GANGES
Las dos más ancianas se sumergían girando
en espiral y más allá un bulto oscuro pasaba flotando rodeado por un halo de
espuma. Las otras mujeres se metían en el río hasta la cintura y se salpicaban
como niñas jugando en el agua. Una muy rolliza se agachaba lavando una tela
amarilla y su sari empapado transparentaba las voluminosas nalgas y los pelos
del pubis.
En la otra orilla, la madrugada empezaba a aclarar despertando en la
inmensa llanura. En cambio, en esta orilla, donde Varanasi termina en los muros
de las viejas mansiones, el ambiente era azulado como en el anochecer. Se veían
miles de fieles en el agua, y como ecos sonaban las llamadas a Shiva de uno a
otro lado. También sonaban risas. Voces. Un grupo de gente cantaba, luego,
ladridos. Perros que bajaban los escalones de los gaths olfateando cuanto objeto oteaban en la orilla. Eran perros
esqueléticos con la piel sarnosa pegada a los huesos. Uno parecía un galgo
asustado, de mirada tan humana que recuerda la leyenda que los ubica como
reencarnación de ladrones. Sobre la superficie del embarcadero un brahmin
sentado en loto parecía haberse ido del cuerpo, tenía los ojos en blanco bajo
las líneas verticales shivaitas mientras las semillas del “mala” seguían
pasando con ritmo entre los dedos cerca del jarro de bronce para juntar agua
sagrada. Por la corriente del río viajaban las velas encendidas del puja
flotando en hojas a la deriva, algunas se apagaban, otras se quedaban atascadas
en un enredo de guirnaldas de flores que los peregrinos ofrecen al Ganges.
Desde una ventana de rejas oxidadas
llegaban los tambores y las campanas y los mantras que retumbaban perdiéndose en
el viento que corría río arriba.
Burt, sentado cerca del agua, se
había concentrado tanto que ningún curioso se acercaba a preguntarle su nombre
o su país. Había formado alrededor la misma aura de protección que se percibía
en el brahmin sentado unos escalones más abajo.
Burt miraba la corriente del río.
Pasaban palos, espumas sucias, pedazos de tela, algún bulto lejano (siempre se
piensa en un cuerpo inflado). Pasaba una barca repleta de turistas dormidos con
cámaras fotográficas oscuras. Iban juntos, pegados, para unirse en lo
occidental con esa urgencia que da el miedo de las impresiones.
Al verlo dirán “Miren allá, en la orilla, un hippie”.
Un hippie. Un viejo hippie, que no
es lo mismo que un hippie viejo. Burt todavía no quería ser viejo. Estaba cerca
de las mujeres que se bañaban y lavaban la ropa, pero no las miraba porque
recordaba los distintos años que había llegado al río: Entonces las impresiones
eran otras, pegaban más fuerte, y yo era otro, bajando estos mismos gaths. Un chico flaco. Se me veían las
costillas, como a estos perros, y traía ese desgaste del viaje duro del tren.
Aquel primer día este río fue un infierno, como una pesadilla intensa, de las
tantas que tuve. Me acuerdo; el río estaba azul pálido por el calor más fuerte que
pasé en mi vida. Todo temblaba. Ese podrido paralítico que me persiguió
gritando por el callejón del Dastawamed Gath, tirándome manotazos para que le diera
algo, y yo descalzo, con los pies tan pelados y roñosos como los de los mendigos
que me salían al paso. Sí, sí, era como una pesadilla, y los mendigos eran los
fantasmas de esa pesadilla, algunos parecían muertos que se movían. Luego,
aquel botero que me echó una maldición porque no quise ir a su jodida barca, no
sé qué me gritó, pero sentí que el grito se me clavaba en la nuca, y me vino un
mareo al escuchar aún el grito como el eco de un pájaro que se pierde por el río.
Había cincuenta y cinco grados, una ola de calor que se llevó a casi todos los
moribundos que vienen a pasar sus últimos días en Varanasi. El Manikarnika Gath
era una fila de cadáveres envueltos con las telas blancas y rojas. Los
cadáveres más ricos, con sus ornamentos dorados, se descomponían igual de
rápido. El calor se había estancado en el aire bajo una nausea putrefacta, ya
no había lugar para un muerto más, estaba overbooking,
y por supuesto no alcanzaban las leñas.
Era la primera vez que tenía
delante un cadáver carbonizándose dentro de un incendio en la pira de leñas.
Con el olor y el humo, el aire se había vuelto espeso, hasta se podía apartar
el aire con la mano. Huí lleno de asco y como un ciego pisé un cadáver,
entonces me metí como loco por una de las estrechas callejas casi chocando de
cara con la camilla de otro muerto que traían los familiares vociferando como
lunáticos: “¡Jai, jai, jai!”, el cadáver se me vino de frente casi pegándome en
la cara, los familiares me gritaban como locos.
Esa noche estuve a punto de morirme.
Burt sonrió porque ahora era
agradable el ambiente fresco de la madrugada del Ganges. Pero, entonces, todo líquido
de mi cuerpo se secaba, bebía té frío, agua del grifo, lo que fuera para no
secarme aunque me reventara el cólera o la diarrea. Era la desesperación por
salvarme, y esa noche el calor seguía igual de ardiente, me asfixiaba en la
oscuridad del cuarto. Abría la boca tratando de tragar algo de aire y me
retorcía exactamente como los peces cuando los sacan del agua. Afuera un
buhonero hijo de puta repetía el mismo grito, cada vez gritaba más fuerte, me
estaba enloqueciendo. No, no es así. Yo ya estaba loco. Esa noche pegué un
salto a la locura, y para peor, con el pánico de creer que no saldría nunca.
Cerraba los ojos y veía cadáveres que desfilaban en la ventana y se me echaban
encima con los rostros destrozados. A media noche salté desesperado de la cama
y corrí al baño pensando en el alivio de una ducha, pero el agua salió
hirviendo, riéndose en mi cara.
Al día siguiente tomé el tren a
Madrás. Me tocó suelo, en lo que sería la tercera clase. Pero estaba feliz de
huir. Shiva me rechazó aquella vez haciéndome un tajo en el pecho con su
espada, y juré no volver a Varanasi nunca más en mi vida. Y esta es la quinta
vez que vuelvo. Me hice amigo de Shiva. No es fácil, cuesta años de coqueteo,
hasta que finalmente te sonríe.
Hacerse amigo de Shiva es hacerse
amigo de la muerte. Verla con claridad, sin el miedo de aquel joven hippie
fumado que le escapaba con esa habilidad que había entonces para fabricarse
paraísos.
Antes yo era más fuerte, veía las
cosas mejor, y me parecía entender todo, o creía que entendía. Pero el caso es
que me sentía más seguro que hoy. El horizonte de vida y de mundo era más
verdadero, sabía que tenía la verdad cerca para encontrarla en cualquier
momento, pero como no había prisa para llegar a ningún lado, entonces podía
entretenerme, y me dejaba estar. Oye, un chillum bien puesto, Bon Shankar, y
¡ay!, la verdad venía a visitarnos con ropa de cumpleaños y todos éramos una
familia, fumando aquí en India, tomando ácidos en Katmandú, afgano negro en
Portobello Road, en los cafés de Saint Jaques, en Ámsterdam, en Creta, en
Estambul. Todos íbamos hacia el cambio con una seguridad que no se ve en los
movimientos de hoy. Era un “¡sí!”, seguido de un “¡sí!”, muy claro, no había
dudas. Iniciábamos una era totalmente nueva. Algo más fuerte y preciso que el cambio
de la Edad Media al Renacimiento, y era una maldita y jodida ilusión, lo más
parecido al efecto de un ácido que en el cenit te hace creer que has llegado a
un nivel de sensibilidad superior, y ya no vas a volver más a este mundo
estúpido. Luego viene la bajada, y a veces ni te acuerdas de lo bien que
estuviste. Lo mismo pasó con la euforia de aquellos tiempos. ¡Mierda!,
estábamos tan seguros de que todo cambiaba. Pero la caída fue rápida, en pocos
años casi todos emprendían la retirada. El poder volvía a triunfar, y el
retorno al mundo estúpido fue lento y cabizbajo.
Ahora me acuerdo de Lynn, pintándose un Om rojo en la frente, el pelo
llegaba a taparle las nalgas, siempre descalza con tobilleras de plata, y aquel
amor que hicimos con los efectos del bestial bhang, que en un momento nos
sacudíamos y nos veíamos rodeados de espigas y las espigas después se volvían
azules y pronto estábamos en el mar, siempre de pie, pero seguíamos echados en
la cama de aquel cuarto de Jaisalmer y nos quedamos abrazados por una eternidad
sin creer que en algún momento tendríamos que desconectar los genitales. Tal
vez hoy Lynn sea la mujer de un yuppie. ¡Ajjj! Y va a reuniones de empresa. No,
no. ¿Dónde están esas mujeres? ¿Por qué no vuelven? Qué bueno sería verlas
aparecer como eran antes, como aldeanas medievales, exquisitamente sucias, de
pelos largos y descalzas, llevando a los hijos atados a la espalda con un
pañuelo rajastani o un pareo de Krishna. Todo se va, Burt. ¡Diablos! ¡Estás
aquí!, frente al dios de los ríos que te indica que todo se va, y aun andas
reclamando fantasmas del pasado. ¡Mírate un poco!, ya no eres aquel chico
flaco, livianito, de hombros huesudos, ¡mírate ahora!, te estás pareciendo a
una foca, y estás canoso, y en tus ojos se ha borrado la ilusión, y ahora,
después de unos cuantos años, has regresado para hacerle una visita a la
muerte.
Sí, no es fácil que Shiva te reciba
sin antes darte unos cuantos trompazos.
Las veces que regresé di una vuelta por el Manikarnika Gath, generalmente
por la tarde, porque al oscurecer los resplandores de las piras forman un halo
de tristeza, y al fondo el horizonte enrojece acompañando el tono del fuego,
entonces la muerte se acerca con mucha intimidad. Es una buena compañera que
desde que nacemos está haciendo este viaje a nuestro lado, y espera muy
callada. Sin embargo, ahora en la tarde me habla con voz femenina. Mírame, me
dice, estoy aquí, soy esto, ese pedazo de carne quemada, ese otro que quedó
allí dividido entre cenizas y ahora el paria lo está revolviendo con un palo
hasta que engancha la cervical y levanta una calavera de la que cuelga el
esqueleto aún con carne chamuscada pegada a los huesos. De lejos parece un
cometa. Tú también tienes eso. Tócate, toca el esqueleto de tu cara, las fosas
donde están metidos los ojos, la parte lisa del cráneo. ¿Qué diferencia hay?
Uno se está quemando, el otro está de pie mirando. Para mí es igual, la vida
pasa como esas aguas allí abajo, sin detenerse una milésima de segundo.
Y hay una sensación de pozo oscuro e infinito en cualquier sitio alrededor
de los gaths, pero no hay miedo, sino
algo demasiado íntimo, como si la muerte fuese el mismo Dios disfrazado.
Por un lado reconforta, porque
entonces no hay compromiso para hacer nada. Está claro que en lugar de esperar
la muerte como estos ancianos uno puede hacer mil cosas, como jugar y
divertirse. También al ver un cuerpo de estos, carbonizado, cuesta creer que
uno no sea más que eso, mierda, eso es una cáscara, y nosotros nos
identificamos con eso como los actores se identifican con la ropa del
personaje, porque cuando nos pisan un pie, quien siente dolor es quien se
vistió con ese pie porque queda claro que ese muerto ardiendo como una tea no
da un solo grito.
Shiva destruye para renacer. Hay
que renovarse, gente, la naturaleza nos lo está enseñando todo el tiempo, caen
las hojas en el invierno y vuelven a aparecer en la primavera, y las flores
salen con la misma alegría de un niño de meses. No se ve en ningún adulto la
cara tan viva que tiene un bebe. Algunos viejos suelen tener esa expresión,
quizá, premonición del próximo estado.
Algunos sadhus también tienen los
ojos eternos del que ya no quiere saber nada.
Las tres ancianas se pusieron en cuclillas
formando una fila. Podían ser una especie desconocida de aves, porque los saris
empapados tenían aspectos de plumas. Las mujeres jóvenes, aún con el agua por
la cintura, se estaban lavando los dientes frotándose fuerte con los dedos, y
cada tanto sonaba un gargajo que parecía arrancar la garganta. La corriente
seguía trayendo bultos confusos enredados con las ofrendas. Había llovido dos días
atrás y el río bajaba sucio. Hasta una muñeca como las antiguas flotaba boca
arriba rebotando en el último escalón de los gaths, le faltaba un ojo y la mitad de un brazo, iba dando suaves
golpes y meneándose al compás de las ondas. Burt se quedó con la vista prendida
de esa muñeca porque sintió la duda agarrándolo por el estómago. Inmediatamente
los perros ladrones bajaron con el hocico estirado y lo sacaron de dudas. El
que se parecía a un galgo mordió la piernita y sacó de un tirón el cadáver del
bebe que Burt había confundido con una muñeca. Del brazo cortado colgaba algo
parecido a un chorro de carne blanca. No se podía saber el sexo porque estaba
comido por los perros o por los pescados. Los otros perros empezaron a estirar
la piel del estómago hasta que la abrieron aflorando los intestinos inflados
por el agua. Un hombre desde lejos lanzó una madera con buena puntería y los
perros huyeron gimiendo. Aún se escuchaban los ladridos cuando el bebe volvió a
flotar y de la cintura hacia abajo los intestinos lo cubrían como una falda de
bailarina otorgándole más aspecto de muñeca.
Aun acostumbrado a las
impresiones, Burt se quedó quieto, nervioso. Sentía un desagradable temblor en
la rodilla. A solo pocos metros las mujeres seguían frotándose los dientes, haciendo
gárgaras, aspirando el agua por la nariz para limpiar los pulmones mientras el
cadáver bebe muñeca pasaba flotando a pocos metros de ellas. Otra vez Burt tuvo
que desdoblarse y mirarse muy cerca hablando a su oído: La impresión no existe,
es una creación tuya, porque para ellos es normal lavarse los dientes en la
misma agua donde se está pudriendo un niño, y para ti es solo una impresión; en
cambio, algunos de tu tierra que nunca han salido del pueblo caerían desmayados
o irían corriendo a vomitar, y sin embargo sigue siendo la misma fábrica, fábrica
de conceptos dentro del cerebro, horror porque me dijeron que eso es horroroso.
Qué planeta más loco, esas mujeres están contándose chismes, igual que en París
las señoras que van a las cafeterías hablan sobre lo mismo: amores, cuernos, la
señora Dupont con su chofer. Eso, despellejar a alguien para quedarse aliviado,
y aquí igual, esas mujeres sueltan risas de cotilla. Solo cambia el escenario,
los cristales del café parisién al agua del río sagrado, y el pobre niño
alcanzó a reírse como una flor cuando Shiva resolvió arrancarlo de ese cuerpo
que empezaba a formarse para enviarlo a otra reencarnación. En todos lados de
India te dicen que venimos para evolucionar y cumplir con una misión, entonces
¿por qué algunos duran unos meses sin tener tiempo para nada? Quizá el karma de
los padres, el karma, el karma, palabra comodín, mierda, justifica todo, es la
herramienta que tienen a mano para tirártela por la cabeza cuando empiezas a
pedir explicaciones.
Venimos a entender la vida y la
verdad, y cada vez entiendo menos. ¿Y ver? Hasta la vista normal se me ha ido,
antes disfrutaba más con los paisajes, bueno, ahora también, parecen cuadros
impresionistas. Quizá sea todo más bonito cuando se ve confuso. Antes sabía,
ahora no sé. Podría ser esa la clave, meternos en una ignorancia que nos lleve
como nos llevan los sueños. ¿O qué? No sé.
Delante del Ganges Burt sufría otro tipo de
muerte más tranquila, porque toda su vida había terminado allí, en el Ganges.
Aquel mundo al otro lado de los mares ya no lo necesitaba. Había cortado las
amarras y ya no volvería a verlo. Su hija se casó con un turco y llevaba tres
años sin saber de ella. Beatrice, también se casó con un abogado, y también
había muerto para renacer en un piso y hoy para llamarla hay que apretar el
portero eléctrico. Los amigos, de uno en uno, se fueron en otras muertes de
diferentes colores. Los primeros, llevados por la muerte gris de la sobredosis.
Los otros, atrapados por los años, se fueron con la muerte amarillenta del
aburrimiento y el trabajo. Otros aún nadan en los recuerdos que consideran
reales cuando en este río Shiva nos está cantando que no hay nada real, que hay
que fabricar las nueve espadas para romper los nueve velos, y uno por fin termina
partiendo por la mitad el libro donde se había escrito a sí mismo y se queda
como Burt, sentado en la orilla del Ganges sin saber qué hacer ni adónde ir.
Pronto se acabará el dinero, entonces lo mejor sería hacerse una choza de
palmeras en una playa y quedarse allí viviendo el mar hasta que venga la muerte
de la cáscara para llevárselo. Y ¿quién sabe?, volver nuevamente como un bebe,
con mejor suerte que ese que ya desapareció con la corriente, mejor suerte
también para entender lo que ocurre, si estos dioses tan locos algún día lo
revelarán, porque de otro modo es imposible.
Entonces viene el demonio frotándose las manos y pregunta: “¿Qué premio dan
al que entiende lo que ocurre?”
El sol estaba alto y empezaba a
calentar. Aún se podía estar un rato mirando la llanura con el sol en la
camisa, el sol en el pelo, el sol en los gaths
tocando los pies, y el sol encandilando el río que se aclaró como el cielo
delante de ese campo que podía ser Pensilvania. Entonces llegó el momento de
levantarse y volver entre las filas de los mendigos, (que pocos que hay hoy, se
ríen mucho) y desembocar en la avenida cuando todos los ruidos le caen encima
al mismo tiempo; timbres de bicicletas de los miles de rickshaw de Varanasi, la música de las distintas tiendas que se chocan
en el aire, las bocinas de los coches, el mantra de un templo se cuela entre el
tráfico, el silbato histérico de un policía levantando el palo contra un grupo
de tipos que vociferan en una rabieta colectiva. Un avión pasa allá arriba sin
entrarse. Y fue el calor o el agobio lo que le hizo confundir el avión con el
rugido de un perro tembloroso que se agazapaba debajo de una tienda de
perfumes. Entonces la cosa sería pasar la barrera de las tiendas y entrar en
ese restaurante del sur que es barato y comer un buen masala dosa que le quitara
toda la intriga existencial.
Había un yonqui europeo en una mesa
al fondo. Se quedaba con la mano cerca del plato mirando a ningún lado con los
párpados vencidos, la misma cara que tienen los moribundos en el depósito cerca
del Manikarnika. Estaba estúpidamente sentado en cuclillas sobre una silla (por
supuesto, hace tanto que está en India que no se va a sentar normalmente en la
silla).
—La imbecilidad —dijo Burt— es peor que la malaria.
Después, recorrió esas calles del
barrio viejo que parecen pasillos por donde la gente circula chocándose, las
tiendas salen al paso, circulan fieles en grupos cantando loas a Shiva,
dirigiéndose al templo de oro, hay telas rojas como sangre, y telas con un
amarillo que hiere. Tuvo que pegarse a la pared para esquivar el búfalo que
venía trotando por el medio del callejón. Después siguió sin saber adónde y un
poco molesto porque ya había algo en el aire que le empezaba aturdir. A un
pesado tuvo que agarrarlo por el cuello y gritarle “¡No, no quiero hash, y te
parto el cráneo como me sigas!”.
Se metió en una tienda diminuta donde daban yogurt. El dueño, con la cara
salpicada de manchas como los elefantes, movió la cabeza suavemente diciéndole
“Tengo bhang también”. Y bueno, bhang bhang, lo que sea, venga ese bhang, como
en los viejos tiempos. ¿Eh, Burt?, salir en esa gloria de no saber en qué lugar
del mundo se está, y qué carajo hace toda esta gente aquí. ¿Dónde es la fiesta?
Como un flash de relámpago tantas caras alrededor mirándolo con curiosidad
bobina, porque tuvo que pararse en una esquina a reír con las mismas ganas y
alivio que cuando se descarga la vejiga; es exactamente la misma emoción, estoy
meándome de risa. Y era verdad, tenía el pantalón mojado, ¡qué risa!, mearse
por fin en los pantalones y que sea tan agradable ese calorcito líquido por las
piernas como agradable recorrer el pasillo callejero chocando con el gentío o
quedarse un rato largo delante de los muñequitos de madera tan maravillosos que
representan los dioses. Ese que está subido en el ganso es Brahma. No es un
ganso ¡desgraciado!, es un cisne. El del pajarraco, un águila. Garuda, Garuda. ¿Has
visto cómo me acuerdo? Vishnú se monta en Garuda, ¡Eso es vida!, ya podría
llegar ahora mi águila amigo para poder montarlo y salir volando por encima de
los techos. Y un empujón por detrás que le da el dueño del negocio con cara de
disgusto porque le estaba espantando a los clientes con esa locura de pegar la
cara a la mercadería. Entonces Burt, en lugar de un “fuck off” como haría
antes, une las manos y lo bendice en un namasté con su feo acento americano.
Kali le sacaba una lengua larga y pálida. No
me importa que te rías, viejo hippie, tú también estás ensangrentado, o eres
tan ignorante que no puedes verte. Estás ensangrentado desde que naciste. Serás
muy pronto un juguete de los que yo manejo y escupo, ven conmigo, viejo hippie,
coge mi mano, ríete ahora que te tengo. Y el grito de sirena lo depositó
extrañamente en el río otra vez, sin saber cómo había llegado. Se sentó en un gath a mirar el agua que corría con
música de violonchelo, ahora, ¡qué bien!, con el sol, y aquel campo eterno, si
pudiera quedarme siempre así. Unos niños jugaban al cricket en la playa con una
madera podrida. Más allá, un grupo de búfalos dormía bajo el fuerte sol. Como
Burt, que cerró los ojos.
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