Todo es efímero. Hay que atravesar Utrech y el Fantasma se desliza entre edificios como altas casas de ventanas alargadas. Nuevamente canales, esta vez con aguas más claras, y viejas iglesias como creadas por el estilo particular de un pintor que ve todo chupado hacia el cielo. El Fantasma dejó la A 2 para viajar tranquilo por una carretera rural que pasa por Wilnis donde una rara resolana alumbraba con vieja luz campiñas toscas que recordaban a Millet. Vieron un par de arroyos cristalinos salpicados de plantas flotantes y mas allá una extensión de hierbas salvajes. Esto merece un trago de vino Mercedes, ¿queda algo? Se abre el armario, queda bastante, que abstemios que somos. Cuando estaban bebiendo de la botella aparecieron los molinos gordos holandeses con sus grandes aspas, y detrás las parvas, todo daba la estampa de un país pequeño y a la vez fuerte y vivo. El fin de ese paisaje coincidió con el fin del vino mientras Lorena McKennitt cantaba The lady of Shalott
En Ámsterdam el Fantasma discurrió por calles interrumpidas por puentes que pasaban sobre tantos canales y los tres vieron con ganas esos pubs delante de las aguas, algunos como casas antiguas con mesas rusticas al borde de la calle, y vieron allí tipos bestiales, gordos como motoristas agresivos, tatuados por todo el cuerpo, vistiendo solo chalecos de cuero, bebiendo al sol en jarras de dos litros. El Fantasma pasó por la enorme fabrica de Heinken despertando risas en sus pasajeros y su conductor, y tras un laberinto de canales recorridos por arboles y callejas aparcó con dificultad en la Govert Flinckstraat, una de las calles paralelas al Albert Cuyp Market porque pensaban esta vez dormir en las camas o en los colchones en el suelo que les ofrecía Jesús, un español que el siletista lo conocía de algunos retiros zen en las Alpujarras. Jesús era un tipo ceremonioso hasta el aburrimiento, mimetizado con alguna ilusión de maestro chino por lo que hablaba susurrando tan bajito que había que acercar el oído con cuidado de no chocarse con su cara. Su chica de entonces, una suiza roja de vergüenza crónica, les hizo una cena de arroz con verduras que comieron con palitos japoneses y tomaron tazones de un té picante y como Jesús era madrugador se fueron todos a dormir. Mercedes y el siletista en dos colchones de la sala. A la Chancha le tocó cama. Pero a media noche tiró el colchón en el suelo porque no aguantaba el somier elástico.
Resultó que al día siguiente se abría el mercado de Albert Cuyp, y resultó también que las tiendas en la calle recibían un sol magnifico, y era un placer deambular con ese aire vagabundo mirando puestos de verduras, de ropas, frutas tropicales, mangos, piñas, pero el entusiasmo gástrico empezó a notarse cuando bajo los toldos verdes vieron los embutidos y los quesos, pilas de quesos de todo tipo que manaban aroma a oveja y a vaca. Tenemos que llenar el Fantasma con esos quesos, siletista, a la tijera urgente, le decían las chicas y el siletista en silencio pensaba que en Ámsterdam lo tenía difícil. Se percibía en el personal que abundaba por el mercado y en algunos pubs con asiáticos y africanos, y en algunas tiendas de objetos exóticos, la resaca que había quedado de las conquistas holandesas en los países asiáticos, como un hibrido de oriente y occidente que daba un color más que agradable, Comieron en un pequeño restaurante barato vietnamita un arroz con pollo tan picante que ni la cerveza Tiger pudo apagar el fuego, y después tomaron un tranvía largo como un tren al Vondelpark. El siletista quería mostrarles el lugar donde había dormido en aquellos años sesenta cuando formó parte de las hordas hippies.
Ahi está el tunel, ¿lo ven?, como si no hubiesen pasado tantos años, entonces dormíamos aquí con los sacos de dormir en fila como refugiados de alguna guerra y por la noches hacíamos fogatas y bailábamos como los apaches, algo así, había tipos con ponchos y vinchas como indios verdaderamente, algunos eran indios rubios, había otros con los pelos african looke,, y otros eran africanos vestidos con chalecos multicolores, había tipos que podían ser Moises con sombrero del oeste o Walt Whitman con pantalones rotos, había Cristos con ojos tranquilos fumando chilums, y las chicas llevaban túnicas y abrigos largos hasta el suelo y cintas en la frente y pelos que les llovían por las espaldas, algunas se pintaban como los pieles rojas, o sea todo el uniforme de esos tiempos, y tantas pupilas infladas de tanto lisérgico que se metían o tal vez yerbas que eran superiores a los ácidos, porque en el centro de Ámsterdam se vendía excelente calidad, ahí mismo, como en un mercado donde podías comprar maría de Borneo o el chocolate negro afgano, ese que se moldeaba como plastilina, y pagabas mientras los polis pasaban sonriendo cerca tuyo. ¿Ven?, miren, aquí dormía yo con Ana, y al lado teníamos a un español, creo que se llamaba Sebastián y era de Guipúzcoa pero parecía un gnomo con gafas cuadradas de lentes rojos y un pelo que le pasaba por los hombros, No paraba de hablar lleno de gestos y mímicas, estaba con una gorda sueca que de noche se le subía encima y lo aplastaba haciéndolo gemir como muñequito de feria. ¡Ahh, que tiempos! Afuera, estacionadas al borde del parque, veías furgonetas pintadas con flores, calaveras, cruces de la paz, algunas con grandes Ganeshas para proteger a esa especie que buscaba liberarse hasta de sus propios códigos. Cada noche, guitarras, flautas y tambores, maravillosas brujas que danzaban frente a las llamas al compás de las palmas. Y por el día el parque estaba plagado de gente en acido o lo que sea, echados en el pasto viendo todo tipo de dragones que formaban las nubes. Algunos se echaban en el agua desnudos y eran, entre los nenúfares y los papiros, una tapa de disco psicodélico, ahh, y lo bueno era que todos, incluso lo locales, estaban de paso como las aves migratorias, porque de ahí salíamos al sur, a Creta, a Turquía para seguir la ruta mítica de la India
Una tarde las chicas fueron al mueso de Van Gogh. La Chancha se enloqueció antes de entrar y salió con tal inspiración que se pasó dibujando tarjetas hasta entrada la noche cuando asistieron a un concierto de música india; sitar, tambur, flauta y tablas; un concierto que se perdió lejos del tiempo, como lo pide el espíritu del arte indio, dejar el tiempo afuera, pero el siletista no solo se escapó del tiempo sino también de la geografía y se vio de golpe caminando por una estrecha calle de Varanasi que llegaba al río donde los peregrinos se bañaban dando gritos de Shiva.
Explico porque le pasó esto de irse tan lejos al escuchar la música india: resulta que esa tarde cuando las chicas se fueron al museo, se quedó solo, metió la tijera en el bolsillo, la carpeta con los ejemplos en la bolsa y con la bicicleta se fue pedaleando al Vondelpark movido por la nostalgia. Pensaba que el pasado le regalaría una buena racha, pero el regalo no podía ser nunca dinero, sino algo que pertenecía a aquella época. Se puso en la entrada del parque donde había otra gente vendiendo cosas. Hizo solo tres perfiles. Abandonó pronto. Siguió la calle del parque y vio primero una chica vestida con falda india sentada en el suelo ante un letrero que decía “A kiss for one guld” (beso por un florín) lo vendía barato al beso, detrás, a modo de guardaespaldas, su chico corpulento por si las moscas, o moscardones de muchas manos y patas. Cerca de la chica un negro digno como príncipe africano sentado frente a una caja con filas de porros perfectamente armados, gritaba ¡A joint for three guld! ¡A jiont for three guld! El siletista se acercó, le compró uno con lo que había ganado de un perfil y le preguntó: ¿Es bueno? El negro se enfadó y le dijo con tono grave: fúmatelo, date una vuelta y si no te gustó te devuelvo el dinero.
Lo encendí y lo fui fumando sin darle importancia mientras paseaba por el parque sintiendo las reverberaciones del lago que cruzaban como llamaradas por mis ojos y, entonces sí, de repente me vi fuera de lo que antes era, me sentí más alto como si anduviera en un monociclo y escuché mi voz que sonaba como altavoces por encima de mi cabeza “¡joder lo que me dio este tipo!” voces que se perdían en un eco “Joder, joder, lo que me dio, lo que me dio este tipo, este tipo, esteee”
Sentado en la orilla delante del espejo del agua estuve un año viendo las plumas de dos patos que se agitaban con la brisa, y al otro lado del lago los arboles tenían luces en las hojas de otoño, y allí en los canteros de flores se colaba un conejo atisbando desde la oscuridad. Esa verdadera impresión de estar metido en las páginas de Andersen. Juro que un pato volvió la cabeza y me sonrió. No sé en que momento abandoné la orilla para seguir feliz de la existencia por ese parque mágico. Tengo el recuerdo de haberme cruzado con una pareja que eran como muñecos de colores detrás de una capa de cristal. No supe en el instante si los saludaba o me saludaban, pero siguieron caminando y oí que el chico le decía a su chica, “what a Stone” que colocón refiriéndose a mi cara porque los había mirado con ojos de sapo.
Habré estado cinco horas dando vueltas interminables por un parque del que no tenía ni idea en que ciudad estaba ni cual era la salida y estaba feliz de que me importe un pito no saberlo.
Pero al fin aparecí por el puente y uní las manos agradeciendo al Vondelpark el regalo nostálgico que me había hecho.
Porque el efecto duró, vaya si duró, que ni bien empezó a sonar el sitar en el concierto indio de la noche, vi las aguas del Ganges al amanecer y vi un viajero sentado en los gaths mirando quieto la humareda que se levantaba en la otra orilla, y por supuesto reconocí a ese viajero.
Próximo: Final: La Muerte del Fantasma
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