificio con miradas de susto. Se subieron las dos a la cabina.

El poli se acercó a mi ventanilla y me dijo “Quiero que me escriba un poema y cuando regrese por esta frontera me lo da” “Eso está hecho” “Me lo promete” “Se lo prometo”.

Salimos cuando ya oscurecía, las chicas se peleaban por contarme el interrogatorio que habían sufrido, eran todas preguntas sobre mí. “Donde conocieron ese tipo”, decían, “no mientan hay pena grave por ocultación, ese hombre tiene la clásica cara de delincuente”, había gritado el cara de caja, y el otro decía, “están seguras que es español argentino, parece de por aquí”, y Mercedes les decía, “conozco a su familia”, y la Chancha, “es un buen tipo, nuestro mejor amigo”, y aun así seguían desconfiando hasta que mi poli fan de poesía las llamó.

Pongamos los nocturnos de Chopin, dije. Las chicas me tomaban el pelo, “A ver ¿cómo vas a empezar el poema del flic?”

“Dos colas de ratón pegadas a una nariz en punta. Una boca vomitando la Marsellesa. Caca en la liberté égalité fraternité. Y el ratón ahogándose en la sopa, agitando la bandera francesa para pedir auxilio”.

El Fantasma asustado me dijo: no volvemos por esta frontera ¿verdad?

No, nunca, no te preocupes.

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Proximo: Los países bajos

jueves, 12 de enero de 2012

P A R í S (sobre el arte el amor y el destino)



Porque esa noche nos emborrachamos en un bar de Saint Jaques atestado de humo y gentío y a la cuarta jarra las chicas se empecinaron en ver en la cerveza los perfiles que había hecho a la tarde. Mercedes vio una señora que le pareció una avestruz, ¡por el pico que le hiciste siletista del carajo!, gritó entre carcajadas. La Chancha vio un viejo de sombrero de pluma con nariz como un palito y labios de goma. Yo intenté ver esa pareja de perfiles enfrentados en el mismo papel. Y los perfiles inventados en los reflejos de la cerveza nos llevaron a pedir más jarras y volver en el último tren del metro cantando viejas cumbias como por ejemplo “Ahí viene la negra Celina” y “Era Marta la reina…. Que del cielo bajaba”.

Por la mañana, tras el cristal onírico de la resaca la torre de Eiffel era el mástil de hierros torcidos pendulandose en las nubes y una fila de hormigas con bufandas se deslizaban por los hierros verdes. Las hormigas eran turistas que venían de ese autobús y al otro lado había un tanque de la segunda guerra. Ah no. Era el camión de la basura. Ay, esta resaca, mejor no hacer alarde de borrachito porque los polis están entusiasmados en sus tertulias y siguen sin vernos

¡Entonces será cosa de lavarse la cara en el chorrito de la fuente mirando a los lados por si nos espía algún ciudadano alcahuete; ir al urinario público y después, el desayuno; los cruasanes que compramos en esa boulangerie que huele a pastel de manzana; la baguette con mantequilla bañándose en los tremendos tarros de café con leche.

Aquí el siletista escribe una crónica confusa entre perfiles que vuelve a hacer en el puente de Alexandre III mientras las chicas lo esperan en el parque, En una página suelta bajan a la línea 4 que va a la Porte de Clignancourt donde está el mercado de pulga.

Qué lástima, dice, teníamos que haber traído al Fantasma porque tal vez era éste el París que había imaginado. Un carruaje gris triste tirado por percherones tordillos, detenido delante de una interminable fila de percheros atiborrados de abrigos largos de la primera guerra. Hay cascos de soldados que habrán caído en las trincheras. Hay pieles bajo toldos de lonas verdosas y lonas grises y ollas humeantes con cocineros gordos en camisetas a pesar el frío. Un túmulo de burgueses que se salvaron de la guillotina caminan con pasos de lechuguinos, y allá la hermosa plebe pariesen, borracha de vino y desprecios, gritan en francés basto con sonido áspero e insultante, Un trombón, un tambor, un viejo turco acariciando las cuerdas de un Laúd, el desfile de personajes abarca tres siglos y allí hay medias de lana, vamos, queremos medias, dicen las chicas, que el banco de la tijera saque diez francos. Mira, la Chancha ha comparado una vieja carpeta para sus dibujos.

El siletista admira a la Chancha. Ve en ella una artista de las malditas. Lo ve en sus ojos, como dormidos de pasión contemplando los impresionistas del museo de la Gare d Orsay,

Son instantes eternos paralizados en el tiempo, el mar de Monet y los humos del tren de Saint Lazare, y Madame Monet con su sombrilla entre las nubes. Los colores puros de las tahitianas de Gauguin y la gente, la gente compuesta de puntos en la orilla de un Sena de Seurat, los bocetos de Rodín, mas impactantes para la Chancha que sus esculturas, la quietud en movimiento de las bailarinas de Degas en medio de una música que sonaba para ser captada por un oído imaginario.

Chancha se paralizó frente a “La noche estrellada” de Van Gogh. Se mantuvo a prudencial distancia abriendo las brazos en una amalgama de fascinación y pavor porque el torbellino que rodea a los astros se le estaba metiendo en el estomago y eso alcancé a verlo cuando la Chancha se llevó la mano abajo del ombligo con un gesto tan evidente que me puso los pelos de punta.

La Chancha mira con ojos de enamorada, pero de un amor erótico por las formas que dibuja en silencio con la misma pasión tranquila que contempla lo que va saliendo en las hojas de la carpeta. Hay pájaros con alas como ramas, árboles que sobrevuelan sobre ciudades vacías. Amarillos fuertes que resaltan en una rabia magnifica, una red de líneas que se convierten en rostros de espíritus apenas marcados como hilos de nubes.

Buscaba hablar con ella sobre esto, decirle que el safu que tengo en la furgo para meditar en zen me da mucha batería para escribir, sabes, porque dejo que el boli vaya trazando letras hasta que empiezo a ver una mujer por ejemplo, una mujer que nunca conocí y que ni siquiera está en mis sueños, sin embargo al escribirla la puedo ver como si fuera más real que cuantas mujeres he conocido. Al oírme la Chancha me dijo, vamos al centro Pompidou, ese es lugar para que los dos dibujemos porque lo tuyo al escribir es como lo mío y los dos podemos internarnos en una selva para encontrar lugares mágicos sin tener ni idea de lo que hay detrás de esa franja de árboles o de la tierra que empieza a la otra orilla del río. Y ahí se metió Mercedes a preguntar ¿de qué están hablando? Y la Chancha le miró con los mismos ojos que pone cuando dibuja y le dijo “qué te enganchás pescado”.

Después de esto Mercedes tuvo los primeros ataques de celos que yo negaba porque le decía que lo mío con la Chancha es un encuentro con otro tipo de canales que van por encima de lo que aburridamente se vive en el día, pero no le quería decir que amaba a la Chancha también y que si fuéramos mas sinceros y libres podríamos amarnos los tres en esa cama tan grande de la furgo y en ese caso nuestro viaje se hubiese elevado como subiendo a otro planeta donde también los tres podíamos hacer el amor con mi querido Fantasma, aunque fuese un vehículo. ¡Y qué!

Intuyo que el siletista escribió esto después de haber estado en la casa de Hernán Estrada en la rue Sedaine cuando fueron a comer y su novia francesa les preparó espaguetis con nata y gorgonzola y Hernán les dio dos porros de un hash afgano muy potente y tomaron no sé cuantos vasos de pastis, y luego sucedió lo insólito: Al volver en el último metro de la noche, la Chancha, con tal carga de estimulantes dibujó un rostro. Él siletista dice que era un rostro medio borrado con apenas pocos trazos en los que resaltaban los parpados cerrados en un tono tan tétrico que no cabía duda que era el rostro de un muerto.

Al día siguiente paseábamos por el Sena a la altura de la Ile de la Cité. La Chancha se quedó en los puestos de pinturas que bordean el río y yo seguí mirando los reflejos de los árboles en las aguas turbias. No sé por qué apreté la tijera como si fuera a escribir un poema recortando las formas del río cuando de pronto vi una cantidad de gente que se agolpaba en el próximo puente. Había una ambulancia a la izquierda. Todos miraban el agua. Súbitamente emergieron tres cabezas que nadaban como en una coreografía acuática, las cabezas de los extremos eran de los hombres ranas que llevaban la cabeza pálida del desgraciado que acaba de suicidarse. Cuando pasaron por debajo de donde yo me hallaba pude ver con claridad exacta el mismo rostro que anoche dibujo la Chancha en el metro.

Pensé entonces en el amor o lo que todos llamamos amor que por ahí no lo es y es otra cosa como una droga que al principio nos lleva a un cielo indefinible y después puede escupirnos a un infierno cualquiera. Y pensé que el Sena con la voz de Edith Piaf se vuelve una suerte de Ganges para los que quieren libarse de la tortura del desamor, pero me vino a la cabeza que ese hombre del dibujo estaba fuera del tiempo y anoche la Chancha habría alcanzando la altura que captó el rostro de un siniestro futuro. Entonces tengo la sospecha que en el momento menos pensado (cuando ya no hay ni cenizas del pensamiento) se nos abre una entrada a ese universo donde se repiten los infinitos nacimientos.

Así acaba esta crónica. Según me contó, la mañana siguiente de este suceso el Fantasma le dijo que estaba hasta los rulemanes de ese parque y que ya no podía aguantar la torre, que en sus pesadillas la torre lo pateaba lejos del parque como se patea un bollo de papel, y dijo que tenía unas ganas tremendas de salir a la carretera. Entonces el siletista fue al puente de Léna, y con siete caras que hizo en un record de media hora, consiguió los suficientes francos para llenar la despensa de comida y para el gasoil que lo cargaría en la mañana.

Chicas mañana salimos a Bélgica, próxima parada: Brujas. Los tres tomados de la mano en círculos bailaron como indios comanches. Esta vez sí que los policías los vieron pero no se acercaron, ¿Habrán tenido miedo?

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Próximo : El Norte.

miércoles, 11 de enero de 2012

P A R Í S

Debido a la extensión de ocho páginas este capítulo ha sido dolorosamente partido en dos de cuarto páginas que se publican hoy y otras cuatro mañana, para dar un descanso a ciertos lectores holgazanes.

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El Fantasma prefería las carreteras locales, y de paso el viaje nos salía más barato, además eran caminos amables habitados por casas campesinas de tejados rojos. Los tres en la cabina estábamos como en las butacas de un cine y la pantalla era ese enrome parabrisas por donde el Fantasma nos mostraba una Francia de colinas verdes y sembrados de trigo, o sembrados lilas de lavanda y corrales con vacas blancas charoláis, viejas aldeas de piedras, algún palacio incierto en las colinas, entonces era Enya en sus canciones de bruja irlandesa, y después venía Traicy Chapman, que le gustaba a Mercedes, (se sabía de memoria “Sorry, all that you can said”) Nos pasaban camiones lentamente porque los conductores querían mirarnos con la peor cara de culo. A veces nos pasaba una furgoneta como la nuestra con freaks de pelos largos que nos saludaban abriendo los dedos y se reían. Al mediodía paramos en un lugar de mucho sol delante de un campo con los rollos de fardos dispersos por el terreno y comimos espaguetis con aceite y el queso parmesano, y tomamos vino y bajamos las baguettes con el camembert mientras el Fantasma descansaba quieto y dormido en un espacio de tierra. Reanudábamos el viaje y era Mercedes la que conducía acompañada por la Chancha mientras yo dormía atrás una siesta soñado con la playa que viví cuando tenía un metro de altura y salía corriendo a la orilla para ver el paso de las toninas que huían de las tormentas. Otras veces conducía yo y las dos chicas jugaban a las cartas o dormían atrás. Y algunas veces conducía la Chancha mientras yo y Mercedes hacíamos el amor ayudados por el ruido del motor diesel y el Greensleevs embrujado de Loreena McKennitt. Cuando a la noche pasábamos por un túnel nos fumamos lo que nos quedaba de la maría y los tres pegando las caras al cristal del parabrisas viajábamos por el interior de un gusano bajo la música de Atom Mather Heart a todo volumen.

En la zona de Noailles no encontramos otro lugar para pasar la noche que ese maldito parking de un Carrefour. De pronto apareció el guarda por la ventanilla del volante, un tipo de ojos caídos como si no pudiera salir de su depresión crónica. Si quieren pueden quedarse, nos dijo, yo cierro las rejas del parking y las abro por la mañana, solo les aconsejo no bajar en ningún momento porque suelto perros muy pero muy peligrosos.

Los focos fluorescentes daban un aire de campo de concentración a ese espacio tan helado. Los perros (eran tres de raza pastor alemán), paseaban trotando como lobos alrededor del Fantasma, a ver si les caía algo. El problema fue la Chancha, “¡No pudo aguantar, me meo!”, gritó. No puedes salir Chancha, y aquí no puedes mear, pensemos algo. ¡Ya está!, apostilló la Chancha, “ábreme la ventana y saco el culo para afuera”. Y el Fantasma opinó muy ronco, “No respondo si un perro salta y te muerde el culo” Y he aquí un recuerdo que no sé por qué se imprimió en mi memoria: el culo de la Chancha, redondo, brillando con las luces fluorescentes, soltando un chorro parecido a los que se ven en las fuentes de una plaza cualquiera de pueblo, y allí abajo; los perros asustados mirando todo con una curiosidad pasmosa porque en sus vidas ni han visto no volverían a ver algo semejante.

PARÍS

Yo pensé que la entrada a París sería por un camino de tierra colándome entre carruajes o entre coches Ford T como en algunas películas, y pensé que inmediatamente estaría en uno de esos mercados con filas de toldos, y humos de asados, y percheros con ropas por todas partes, y carros con percherones blancos. Lo que nunca imaginé es que me iba a quedar atascado en este atasco y valga la redundancia porque este tapón de tanto coche a la entrada de París nunca lo hubiese esperado, dijo el Fantasma muy molesto.

Pero Fantasma por favor, no sé que película te viste cuando eras repartidor de ladrillos, estamos en 1988 y el mundo es ahora una plaga de todas estas porquerías con ruedas.

¿Un respeto! protestó.

Vale,

Sin embargo una vez salido del atasco y entrado en la ciudad, las casas de fachadas grises y tejados negros que pasaban por la ventanilla podían ser de otros siglos y eso alegraba no solo al Fantasma sino a las chicas que por primera vez veían Paris y se enloquecían dando gritos y risas.

Si pensábamos quedarnos una semana o más en la cuidad había que protegerlo al Fantasma después de estos viajes tan largos porque si lo aparcábamos en cualquier calle corría el riesgo del típico ladrón pavote que venga a romper otra ventana y llevarse tantas cosas que teníamos adentro. La cuestión era encontrar un lugar claro, limpio, ideal, como era el parque Champ-des-Mars frente a la torre de Eiffel. El problema radicaba en el grupo de policías que pululaban patrullando por la zona turística. Creí que nos iban a llenar de preguntas y a echarnos al minuto de aparcar pero…no sé cómo se las arregló el Fantasma para ser fantasma de verdad y convertirse en una furgoneta invisible para los flicks

Los tres pasan una semana encontrando rincones de los que no van a olvidar, ciertas sombras de árboles de otoño sobre los cafés, una mujer rolliza con dos baguettes bajo el brazo entre los reflejos de las ramas que cruzan el ventanal de la boulangerie. El hollín en una puerta por la que se asoma el bastón de un anciano de sombrero negro y barba blanca, un parque nublado con estatuas solitarias como las de un cementerio. Los mercados de frutas, las carnicerías, las avenidas napoleónicas recorridas por árboles y ropas de moda; la plaza de la Bastilla para imaginar las multitudes invadiendo la cárcel; la Opera para imaginar el lujo de butacas, los enormes telones de oscuro bordeaux, la araña, esa araña que el fantasma de la opera hizo caer sobre el publico porque negaban la actuación a Christine Daaé. (este siletista insistiendo con Gastón Leroux). Sobre todo buscaban esas calles que guardan un misterio en sus portones, en sus ventanas, en las buhardillas que se ven bajo los tejados grises. ¿Quien está allí arriba escribiendo o pintando o haciendo el amor, o borracho perdido en una depresión incurable.

Los tres recorren la ciudad metiéndose en los metros, saltan las puertas corredizas como la mayoría de jóvenes parisienses ante la mirada resignada y aburrida del controlador o la controladora que con la miseria que le pagan le importa una mierda si violan las normas y quiebran las finanzas del metro. Comen en las hornallas del Fantasma al mediodía, sopas de tomate, sopas de verduras, sopas de ajo, de cebolla, espaguetis con kétchup, arroz con atún, y toman una botella de vino para salir a la tarde y dar vueltas por Saint Michel, por Odeón, Saint German, donde a veces a veces comen croque monsieur, o crepes de marrón galce, o una pizza callejera en la place Saint-André-des-Arts y todo lo paga la tijera. Sí, sí, la tijera dije.

Porque a la tarde el siletista se coloca el sombrero mirándose en el espejo retrovisor y sale al puente de Léna a recortar los perfiles de cuanto turista cruza el Sena para ir a la torre de Eiffel. Otras tardes va al puente de Alexandre III, no hace tantas como en el de Léna, pero alumbrado por los románticos faroles se siente en el 1900 y las siluetas, por supuesto, les salen mucho mejor, y en el instante en que la tijera remonta suavemente la nariz, el perfil de ese señor con grandes bigotes se va transformando en una jarra repleta de espuma de cerveza que se alza para brindar en entre el humo y las risas.

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Mañana: París: (sobre el arte y el amor y el destino)