lunes, 25 de mayo de 2015

GANGES


   Las dos más ancianas se sumergían girando en espiral y más allá un bulto oscuro pasaba flotando rodeado por un halo de espuma. Las otras mujeres se metían en el río hasta la cintura y se salpicaban como niñas jugando en el agua. Una muy rolliza se agachaba lavando una tela amarilla y su sari empapado transparentaba las voluminosas nalgas y los pelos del pubis.
En la otra orilla, la madrugada empezaba a aclarar despertando en la inmensa llanura. En cambio, en esta orilla, donde Varanasi termina en los muros de las viejas mansiones, el ambiente era azulado como en el anochecer. Se veían miles de fieles en el agua, y como ecos sonaban las llamadas a Shiva de uno a otro lado. También sonaban risas. Voces. Un grupo de gente cantaba, luego, ladridos. Perros que bajaban los escalones de los gaths olfateando cuanto objeto oteaban en la orilla. Eran perros esqueléticos con la piel sarnosa pegada a los huesos. Uno parecía un galgo asustado, de mirada tan humana que recuerda la leyenda que los ubica como reencarnación de ladrones. Sobre la superficie del embarcadero un brahmin sentado en loto parecía haberse ido del cuerpo, tenía los ojos en blanco bajo las líneas verticales shivaitas mientras las semillas del “mala” seguían pasando con ritmo entre los dedos cerca del jarro de bronce para juntar agua sagrada. Por la corriente del río viajaban las velas encendidas del puja flotando en hojas a la deriva, algunas se apagaban, otras se quedaban atascadas en un enredo de guirnaldas de flores que los peregrinos ofrecen al Ganges.
  Desde una ventana de rejas oxidadas llegaban los tambores y las campanas y los mantras que retumbaban perdiéndose en el viento que corría río arriba.
  Burt, sentado cerca del agua, se había concentrado tanto que ningún curioso se acercaba a preguntarle su nombre o su país. Había formado alrededor la misma aura de protección que se percibía en el brahmin sentado unos escalones más abajo.
  Burt miraba la corriente del río. Pasaban palos, espumas sucias, pedazos de tela, algún bulto lejano (siempre se piensa en un cuerpo inflado). Pasaba una barca repleta de turistas dormidos con cámaras fotográficas oscuras. Iban juntos, pegados, para unirse en lo occidental con esa urgencia que da el miedo de las impresiones.
Al verlo dirán “Miren allá, en la orilla, un hippie”.
   Un hippie. Un viejo hippie, que no es lo mismo que un hippie viejo. Burt todavía no quería ser viejo. Estaba cerca de las mujeres que se bañaban y lavaban la ropa, pero no las miraba porque recordaba los distintos años que había llegado al río: Entonces las impresiones eran otras, pegaban más fuerte, y yo era otro, bajando estos mismos gaths. Un chico flaco. Se me veían las costillas, como a estos perros, y traía ese desgaste del viaje duro del tren. Aquel primer día este río fue un infierno, como una pesadilla intensa, de las tantas que tuve. Me acuerdo; el río estaba azul pálido por el calor más fuerte que pasé en mi vida. Todo temblaba. Ese podrido paralítico que me persiguió gritando por el callejón del Dastawamed Gath, tirándome manotazos para que le diera algo, y yo descalzo, con los pies tan pelados y roñosos como los de los mendigos que me salían al paso. Sí, sí, era como una pesadilla, y los mendigos eran los fantasmas de esa pesadilla, algunos parecían muertos que se movían. Luego, aquel botero que me echó una maldición porque no quise ir a su jodida barca, no sé qué me gritó, pero sentí que el grito se me clavaba en la nuca, y me vino un mareo al escuchar aún el grito como el eco de un pájaro que se pierde por el río. Había cincuenta y cinco grados, una ola de calor que se llevó a casi todos los moribundos que vienen a pasar sus últimos días en Varanasi. El Manikarnika Gath era una fila de cadáveres envueltos con las telas blancas y rojas. Los cadáveres más ricos, con sus ornamentos dorados, se descomponían igual de rápido. El calor se había estancado en el aire bajo una nausea putrefacta, ya no había lugar para un muerto más, estaba overbooking, y por supuesto no alcanzaban las leñas.
     Era la primera vez que tenía delante un cadáver carbonizándose dentro de un incendio en la pira de leñas. Con el olor y el humo, el aire se había vuelto espeso, hasta se podía apartar el aire con la mano. Huí lleno de asco y como un ciego pisé un cadáver, entonces me metí como loco por una de las estrechas callejas casi chocando de cara con la camilla de otro muerto que traían los familiares vociferando como lunáticos: “¡Jai, jai, jai!”, el cadáver se me vino de frente casi pegándome en la cara, los familiares me gritaban como locos.
Esa noche estuve a punto de morirme.
   Burt sonrió porque ahora era agradable el ambiente fresco de la madrugada del Ganges. Pero, entonces, todo líquido de mi cuerpo se secaba, bebía té frío, agua del grifo, lo que fuera para no secarme aunque me reventara el cólera o la diarrea. Era la desesperación por salvarme, y esa noche el calor seguía igual de ardiente, me asfixiaba en la oscuridad del cuarto. Abría la boca tratando de tragar algo de aire y me retorcía exactamente como los peces cuando los sacan del agua. Afuera un buhonero hijo de puta repetía el mismo grito, cada vez gritaba más fuerte, me estaba enloqueciendo. No, no es así. Yo ya estaba loco. Esa noche pegué un salto a la locura, y para peor, con el pánico de creer que no saldría nunca. Cerraba los ojos y veía cadáveres que desfilaban en la ventana y se me echaban encima con los rostros destrozados. A media noche salté desesperado de la cama y corrí al baño pensando en el alivio de una ducha, pero el agua salió hirviendo, riéndose en mi cara.
   Al día siguiente tomé el tren a Madrás. Me tocó suelo, en lo que sería la tercera clase. Pero estaba feliz de huir. Shiva me rechazó aquella vez haciéndome un tajo en el pecho con su espada, y juré no volver a Varanasi nunca más en mi vida. Y esta es la quinta vez que vuelvo. Me hice amigo de Shiva. No es fácil, cuesta años de coqueteo, hasta que finalmente te sonríe.
   Hacerse amigo de Shiva es hacerse amigo de la muerte. Verla con claridad, sin el miedo de aquel joven hippie fumado que le escapaba con esa habilidad que había entonces para fabricarse paraísos.
   Antes yo era más fuerte, veía las cosas mejor, y me parecía entender todo, o creía que entendía. Pero el caso es que me sentía más seguro que hoy. El horizonte de vida y de mundo era más verdadero, sabía que tenía la verdad cerca para encontrarla en cualquier momento, pero como no había prisa para llegar a ningún lado, entonces podía entretenerme, y me dejaba estar. Oye, un chillum bien puesto, Bon Shankar, y ¡ay!, la verdad venía a visitarnos con ropa de cumpleaños y todos éramos una familia, fumando aquí en India, tomando ácidos en Katmandú, afgano negro en Portobello Road, en los cafés de Saint Jaques, en Ámsterdam, en Creta, en Estambul. Todos íbamos hacia el cambio con una seguridad que no se ve en los movimientos de hoy. Era un “¡sí!”, seguido de un “¡sí!”, muy claro, no había dudas. Iniciábamos una era totalmente nueva.        Algo más fuerte y preciso que el cambio de la Edad Media al Renacimiento, y era una maldita y jodida ilusión, lo más parecido al efecto de un ácido que en el cenit te hace creer que has llegado a un nivel de sensibilidad superior, y ya no vas a volver más a este mundo estúpido. Luego viene la bajada, y a veces ni te acuerdas de lo bien que estuviste. Lo mismo pasó con la euforia de aquellos tiempos. ¡Mierda!, estábamos tan seguros de que todo cambiaba. Pero la caída fue rápida, en pocos años casi todos emprendían la retirada. El poder volvía a triunfar, y el retorno al mundo estúpido fue lento y cabizbajo.
Ahora me acuerdo de Lynn, pintándose un Om rojo en la frente, el pelo llegaba a taparle las nalgas, siempre descalza con tobilleras de plata, y aquel amor que hicimos con los efectos del bestial bhang, que en un momento nos sacudíamos y nos veíamos rodeados de espigas y las espigas después se volvían azules y pronto estábamos en el mar, siempre de pie, pero seguíamos echados en la cama de aquel cuarto de Jaisalmer y nos quedamos abrazados por una eternidad sin creer que en algún momento tendríamos que desconectar los genitales. Tal vez hoy Lynn sea la mujer de un yuppie. ¡Ajjj! Y va a reuniones de empresa. No, no. ¿Dónde están esas mujeres? ¿Por qué no vuelven? Qué bueno sería verlas aparecer como eran antes, como aldeanas medievales, exquisitamente sucias, de pelos largos y descalzas, llevando a los hijos atados a la espalda con un pañuelo rajastani o un pareo de Krishna. Todo se va, Burt. ¡Diablos! ¡Estás aquí!, frente al dios de los ríos que te indica que todo se va, y aun andas reclamando fantasmas del pasado. ¡Mírate un poco!, ya no eres aquel chico flaco, livianito, de hombros huesudos, ¡mírate ahora!, te estás pareciendo a una foca, y estás canoso, y en tus ojos se ha borrado la ilusión, y ahora, después de unos cuantos años, has regresado para hacerle una visita a la muerte.
  Sí, no es fácil que Shiva te reciba sin antes darte unos cuantos trompazos.
Las veces que regresé di una vuelta por el Manikarnika Gath, generalmente por la tarde, porque al oscurecer los resplandores de las piras forman un halo de tristeza, y al fondo el horizonte enrojece acompañando el tono del fuego, entonces la muerte se acerca con mucha intimidad. Es una buena compañera que desde que nacemos está haciendo este viaje a nuestro lado, y espera muy callada. Sin embargo, ahora en la tarde me habla con voz femenina. Mírame, me dice, estoy aquí, soy esto, ese pedazo de carne quemada, ese otro que quedó allí dividido entre cenizas y ahora el paria lo está revolviendo con un palo hasta que engancha la cervical y levanta una calavera de la que cuelga el esqueleto aún con carne chamuscada pegada a los huesos. De lejos parece un cometa. Tú también tienes eso. Tócate, toca el esqueleto de tu cara, las fosas donde están metidos los ojos, la parte lisa del cráneo. ¿Qué diferencia hay? Uno se está quemando, el otro está de pie mirando. Para mí es igual, la vida pasa como esas aguas allí abajo, sin detenerse una milésima de segundo.
Y hay una sensación de pozo oscuro e infinito en cualquier sitio alrededor de los gaths, pero no hay miedo, sino algo demasiado íntimo, como si la muerte fuese el mismo Dios disfrazado.
  Por un lado reconforta, porque entonces no hay compromiso para hacer nada. Está claro que en lugar de esperar la muerte como estos ancianos uno puede hacer mil cosas, como jugar y divertirse. También al ver un cuerpo de estos, carbonizado, cuesta creer que uno no sea más que eso, mierda, eso es una cáscara, y nosotros nos identificamos con eso como los actores se identifican con la ropa del personaje, porque cuando nos pisan un pie, quien siente dolor es quien se vistió con ese pie porque queda claro que ese muerto ardiendo como una tea no da un solo grito.
  Shiva destruye para renacer. Hay que renovarse, gente, la naturaleza nos lo está enseñando todo el tiempo, caen las hojas en el invierno y vuelven a aparecer en la primavera, y las flores salen con la misma alegría de un niño de meses. No se ve en ningún adulto la cara tan viva que tiene un bebe. Algunos viejos suelen tener esa expresión, quizá, premonición del próximo estado.
  Algunos sadhus también tienen los ojos eternos del que ya no quiere saber nada.

     Las tres ancianas se pusieron en cuclillas formando una fila. Podían ser una especie desconocida de aves, porque los saris empapados tenían aspectos de plumas. Las mujeres jóvenes, aún con el agua por la cintura, se estaban lavando los dientes frotándose fuerte con los dedos, y cada tanto sonaba un gargajo que parecía arrancar la garganta. La corriente seguía trayendo bultos confusos enredados con las ofrendas. Había llovido dos días atrás y el río bajaba sucio. Hasta una muñeca como las antiguas flotaba boca arriba rebotando en el último escalón de los gaths, le faltaba un ojo y la mitad de un brazo, iba dando suaves golpes y meneándose al compás de las ondas. Burt se quedó con la vista prendida de esa muñeca porque sintió la duda agarrándolo por el estómago. Inmediatamente los perros ladrones bajaron con el hocico estirado y lo sacaron de dudas. El que se parecía a un galgo mordió la piernita y sacó de un tirón el cadáver del bebe que Burt había confundido con una muñeca. Del brazo cortado colgaba algo parecido a un chorro de carne blanca. No se podía saber el sexo porque estaba comido por los perros o por los pescados. Los otros perros empezaron a estirar la piel del estómago hasta que la abrieron aflorando los intestinos inflados por el agua. Un hombre desde lejos lanzó una madera con buena puntería y los perros huyeron gimiendo. Aún se escuchaban los ladridos cuando el bebe volvió a flotar y de la cintura hacia abajo los intestinos lo cubrían como una falda de bailarina otorgándole más aspecto de muñeca.
     Aun acostumbrado a las impresiones, Burt se quedó quieto, nervioso. Sentía un desagradable temblor en la rodilla. A solo pocos metros las mujeres seguían frotándose los dientes, haciendo gárgaras, aspirando el agua por la nariz para limpiar los pulmones mientras el cadáver bebe muñeca pasaba flotando a pocos metros de ellas. Otra vez Burt tuvo que desdoblarse y mirarse muy cerca hablando a su oído: La impresión no existe, es una creación tuya, porque para ellos es normal lavarse los dientes en la misma agua donde se está pudriendo un niño, y para ti es solo una impresión; en cambio, algunos de tu tierra que nunca han salido del pueblo caerían desmayados o irían corriendo a vomitar, y sin embargo sigue siendo la misma fábrica, fábrica de conceptos dentro del cerebro, horror porque me dijeron que eso es horroroso. Qué planeta más loco, esas mujeres están contándose chismes, igual que en París las señoras que van a las cafeterías hablan sobre lo mismo: amores, cuernos, la señora Dupont con su chofer. Eso, despellejar a alguien para quedarse aliviado, y aquí igual, esas mujeres sueltan risas de cotilla. Solo cambia el escenario, los cristales del café parisién al agua del río sagrado, y el pobre niño alcanzó a reírse como una flor cuando Shiva resolvió arrancarlo de ese cuerpo que empezaba a formarse para enviarlo a otra reencarnación. En todos lados de India te dicen que venimos para evolucionar y cumplir con una misión, entonces ¿por qué algunos duran unos meses sin tener tiempo para nada? Quizá el karma de los padres, el karma, el karma, palabra comodín, mierda, justifica todo, es la herramienta que tienen a mano para tirártela por la cabeza cuando empiezas a pedir explicaciones.
   Venimos a entender la vida y la verdad, y cada vez entiendo menos. ¿Y ver? Hasta la vista normal se me ha ido, antes disfrutaba más con los paisajes, bueno, ahora también, parecen cuadros impresionistas. Quizá sea todo más bonito cuando se ve confuso. Antes sabía, ahora no sé. Podría ser esa la clave, meternos en una ignorancia que nos lleve como nos llevan los sueños. ¿O qué? No sé.
  
    Delante del Ganges Burt sufría otro tipo de muerte más tranquila, porque toda su vida había terminado allí, en el Ganges. Aquel mundo al otro lado de los mares ya no lo necesitaba. Había cortado las amarras y ya no volvería a verlo. Su hija se casó con un turco y llevaba tres años sin saber de ella. Beatrice, también se casó con un abogado, y también había muerto para renacer en un piso y hoy para llamarla hay que apretar el portero eléctrico. Los amigos, de uno en uno, se fueron en otras muertes de diferentes colores. Los primeros, llevados por la muerte gris de la sobredosis. Los otros, atrapados por los años, se fueron con la muerte amarillenta del aburrimiento y el trabajo. Otros aún nadan en los recuerdos que consideran reales cuando en este río Shiva nos está cantando que no hay nada real, que hay que fabricar las nueve espadas para romper los nueve velos, y uno por fin termina partiendo por la mitad el libro donde se había escrito a sí mismo y se queda como Burt, sentado en la orilla del Ganges sin saber qué hacer ni adónde ir. Pronto se acabará el dinero, entonces lo mejor sería hacerse una choza de palmeras en una playa y quedarse allí viviendo el mar hasta que venga la muerte de la cáscara para llevárselo. Y ¿quién sabe?, volver nuevamente como un bebe, con mejor suerte que ese que ya desapareció con la corriente, mejor suerte también para entender lo que ocurre, si estos dioses tan locos algún día lo revelarán, porque de otro modo es imposible.
Entonces viene el demonio frotándose las manos y pregunta: “¿Qué premio dan al que entiende lo que ocurre?”
  El sol estaba alto y empezaba a calentar. Aún se podía estar un rato mirando la llanura con el sol en la camisa, el sol en el pelo, el sol en los gaths tocando los pies, y el sol encandilando el río que se aclaró como el cielo delante de ese campo que podía ser Pensilvania. Entonces llegó el momento de levantarse y volver entre las filas de los mendigos, (que pocos que hay hoy, se ríen mucho) y desembocar en la avenida cuando todos los ruidos le caen encima al mismo tiempo; timbres de bicicletas de los miles de rickshaw de Varanasi, la música de las distintas tiendas que se chocan en el aire, las bocinas de los coches, el mantra de un templo se cuela entre el tráfico, el silbato histérico de un policía levantando el palo contra un grupo de tipos que vociferan en una rabieta colectiva. Un avión pasa allá arriba sin entrarse. Y fue el calor o el agobio lo que le hizo confundir el avión con el rugido de un perro tembloroso que se agazapaba debajo de una tienda de perfumes. Entonces la cosa sería pasar la barrera de las tiendas y entrar en ese restaurante del sur que es barato y comer un buen masala dosa que le quitara toda la intriga existencial.
  Había un yonqui europeo en una mesa al fondo. Se quedaba con la mano cerca del plato mirando a ningún lado con los párpados vencidos, la misma cara que tienen los moribundos en el depósito cerca del Manikarnika. Estaba estúpidamente sentado en cuclillas sobre una silla (por supuesto, hace tanto que está en India que no se va a sentar normalmente en la silla).
—La imbecilidad —dijo Burt— es peor que la malaria.
   Después, recorrió esas calles del barrio viejo que parecen pasillos por donde la gente circula chocándose, las tiendas salen al paso, circulan fieles en grupos cantando loas a Shiva, dirigiéndose al templo de oro, hay telas rojas como sangre, y telas con un amarillo que hiere. Tuvo que pegarse a la pared para esquivar el búfalo que venía trotando por el medio del callejón. Después siguió sin saber adónde y un poco molesto porque ya había algo en el aire que le empezaba aturdir. A un pesado tuvo que agarrarlo por el cuello y gritarle “¡No, no quiero hash, y te parto el cráneo como me sigas!”.
Se metió en una tienda diminuta donde daban yogurt. El dueño, con la cara salpicada de manchas como los elefantes, movió la cabeza suavemente diciéndole “Tengo bhang también”. Y bueno, bhang bhang, lo que sea, venga ese bhang, como en los viejos tiempos. ¿Eh, Burt?, salir en esa gloria de no saber en qué lugar del mundo se está, y qué carajo hace toda esta gente aquí. ¿Dónde es la fiesta? Como un flash de relámpago tantas caras alrededor mirándolo con curiosidad bobina, porque tuvo que pararse en una esquina a reír con las mismas ganas y alivio que cuando se descarga la vejiga; es exactamente la misma emoción, estoy meándome de risa. Y era verdad, tenía el pantalón mojado, ¡qué risa!, mearse por fin en los pantalones y que sea tan agradable ese calorcito líquido por las piernas como agradable recorrer el pasillo callejero chocando con el gentío o quedarse un rato largo delante de los muñequitos de madera tan maravillosos que representan los dioses. Ese que está subido en el ganso es Brahma. No es un ganso ¡desgraciado!, es un cisne. El del pajarraco, un águila. Garuda, Garuda. ¿Has visto cómo me acuerdo? Vishnú se monta en Garuda, ¡Eso es vida!, ya podría llegar ahora mi águila amigo para poder montarlo y salir volando por encima de los techos. Y un empujón por detrás que le da el dueño del negocio con cara de disgusto porque le estaba espantando a los clientes con esa locura de pegar la cara a la mercadería. Entonces Burt, en lugar de un “fuck off” como haría antes, une las manos y lo bendice en un namasté con su feo acento americano.


  Burt va alegre, dejándose llevar por las antiguas calles del viejo Benarés. Pasó otra vez, ¿por qué otra vez?, por la mezquita de Aurangzeb, convertida en un campo de guerra con los alambres y los soldados agarrados a sus rifles. Huyó por una calle larga que lo fue llevando hacía ese instante en se quedó clavado sin respirar, sin creer lo que estaba viendo. Tenía al frente a la chica aquella de Delhi, la Durga de Nairobi, parada tan recta, con los brazos caídos, vistiendo un sari turquesa con flores rarísimas que parecían dragones, la mirada de ojos verdes, Meenaskee, los ojos de pescado. ¿Por qué se va? ¡No te vayas! ¡No te vayas! ¡Espera! La chica escapó tapándose la cara como una musulmana, y desapreció entre la gente. Burt, fuera de sí, apartó transeúntes a empujones y se encontró con una pared cerca de la playa donde la imagen de Kali lo miraba desde un hueco. Kali, más negra que nunca, como los pozos de la muerte que se sienten flotando en el río. Kali sacando la lengua con el collar de cabezas ensangrentadas, y Burt sabía que era por el bhang cuando la sangre chorreaba por la estatua y dejaba un charco en el suelo. Es el bhang, eso es el bhang, a mí no me puedes mentir, por eso me río de tu sangre, mira, me estoy riendo, como recién me meaba, y es lo mismo.
   Kali le sacaba una lengua larga y pálida. No me importa que te rías, viejo hippie, tú también estás ensangrentado, o eres tan ignorante que no puedes verte. Estás ensangrentado desde que naciste. Serás muy pronto un juguete de los que yo manejo y escupo, ven conmigo, viejo hippie, coge mi mano, ríete ahora que te tengo. Y el grito de sirena lo depositó extrañamente en el río otra vez, sin saber cómo había llegado. Se sentó en un gath a mirar el agua que corría con música de violonchelo, ahora, ¡qué bien!, con el sol, y aquel campo eterno, si pudiera quedarme siempre así. Unos niños jugaban al cricket en la playa con una madera podrida. Más allá, un grupo de búfalos dormía bajo el fuerte sol. Como Burt, que cerró los ojos.



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lunes, 31 de diciembre de 2012

HISTORIA PARA DESPEDIR EL 2012





   Ayer mismo una gran amiga, excelente pintora griega,  me contó esta historia verídica:


   Dimitri, (vamos a llamarlo así porque ni ella ni yo sabemos el nombre) de 24 años de edad, militante favorito de “Aurora Dorada” llegó a tapizar las paredes de su cuarto con cruces gamadas y fotos de jerarcas nazis, entre los que se encontraba un cuadro de Adolfo Hitler acariciando su perro en su casa de las montañas.
   Dimitri llevaba años soñando un encuentro con los del partido neonazi de Alemania. Ahorró trabajando duro en la construcción y por fin el verano pasado tomo el tren, y luego un autobús que le dejó en la ciudad portuaria de Kiel. Tenía la dirección exacta que le había dado un camarada de la “dorada”. Tocó el timbre. Le abrió la puerta un urso pálido y rubio, lo miró frunciendo el cejo y le dijo, espere ahí. El urso llamó a sus compañeros para avisarles que un paria de tez oscura y pelo rizado azabache estaba contaminando con su presencia la entrada del partido.
 La paliza que Dimitri recibió por parte de sus ídolos llevaría un estudio a manos de un forense. Su tez oscura se pobló de rojos y tajos, y las fracturas abiertas dieron trabajo de horas a los traumatologs.
  Una vez en Atenas Dimitri se acercó en silla de ruedas a la terraza para ver la aurora. Cuando vio unas nubes tristes que se amontonaban detrás de las siluetas de unos edificios, aún más tristes, se dio cuenta que era el atardecer.
 Dimitri quiso llorar pero hasta las lágrimas tuvieron  miedo de salir. 

                                                ****         



lunes, 3 de diciembre de 2012

ESTOY EN RISHIKESH

 TODO LO QUE PUEDO DECIR HASTA AHORA ES QUE




 VI UN PERRO APOYANDO SU MENTE EN UN ESCALON

sábado, 1 de septiembre de 2012

el banquete ante alas estrellas







De la novela que vengo trabajando años y que aun no tiene ni título, di con este fragmento que lo ofrezco, tal vez motivado por este cambio de clima cuando el mar se ve más nítido y más fresco, como para acercar recuerdos


    Las cosas estaban tan caras en Saint Tropez que decidimos vivir como si no tuviésemos nada para que el presupuesto de la India no se quede en manos de estos franceses. De modo que tuvimos  ir a un mercado y pasar por las filas de latas y cajas de comida, ver como un queso caía al bolsillo, una latita de paté, guisantes en conserva que son buenos calentándolos en nuestra única sartén cacerola, todo al  bolso de Ahinoa donde también cayó  un paquete de galletas saladas, de acuerdo a mi pedido. Y la tercera noche, después de una redada en el supermercado, vi afuera de una frutería una caja con un melón rosado, eché a correr y lo recogí como se levanta la pelota en el rugby.

  Por la noche pusimos la toalla de Ahinoa como mantel sobre la caja de tomates, pusimos una vela en el medio, las galletitas alrededor, el paté ya abierto a un lado, y las tajadas de melón formaban una flor rosada en el plato. Todo con vistas a las luces estrellas de San Rafael que reflejaban  líneas de luz en el mar de la noche.  Entonces comíamos despacio, muertos de risa, ¡qué lujo!, si estamos mejor que esos pedantes de los yates, Sí, decía Ahinoa, ellos no tienen esta arena ni este aire tranquilo. Y seguro que tienen un melón de mierda de esos congelados. Y nos da mucho más el aire del mar. Puta, nos falta un buen vino, Ya no cabía nada en mi bolsa, conténtate con lo que tienes Andrés.
   En realidad lo que teníamos en ese momento era impagable; era ese aire fresco de la noche de final de verano y las luces de la otra costa que se desprendían elevándose para convertirse en estrellas; las estrellas del viejo mediterráneo. Y tenía esta mujer como un segundo yo que salía de mi fantasía. Los dos nos habíamos creado del barro y de las costillas. Los dos éramos unos toscos Adán y Eva y nos habíamos inventado para este viaje que salía también de nuestros grandes sueños.


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martes, 31 de enero de 2012

LA MUERTE DEL FANTASMA, final

El pobre Fantasma recibió otro golpe, ahí aparcado en esa calleja fría, desprotegido, en manos de cualquier yonqui que le rompa la ventana de atrás para llevarse unas latas de guisantes y la cámara de la Chancha. ¿Mi camarita!, casi lloraba la Chancha, ¿y ahora cómo recupero todas las imágenes históricas que tenía adentro? Quedan en la memoria, las vas a tener que dibujar Chancha y te van a salir mejor que en las fotos.

Entonces regresaron por Antwerpen, cruzaron Bélgica hacia Mons y tomaron la N6 hacia la frontera de Bois Burdon y los policías franceses, maldita sea, les revisaron, esta vez en la entrada del país, hasta los bolsillos de las chicas. Uno de los polis metió la mano en el bolsillo del siletista y sacó un resto de chorizo con el hilito y gritó, ¡merde!, tirando el chorizo al suelo como si fuese un escorpión.

El Fantasma siguió por Reims, Troves, evitaron Lyon, cruzaron la Provence y de nuevo Van Gogh pintaba con Gauguin en la orilla de un arrollo y la Chancha dibujó un mar de espigas rojizas de atardecer en un cartón largo que más tarde, casi de noche, cuando se calentaban las alubias en la hornalla, abrieron una botella de vino blanco y tomando de gollete clavaron el cartón en la moquete y aplaudieron en una fiesta que tenía algo de vernissage.

Al día siguiente Bob Dylan cantaba One of us must know cuando por la A 9 que va a Narbone pararon en una gasolinera porque el siletista se estaba meando.

Le toilette se pour le client Le dijo una mujerona de gafas de botella mirándole con ojos enromes de desprecio, también enorme.

D´ accord –dijo el siletista

Al minuto (o menos) la mujerona golpeaba el ventanal en una brutal pataleta vociferando, ¡J´appel la pólice, J´ appel la policie! , mientras el siletista orinaba un chorro parabólico sobre el surtidor de gasoil y, las chicas, allá en la furgo, le gritaban: ¡para loco que nos van a llevar presos!

Y esta es la ultima estampa de ese viaje fantástico; como una postal que pueda enviarse a todos los correos del planeta; así como la postal del niño que orina en el lago bucólico; la figura de perfil del siletista meando la gasolina de Francia para despedirse de los malos momentos que pasó en ese país, y también de los buenos, todo hay que decirlo.

El Fantasma quedó un tiempo en Ibiza llevando al siletista a que haga sus perfiles en el puerto. Llevándolo a las fiestas donde esperaba como el fiel caballo a que vuelva torcido para echarse en la cama donde siempre confesó que en esa cama se hundía en sueños como cuentos de niños. Algunas veces pasaba las noches en los roquerios frente al mar y el siletista se zambullía por la mañana y nadaba solitario imaginándose bajo el sol de una isla perdida en medio del océano.

El Fantasma regresó dos veces al continente. Entonces con Mercedes fueron a la recolecta de la manzana en la Val di Non del Trentino, al norte de Italia. Allí aparcaba en una planicie desde donde podía contemplar los prados verdes repletos de manzanos y las aldeas de pocas casas rodeando la iglesia como pollitos a la gallina, y detrás de los bosques de pinos veía las lejanas dolomitas que resplandecían pedregosas en el horizonte.







Muerte del Fantasma

En el segundo viaje después de haber recogido manzanas durante el mes de septiembre de 1989 Mercedes y el siletista decidieron ir a Austria y de ahí pasar a Hungría donde comprarían una radio nueva para el Fantasma y algunos repuestos, y de paso, lo de siempre: viajar por carreteras desconocidas, perderse en países que quedan al otro lado de la imaginación. Bien, pasaron Bolzano, entraron en un país de campos tan arreglados de casitas tan perfectas, de senderos trazados con escuadra, que les dio miedo que le confisquen el Fantasma porque desentonaba con tanta pulcritud.

Pararon en Salzburgo. Mozart seguía todavía viendo en ese pueblo, perdón, el pueblo seguía viviendo todavía de Mozart: cafetería Mozart, caramelos Mozart, peluquería “La Flauta Mágica”, conciertos de Mozart y ese aspecto de película de músicos en buenos colores con tipos de pelucas blancas tocando clavicordios en el calor de las salamandras de porcelana.

El Fantasma siguió camino hacia Viena por la E60 y el asombro crecía al ver los campos de ese país cuyo orden rayaba en una manía que aterraba. El fantasma tuvo miedo. Algo presentía.

Viena fue una noche. Todo estaba caro, algunas ráfagas de relax venían de los barrios de inmigrantes, daba un nostálgico placer ver turcos fumando narguiles y ver alguno que otro africano con gorro de lana, y también, por qué no, pasear por el malecón donde los músicos bohemios tocan el violín y los infaltables ecuatorianos suenan sus quenas y charangos en las mismas puerta del imperial Teatro de la Ópera.

Al mediodía emprendieron la ruta E58 hacia la frontera húngara. A las nueve de la noche pararon al borde de la carretera y comieron salchichas con mostaza y pan vienes.

Esa noche Mercedes y el siletista hicieron el amor. Pero fue muy diferente a otras veces, fue único, dijo, fue como si se apartaran del resto de lo que hasta ahora habían vivido y se internaran en otro espacio donde los dos caminaran con las mismas piernas y sintieran con el mismo corazón; fue un amor largo como un viaje de esos en que se alejan con la sana intención de no terminaran nunca de moverse, fue lleno de llantos y de risas y de respiraciones que semejaban a vientos del mar, y fue, como decir, un final que no se lo esperaban, como si al mismo tiempo durmieran metiéndose en el mismo sueño.

Pero en mi sueño no estaba ella, dice el siletista, en mi sueño había una sensación de angustia, y una voz que gritaba detrás de un parque, “¡El Fantasma ha muerto! ¡El Fantasma ha muerto! Y un periódico que anunciaba en letras catástrofe. “La muerte del Fantasma acaeció el día de ayer a las 10 de la mañana…”, y entonces me vi corriendo por un pasillo que me llevaba hacia el pasado y en el descanso veía al Fantasma el día que nació cuando Luis terminó de armar la cama que se abría como caja de fósforos y nosotros festejábamos con benjamines de champagne, y en el siguiente descanso vi al Fantasma bajando por la rampa del ferry de la trasmediterránea para iniciar su viaje por Europa, en el próximo el Fantasma por las carreteras francesas, y seguidamente cruzando los campos lilas de lavanda, el Fantasma con las ventanas rotas en Clermont de Ferrand, el Fantasma aparcado en el Champs-des-Mars delante de la torre de Eiffel, el Fantasma pasando por el lago de Garda, el Fantasma contemplando las lavandas de la Provenza, el Fantasma viajando con las chicas y las risas sonaban como lejanos llantos, ¡el Fantasma ha muerto!, los gritos retumbaban por todos los pasillos, ¡el Fantasma ha muerto!, y en el último descanso del pasillo había una sala con pupitres como las de un aula de instituto, entonces yo me sentaba y al frente un hombre vestido con guardapolvo blanco trazaba en el pizarrón una línea con tiza de color cobre y me decía “your car es kaput, your car is kaput”.

Me desperté sobresaltado, era temprano. Mercedes aun dormía, revisé el aceite, el agua, todo estaba bien. Salimos pensado en tomar desayuno en la primera gasolinera porque se nos habían acabado los víveres. A los cinco kilómetros vi que se encendía la luz del aceite, ¿Cómo puede ser si acaba de verlo bien” pero estaba en la autopista, no podía parar, la gasolinera quedaba a tres kilómetros. Tenía que llegar y verlo allí. Cuando el Fantasma se desvió por la calle de la gasolinera se detuvo con un golpe que lo sentí como un puntazo en el medio del corazón. Quise arrancarlo y no había modo, ni siquiera se oía el esfuerzo del arranque. ¡No había modo! Desde la gasolinera el hombre que atendía la caja llamó a la grúa. El sueño, pensaba yo, el sueño, no, no, es solo un sueño, no puede ser verdad. La grúa lo llevó y nosotros encogidos de angustia íbamos en la cabina volviéndonos cada tanto para ver al Fantasma en su día más penoso. Llegamos a un pueblo que se llama Hartberg. El taller de ese lugar era enrome con grupos de mecánicos y jefes. Se metieron tres tipos por dentro, tenían uniforme verde como los médicos. Y en mi angustia seguí rememorando el sueño, no, no, esta vez no se debe dar, ¡no tiene que darse! Abrieron la tapa del motor, sacudieron algo allí adentro y recordé los masajes al corazón. Me acerqué al Fantasma, y le dije, “qué te ocurre, podías decírmelo!” No contestó. Ya no tenía personalidad alguna, era solo un trasto de hierros trágicos. Entonces se me acercó el jefe de taller, un tipo con guardapolvo blanco y mirada muy triste. “Your car is kaput” me dijo.

Aquel acto de amor tan místico había dado lugar a una premonición que me advertía lo que iba a suceder al día siguiente. El tapón del aceite se había desprendido misteriosamente en ese último tramo.

Recogí todo lo que tenía en cajas y me fui sin mirar ni pensar en lo que harían con el cuerpo del Fantasma. Mercedes lloraba.

Decidimos seguir a Hungría en auto stop, la frontera estaba cerca.

Fui a la estación y envié las cajas a la casa de Carlos Ugarte en Bilbao. En la misma estación lo llamé por teléfono:

−Carlos, en tres dias o cuatro te llegan las cajas con todo lo que tenía yo en la furgoneta, cuídame la máquina de escribir.

− ¿Qué pasó?

− ¡El Fantasma ha muerto! ¡Viva el Fantasma!

− ¡Viva! – gritó Carlos.

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Siento terminar estos episodios con un recurso de los créditos cinematográficos, además, es justo copiar un poco al cine cuando el cine no para de copiar a la literatura.

En 1989 Mercedes volvió a Argentina para visitar a su familia prometiendo al siletista que regresaba en 9 dias porque lo iba a echar de menos. No regreso nunca. Se casó con un arquitecto en una boda con 500 invitados. Hoy vive en el barrio de San Isidro con su marido y tres hijas. Es maestra de una escuela privada.

La Chancha: también regresó, hizo exposiciones de pinturas, deambuló por la Patagonia con el mismo magnifico sinsentido que antes deambula por Europa hasta que un día se cambió de nombre y con el nuevo nombre, Elisa, cambió también su vida. Se casó con un extraordinario cocinero japonés, por el rito shintoista, en Tokio donde pasó dos años. Hoy vive en Argentina, en una casa lejana de todo lo civilizado con su marido y sus hijos, niña y niño, dos hermosos japonesitos que hablan “argentino”. Debo aclarar que el inodoro de esa casa tiene un mecanismo que al hacer uso de la cadena, esparce talco por todo el culo del usuario a través de un tubo. Cosas japonesas.

El siletista: siguió con sus perfiles en el puerto de Ibiza hasta que cambió de oficio y se hizo guía en la India desde 1990 hasta el 2009, dividiendo su vida entre la India y occidente. Pero nunca dejó de hacer perfiles, ya que la tijera y el ojo guardan siempre la memoria de los rasgos, y sienten una especie de envión o de instinto cuando ven una nariz particular o un mentón, o una cara que de lado pueda parecer un navío. De modo que en la India hizo perfiles de monjes budistas, de sadhus, de jefes de estación ferroviaria, de brahmines, y los hizo en papel de cuaderno, o en cartones, o en servilletas.

Hacía mucho tiempo que no lo veía, y una tarde lo encontré en un bar. Estaba solo con un vaso de vino mirando la tijera en medio de la mesa. Me senté con él y me habló sin levantar la vista de la tijera

−Se llama Exacalibur, nunca te lo había dicho, ¿verdad?

−No.

−Sabes, yo soy consciente que en estos tiempos todo se viene abajo, pero a mí no me importa mientras pueda empuñar a Excalibur, porque si tengo hambre voy a un restaurante y le digo al dueño que le hago un perfil por un plato de sopa.

Entendí como un rayo esa seguridad que albergaba, y lo entendí tan bien porque desde siempre sabía que al contario del resto de los niños, al siletista ¡le encantan las sopas!


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F I N

F I N E

T H E E N D










































































































































































































































































viernes, 27 de enero de 2012

Nostalgias de Ámsterdam


La carretera del fin del mundo podía ser la E 31 antes de Utrecht cuando nos hemos pegado al parabrisas para ver las filas de tulipanes de los campos holandeses en esa mañana que por fin había salido el sol. Puse a Vivaldi. Las chicas estuvieron de acuerdo, y el Fantasma sonreía subiendo en un sueño que dejaba atrás aquellos amargos dias de repartidor de ladrillos. Por momentos los tulipanes formaban verdaderas franjas de colores como banderas orientales, y detrás de esos ríos de flores aparecían casas de madera oscura con sus poéticos techos de leños.

Todo es efímero. Hay que atravesar Utrech y el Fantasma se desliza entre edificios como altas casas de ventanas alargadas. Nuevamente canales, esta vez con aguas más claras, y viejas iglesias como creadas por el estilo particular de un pintor que ve todo chupado hacia el cielo. El Fantasma dejó la A 2 para viajar tranquilo por una carretera rural que pasa por Wilnis donde una rara resolana alumbraba con vieja luz campiñas toscas que recordaban a Millet. Vieron un par de arroyos cristalinos salpicados de plantas flotantes y mas allá una extensión de hierbas salvajes. Esto merece un trago de vino Mercedes, ¿queda algo? Se abre el armario, queda bastante, que abstemios que somos. Cuando estaban bebiendo de la botella aparecieron los molinos gordos holandeses con sus grandes aspas, y detrás las parvas, todo daba la estampa de un país pequeño y a la vez fuerte y vivo. El fin de ese paisaje coincidió con el fin del vino mientras Lorena McKennitt cantaba The lady of Shalott




En Ámsterdam el Fantasma discurrió por calles interrumpidas por puentes que pasaban sobre tantos canales y los tres vieron con ganas esos pubs delante de las aguas, algunos como casas antiguas con mesas rusticas al borde de la calle, y vieron allí tipos bestiales, gordos como motoristas agresivos, tatuados por todo el cuerpo, vistiendo solo chalecos de cuero, bebiendo al sol en jarras de dos litros. El Fantasma pasó por la enorme fabrica de Heinken despertando risas en sus pasajeros y su conductor, y tras un laberinto de canales recorridos por arboles y callejas aparcó con dificultad en la Govert Flinckstraat, una de las calles paralelas al Albert Cuyp Market porque pensaban esta vez dormir en las camas o en los colchones en el suelo que les ofrecía Jesús, un español que el siletista lo conocía de algunos retiros zen en las Alpujarras. Jesús era un tipo ceremonioso hasta el aburrimiento, mimetizado con alguna ilusión de maestro chino por lo que hablaba susurrando tan bajito que había que acercar el oído con cuidado de no chocarse con su cara. Su chica de entonces, una suiza roja de vergüenza crónica, les hizo una cena de arroz con verduras que comieron con palitos japoneses y tomaron tazones de un té picante y como Jesús era madrugador se fueron todos a dormir. Mercedes y el siletista en dos colchones de la sala. A la Chancha le tocó cama. Pero a media noche tiró el colchón en el suelo porque no aguantaba el somier elástico.

Resultó que al día siguiente se abría el mercado de Albert Cuyp, y resultó también que las tiendas en la calle recibían un sol magnifico, y era un placer deambular con ese aire vagabundo mirando puestos de verduras, de ropas, frutas tropicales, mangos, piñas, pero el entusiasmo gástrico empezó a notarse cuando bajo los toldos verdes vieron los embutidos y los quesos, pilas de quesos de todo tipo que manaban aroma a oveja y a vaca. Tenemos que llenar el Fantasma con esos quesos, siletista, a la tijera urgente, le decían las chicas y el siletista en silencio pensaba que en Ámsterdam lo tenía difícil. Se percibía en el personal que abundaba por el mercado y en algunos pubs con asiáticos y africanos, y en algunas tiendas de objetos exóticos, la resaca que había quedado de las conquistas holandesas en los países asiáticos, como un hibrido de oriente y occidente que daba un color más que agradable, Comieron en un pequeño restaurante barato vietnamita un arroz con pollo tan picante que ni la cerveza Tiger pudo apagar el fuego, y después tomaron un tranvía largo como un tren al Vondelpark. El siletista quería mostrarles el lugar donde había dormido en aquellos años sesenta cuando formó parte de las hordas hippies.




Ahi está el tunel, ¿lo ven?, como si no hubiesen pasado tantos años, entonces dormíamos aquí con los sacos de dormir en fila como refugiados de alguna guerra y por la noches hacíamos fogatas y bailábamos como los apaches, algo así, había tipos con ponchos y vinchas como indios verdaderamente, algunos eran indios rubios, había otros con los pelos african looke,, y otros eran africanos vestidos con chalecos multicolores, había tipos que podían ser Moises con sombrero del oeste o Walt Whitman con pantalones rotos, había Cristos con ojos tranquilos fumando chilums, y las chicas llevaban túnicas y abrigos largos hasta el suelo y cintas en la frente y pelos que les llovían por las espaldas, algunas se pintaban como los pieles rojas, o sea todo el uniforme de esos tiempos, y tantas pupilas infladas de tanto lisérgico que se metían o tal vez yerbas que eran superiores a los ácidos, porque en el centro de Ámsterdam se vendía excelente calidad, ahí mismo, como en un mercado donde podías comprar maría de Borneo o el chocolate negro afgano, ese que se moldeaba como plastilina, y pagabas mientras los polis pasaban sonriendo cerca tuyo. ¿Ven?, miren, aquí dormía yo con Ana, y al lado teníamos a un español, creo que se llamaba Sebastián y era de Guipúzcoa pero parecía un gnomo con gafas cuadradas de lentes rojos y un pelo que le pasaba por los hombros, No paraba de hablar lleno de gestos y mímicas, estaba con una gorda sueca que de noche se le subía encima y lo aplastaba haciéndolo gemir como muñequito de feria. ¡Ahh, que tiempos! Afuera, estacionadas al borde del parque, veías furgonetas pintadas con flores, calaveras, cruces de la paz, algunas con grandes Ganeshas para proteger a esa especie que buscaba liberarse hasta de sus propios códigos. Cada noche, guitarras, flautas y tambores, maravillosas brujas que danzaban frente a las llamas al compás de las palmas. Y por el día el parque estaba plagado de gente en acido o lo que sea, echados en el pasto viendo todo tipo de dragones que formaban las nubes. Algunos se echaban en el agua desnudos y eran, entre los nenúfares y los papiros, una tapa de disco psicodélico, ahh, y lo bueno era que todos, incluso lo locales, estaban de paso como las aves migratorias, porque de ahí salíamos al sur, a Creta, a Turquía para seguir la ruta mítica de la India


Una tarde las chicas fueron al mueso de Van Gogh. La Chancha se enloqueció antes de entrar y salió con tal inspiración que se pasó dibujando tarjetas hasta entrada la noche cuando asistieron a un concierto de música india; sitar, tambur, flauta y tablas; un concierto que se perdió lejos del tiempo, como lo pide el espíritu del arte indio, dejar el tiempo afuera, pero el siletista no solo se escapó del tiempo sino también de la geografía y se vio de golpe caminando por una estrecha calle de Varanasi que llegaba al río donde los peregrinos se bañaban dando gritos de Shiva.

Explico porque le pasó esto de irse tan lejos al escuchar la música india: resulta que esa tarde cuando las chicas se fueron al museo, se quedó solo, metió la tijera en el bolsillo, la carpeta con los ejemplos en la bolsa y con la bicicleta se fue pedaleando al Vondelpark movido por la nostalgia. Pensaba que el pasado le regalaría una buena racha, pero el regalo no podía ser nunca dinero, sino algo que pertenecía a aquella época. Se puso en la entrada del parque donde había otra gente vendiendo cosas. Hizo solo tres perfiles. Abandonó pronto. Siguió la calle del parque y vio primero una chica vestida con falda india sentada en el suelo ante un letrero que decía “A kiss for one guld” (beso por un florín) lo vendía barato al beso, detrás, a modo de guardaespaldas, su chico corpulento por si las moscas, o moscardones de muchas manos y patas. Cerca de la chica un negro digno como príncipe africano sentado frente a una caja con filas de porros perfectamente armados, gritaba ¡A joint for three guld! ¡A jiont for three guld! El siletista se acercó, le compró uno con lo que había ganado de un perfil y le preguntó: ¿Es bueno? El negro se enfadó y le dijo con tono grave: fúmatelo, date una vuelta y si no te gustó te devuelvo el dinero.

Lo encendí y lo fui fumando sin darle importancia mientras paseaba por el parque sintiendo las reverberaciones del lago que cruzaban como llamaradas por mis ojos y, entonces sí, de repente me vi fuera de lo que antes era, me sentí más alto como si anduviera en un monociclo y escuché mi voz que sonaba como altavoces por encima de mi cabeza “¡joder lo que me dio este tipo!” voces que se perdían en un eco “Joder, joder, lo que me dio, lo que me dio este tipo, este tipo, esteee”

Sentado en la orilla delante del espejo del agua estuve un año viendo las plumas de dos patos que se agitaban con la brisa, y al otro lado del lago los arboles tenían luces en las hojas de otoño, y allí en los canteros de flores se colaba un conejo atisbando desde la oscuridad. Esa verdadera impresión de estar metido en las páginas de Andersen. Juro que un pato volvió la cabeza y me sonrió. No sé en que momento abandoné la orilla para seguir feliz de la existencia por ese parque mágico. Tengo el recuerdo de haberme cruzado con una pareja que eran como muñecos de colores detrás de una capa de cristal. No supe en el instante si los saludaba o me saludaban, pero siguieron caminando y oí que el chico le decía a su chica, “what a Stone” que colocón refiriéndose a mi cara porque los había mirado con ojos de sapo.

Habré estado cinco horas dando vueltas interminables por un parque del que no tenía ni idea en que ciudad estaba ni cual era la salida y estaba feliz de que me importe un pito no saberlo.

Pero al fin aparecí por el puente y uní las manos agradeciendo al Vondelpark el regalo nostálgico que me había hecho.

Porque el efecto duró, vaya si duró, que ni bien empezó a sonar el sitar en el concierto indio de la noche, vi las aguas del Ganges al amanecer y vi un viajero sentado en los gaths mirando quieto la humareda que se levantaba en la otra orilla, y por supuesto reconocí a ese viajero.

Próximo: Final: La Muerte del Fantasma