CANARIAS (el principio)
Canarias fue el inicio del siletista, la escuela por así decirlo, y esta parte tendré que narrarla yo porque él no dejó ninguna crónica, solo me contó hechos aislados que puedo hilar como semillas, algunas inconexas.
La técnica es de los más sencilla, se hace siempre el perfil derecho, la tijera empieza a recortar por el cuello y sigue dibujando el contorno hacia arriba de acuerdo a la directriz del ojo, viaja por el mentón, da curvas por los labios, remonta la nariz, se desliza por la frente, y en el pelo puede emplear ciertas fantasías como mover el papel en círculos para logar rizos, o hacer filigranas para pelos mohicanos, o trenzas. Pero la verdadera escuela, dónde realmente nace un buen perfil, es en la práctica. Cuando se lleva más de mil caras la tijera y el ojo toman confianza.
Al siletista le pareció que Canarias sería el lugar idóneo para practicar y empezar a vivir de la tijera, las cobraría baratas, a trescientas pesetas.
En febrero del año 84 toma el barco de Cádiz a Tenerife. En dos dias navega por un mar limpio, a veces perseguido por delfines que saltan exhibiéndose al sol. En la travesía le hace perfiles a dos gitanas, para practicar. Por la noche una de ellas, la rubia teñida de pelo hasta las nalgas, lo lleva a su cama (litera de arriba) para darle celos a un pesado macarra que la acosa.
Desembarca en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Recorre la ciudad alegre. Dos marroquís amigos que los conoce de Ibiza le invitan a un acido y lo dejan en una habitación sórdida delante de un televisor antiguo con el video enchufado de “Los niños del Brasil”. Las enormes pupilas Mikey Mouse que le han crecido se creen todo lo que ve y el siletista tiembla de pavor ante la cara del Dr. Mengele.
Al día siguiente con la resaca del trip sube al volcán del Teide y se le viene encima una impresión telúrica, atemporal, con la misma intuición de inmensidad que sintió alguna vez en la Patagonia y en Asia.
Al fin decide empezar la tijera en Los Cristianos. Logra muy pocos, y muy malos, mejor dicho pésimos. De cuatro dos son rechazados. Pero va aprendiendo y anotando en la memoria reglas imprescindibles: Si traza una regla horizontal en el perfil, La nuca, por ejemplo, está casi a la altura de la nariz y no del cuello como lo estaba haciendo. Hay que calcular la dimensión del pelo con el frontal de la cara, esas cosas. Aprende, por otro rechazo de una silueta, que si a un niño de tres años le rebaja el macrocéfalo, la madre lo mira y dice, este podría ser mi hijo cuando cumpla los diez años. Según pasan los dias las siluetas mejoran tomando ciertos parecidos con los modelos, pero todavía falta mucho, sin embargo obtiene las primeras felicitaciones de robustos turistas islandeses que gritan de asombro ante sus caras recortadas en papel negro, caras que hoy, riéndose, el siletista se mofa de aquel principiante.
Del siguiente fracaso aprende una regla de oro: recorriendo las terrazas con sus ejemplos de siluetas va revoleando la tijera en el dedo cuando escucha la voz de una mujerona gigante que lo llama desde una de las mesas. Al acercarse ve que se trata de un travesti alemán, con su coprino, su falda larga, tacones flamencos, pelo con rodete y ojos y labios pintados; todos los ingredientes. Hazme una, le dice con fuerte vozarrón. El siletista lo observa con atención y le parce el perfil de uno de aquellos nazis que conducían los tanques Pánzer. Entonces comete el error de afeminarlo, le suaviza el mentón cuadrado, le redondea la nariz, le quita la abultada ceja y le entrega al trasvertido la silueta de un señora inexistente, ¡ese no soy yo! espeta el sujeto tirando la silueta al suelo. Espere que le haga otra. La segunda cumple con la verdad, que era fácil, y el travesti queda tan feliz que en vez de trescientas le da quinientas pesetas.
La regla de oro en este oficio es: no mentir, al colmo que en una de las terrazas una señora inglesa le dijo quítame la papada por favor, acto seguido el siletista le puso la tijera en el cuello y le dijo; por donde empiezo. La mujer apavorada llamó a la policía, y el siletista huyó despavorido.
Entonces decidió cambiarse de isla y partió a la Palma de Gran Canaria.
Allí toma un cuarto sin cama, con solo un colchón en el suelo en un edificio a estrenar de un triste poblado de carretera recorrido por edificios grises sin pintar y otros rotos y abandonados. El lugar con aspecto de final de bombardeo se llama Vecindario, queda a mitad de camino entre la Playa del Inglés y La Palma, ciudades por las que el siletista reparte su práctica y oficio.
En la Palma toda actividad se reduce a la plaza con sus terrazas que dan a los bares. Allí se juntan los retratistas, los caricaturistas, los mimos, los músicos de sombrero, y al momento… el único siletista. Todos van dando vueltas por las mesas con sus carpetas bajo el brazo esperando al turista que levante la mano para llamarlo. En ese caso, el caricaturista o retratista, se sienta a la mesa y empieza a dibujar al turista (vaya cacofonía) mientras éste come y bebe. Solo dos músicos pasan el sombrero: un yugoeslavo con acordeón que toca “ Y Viva España·, “El bolero de Ravel”, “España Caní” y demás horteradas y un yonqui italiano que se dobla de flaco y rasga brutalmente las cuerdas desafinadas de una guitarra de juguete cantando siempre lo mismo, blowing on the wind, taladrando los oídos con voz chillona . Entre los retratistas hay un alcohólico que cobra solo tragos, y el turista lo llama por esto del ahorro, pero pronto se arrepiente soportando la cháchara del borracho de pelo largo y ojos caídos que, de acuerdo al aumento de las copas el retrato sufre el trauma del interior oscuro del alcohólico; de modo que la señora (por ejemplo) en el dibujo, aparece bizca con los labios torcidos en una obra maestra del terror. Y luego el escándalo: no le pago nada, ¡usted me estafa!, ¡esto es una porquería!, "Oh my god, I am not that horror", y el alcohólico que grita: ¡que te folle un pez!
Una noche el siletista llega a la plaza y encuentra un revuelo de policías y gente agitada. El italiano yonqui en medio de su How many Roads tironeó la cartera de una vieja alemana y salió corriendo.
Playa del Inglés es una especie de ciudad en la costa donde si alguien nace o muere es por accidente, ya que los espantosos edificios son para gente de vacaciones. El siletista suele ir por las mañanas a hacer perfiles en las terrazas que dan a la costa. No para, las siluetas mejoran; caras de porcinos, perfiles de pajarracos con gafas de aumento, perfiles de mujeres del siglo XVII, perfiles de reinas negras con trenzas. Tantas veces se sienta a las mesas, apunta con el ojo y la tijera sigue con alegría recortando osos suecos con papadas de pelicanos, nenes, nenes (se acuerdo del macrocéfalo) y acierta: nariz de garbanzo, labios salidos, un tijeretazo sube por la frente lisa pero viene el poli de playa y le dice esto no se puede hacer aquí. ¡Otra vez los polis! Otra vez el uniforme azul o verde o marrón siempre enemigo de la tijera. Le voy a decomisar el material. Seria fácil entregar la tijera y decir me importa un carajo, mañana me compro otra. Pero el siletista ama con toda su alma a su tijera, y se retira. El policía se disuelve en una tormenta de insultos y quejas de los turistas,
Una noche, cansado de la plaza, decide recorrer las mesas de un centro comercial de Playa del Inglés. Llega a un piso donde todo: tiendas, cafeterías, peluquerías, librerías, casas de videos porno, están destinadas al colectivo gay. En cada mesa las parejas juntitas, pulcras hasta el fundamentalismo, con la misma ropa, el mismo pelo aplastado y la misma sonrisa, recuerdan a Fernández y Hernández. Hace nueve siluetas, todos los gay quieren ver su perfil como una sombra en la pared.
Alguien en desde la puerta de una tienda le dice que vaya a un lugar llamado “El Lido”, allí se va a forrar. ¡Está lleno de gays!
Dicho Lido es una especie de discoteca donde la neblina densa de la humareda vislumbra gorras marineras, brazos con cruces gamadas, culos brillantes atados por tangas negras, pelucas de colores, gritos y rostros amarillentos, todos saltando en un trance demencial . Hay gigantes y enanos con ojos pintados, hombres como jirafas, viejos con pelucas teñidas. Y el siletista, raptado por una repentina timidez, se va colando entre los gay drogados diciendo: Siluette… siluette… siluette… como graznido de gaviota enferma sin animarse a enseñar la tijera y los gay le miran echándole besos al aire con parpados a media asta, le insultan levantando el dedo del medio, le hacen gestos con la manos invitándole a un feliato. El siletista siente disminuir de tamaño vertiginosamente hasta quedar como un liliputiense entre las botas heavies del personal.
Huye despavorido.
Otra regla de oro. Toma con pinzas los consejos.
Cuando llega el carnaval, guarda la tijera, toma otro acido (gentileza de un mimo) y provisto de sombrero y capa negra sale a integrase en la total población disfrazada. Nuevamente el acido le hace creer lo que ve. Y lo que ve es el mundo fantástico de Alicia en la plaza alumbrada por la noche donde saltan bailando monos vestidos de frac, cajas de cerillas con brazos, condones con ojos y sombreros de copa, atados de cigarrillos con patas fumando en largas pipas, brujas pegando con las escobas, tigres vestidos con tutu, buzones con penes descomunales, hadas en zancos, monjas depravadas, obispos en calzoncillos, gatas con enromes teas, y otros objetos animados que sacuden sus sombras detrás de los árboles. Entra en un bar donde no hay un solo ser normal. El camarero de la barra es un gusano de largas antenas que le dice: “le pongo una caña señor Conde”. Entonces mojándose la barba con la espuma de la cerveza, pide seguir siempre en esa noche fantástica.
Antes de volver a la península va a la isla de Lanzarote. No tiene suerte con las siluetas, hace tres solo. Pero tiene suerte mucha suerte el carbón con la aventura porque una de las siluetas se la hizo a Bárbara, alemana, joven, rubia, de cuerpo escultural, que después de la silueta le dice que está sola y quiere alquilar un coche para pasear por la isla pero apenas sabe conducir.
Y ahí lo vemos al siletista sin su sombrero, en un día esplendió de sol, al volante de un ford fiesta yendo con Bárbara por las carreteras de esta isla volcánica. Los dos tomados de la mano caminan por la luna de Timanfaya, entre agujeros y cráteres como si hubiesen huido del planeta. Los dos están ahora allí, miren, ¿los ven?, ahí sentados y pegados como siameses contemplando la Montaña de Fuego que empieza a excitarlos. Los dos subiendo una roca en una cala desconocida donde las olas de cinco metros explotan como bombas. Y si nos asomamos a la playa de Famara los vemos recostados en un solo pareo, calientes de sol y pensamientos. Todo lo paga Bárbara a pesar de las quejas falsas del siletista. “Pago el hermoso perfil que me hiciste”, dice ella tras un suave beso en los labios. Pues será el perfil más caro de su carrera, ya que Bárbara paga los pescados fritos, el vino blanco y la habitación por tres dias en ese hotel donde la cama tiene una suspensión especial para los saltos acrobáticos.
Cuando Bárbara regresa a la Palma para tomar el avión, el siletista pide el pase para viajar gratis en el barco de vuelta que gentilmente ofrece el ayuntamiento de La Palma para desembarazarse de los colgados que queden sin una peseta en las islas.
Entonces, apoyado en la borda de cubierta, ve la salida del sol en el horizonte del océano y adivina su futuro en la próxima tierra donde se abrirá paso a tijeretazos por la vida.
Próximo: Los Viajes del Fantasma (continuación del siletista)
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