Debido a la extensión de ocho páginas este capítulo ha sido dolorosamente partido en dos de cuarto páginas que se publican hoy y otras cuatro mañana, para dar un descanso a ciertos lectores holgazanes.
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El Fantasma prefería las carreteras locales, y de paso el viaje nos salía más barato, además eran caminos amables habitados por casas campesinas de tejados rojos. Los tres en la cabina estábamos como en las butacas de un cine y la pantalla era ese enrome parabrisas por donde el Fantasma nos mostraba una Francia de colinas verdes y sembrados de trigo, o sembrados lilas de lavanda y corrales con vacas blancas charoláis, viejas aldeas de piedras, algún palacio incierto en las colinas, entonces era Enya en sus canciones de bruja irlandesa, y después venía Traicy Chapman, que le gustaba a Mercedes, (se sabía de memoria “Sorry, all that you can said”) Nos pasaban camiones lentamente porque los conductores querían mirarnos con la peor cara de culo. A veces nos pasaba una furgoneta como la nuestra con freaks de pelos largos que nos saludaban abriendo los dedos y se reían. Al mediodía paramos en un lugar de mucho sol delante de un campo con los rollos de fardos dispersos por el terreno y comimos espaguetis con aceite y el queso parmesano, y tomamos vino y bajamos las baguettes con el camembert mientras el Fantasma descansaba quieto y dormido en un espacio de tierra. Reanudábamos el viaje y era Mercedes la que conducía acompañada por la Chancha mientras yo dormía atrás una siesta soñado con la playa que viví cuando tenía un metro de altura y salía corriendo a la orilla para ver el paso de las toninas que huían de las tormentas. Otras veces conducía yo y las dos chicas jugaban a las cartas o dormían atrás. Y algunas veces conducía la Chancha mientras yo y Mercedes hacíamos el amor ayudados por el ruido del motor diesel y el Greensleevs embrujado de Loreena McKennitt. Cuando a la noche pasábamos por un túnel nos fumamos lo que nos quedaba de la maría y los tres pegando las caras al cristal del parabrisas viajábamos por el interior de un gusano bajo la música de Atom Mather Heart a todo volumen.
En la zona de Noailles no encontramos otro lugar para pasar la noche que ese maldito parking de un Carrefour. De pronto apareció el guarda por la ventanilla del volante, un tipo de ojos caídos como si no pudiera salir de su depresión crónica. Si quieren pueden quedarse, nos dijo, yo cierro las rejas del parking y las abro por la mañana, solo les aconsejo no bajar en ningún momento porque suelto perros muy pero muy peligrosos.
Los focos fluorescentes daban un aire de campo de concentración a ese espacio tan helado. Los perros (eran tres de raza pastor alemán), paseaban trotando como lobos alrededor del Fantasma, a ver si les caía algo. El problema fue la Chancha, “¡No pudo aguantar, me meo!”, gritó. No puedes salir Chancha, y aquí no puedes mear, pensemos algo. ¡Ya está!, apostilló la Chancha, “ábreme la ventana y saco el culo para afuera”. Y el Fantasma opinó muy ronco, “No respondo si un perro salta y te muerde el culo” Y he aquí un recuerdo que no sé por qué se imprimió en mi memoria: el culo de la Chancha, redondo, brillando con las luces fluorescentes, soltando un chorro parecido a los que se ven en las fuentes de una plaza cualquiera de pueblo, y allí abajo; los perros asustados mirando todo con una curiosidad pasmosa porque en sus vidas ni han visto no volverían a ver algo semejante.
PARÍS
Yo pensé que la entrada a París sería por un camino de tierra colándome entre carruajes o entre coches Ford T como en algunas películas, y pensé que inmediatamente estaría en uno de esos mercados con filas de toldos, y humos de asados, y percheros con ropas por todas partes, y carros con percherones blancos. Lo que nunca imaginé es que me iba a quedar atascado en este atasco y valga la redundancia porque este tapón de tanto coche a la entrada de París nunca lo hubiese esperado, dijo el Fantasma muy molesto.
Pero Fantasma por favor, no sé que película te viste cuando eras repartidor de ladrillos, estamos en 1988 y el mundo es ahora una plaga de todas estas porquerías con ruedas.
¿Un respeto! protestó.
Vale,
Sin embargo una vez salido del atasco y entrado en la ciudad, las casas de fachadas grises y tejados negros que pasaban por la ventanilla podían ser de otros siglos y eso alegraba no solo al Fantasma sino a las chicas que por primera vez veían Paris y se enloquecían dando gritos y risas.
Si pensábamos quedarnos una semana o más en la cuidad había que protegerlo al Fantasma después de estos viajes tan largos porque si lo aparcábamos en cualquier calle corría el riesgo del típico ladrón pavote que venga a romper otra ventana y llevarse tantas cosas que teníamos adentro. La cuestión era encontrar un lugar claro, limpio, ideal, como era el parque Champ-des-Mars frente a la torre de Eiffel. El problema radicaba en el grupo de policías que pululaban patrullando por la zona turística. Creí que nos iban a llenar de preguntas y a echarnos al minuto de aparcar pero…no sé cómo se las arregló el Fantasma para ser fantasma de verdad y convertirse en una furgoneta invisible para los flicks
Los tres pasan una semana encontrando rincones de los que no van a olvidar, ciertas sombras de árboles de otoño sobre los cafés, una mujer rolliza con dos baguettes bajo el brazo entre los reflejos de las ramas que cruzan el ventanal de la boulangerie. El hollín en una puerta por la que se asoma el bastón de un anciano de sombrero negro y barba blanca, un parque nublado con estatuas solitarias como las de un cementerio. Los mercados de frutas, las carnicerías, las avenidas napoleónicas recorridas por árboles y ropas de moda; la plaza de la Bastilla para imaginar las multitudes invadiendo la cárcel; la Opera para imaginar el lujo de butacas, los enormes telones de oscuro bordeaux, la araña, esa araña que el fantasma de la opera hizo caer sobre el publico porque negaban la actuación a Christine Daaé. (este siletista insistiendo con Gastón Leroux). Sobre todo buscaban esas calles que guardan un misterio en sus portones, en sus ventanas, en las buhardillas que se ven bajo los tejados grises. ¿Quien está allí arriba escribiendo o pintando o haciendo el amor, o borracho perdido en una depresión incurable.
Los tres recorren la ciudad metiéndose en los metros, saltan las puertas corredizas como la mayoría de jóvenes parisienses ante la mirada resignada y aburrida del controlador o la controladora que con la miseria que le pagan le importa una mierda si violan las normas y quiebran las finanzas del metro. Comen en las hornallas del Fantasma al mediodía, sopas de tomate, sopas de verduras, sopas de ajo, de cebolla, espaguetis con kétchup, arroz con atún, y toman una botella de vino para salir a la tarde y dar vueltas por Saint Michel, por Odeón, Saint German, donde a veces a veces comen croque monsieur, o crepes de marrón galce, o una pizza callejera en la place Saint-André-des-Arts y todo lo paga la tijera. Sí, sí, la tijera dije.
Porque a la tarde el siletista se coloca el sombrero mirándose en el espejo retrovisor y sale al puente de Léna a recortar los perfiles de cuanto turista cruza el Sena para ir a la torre de Eiffel. Otras tardes va al puente de Alexandre III, no hace tantas como en el de Léna, pero alumbrado por los románticos faroles se siente en el 1900 y las siluetas, por supuesto, les salen mucho mejor, y en el instante en que la tijera remonta suavemente la nariz, el perfil de ese señor con grandes bigotes se va transformando en una jarra repleta de espuma de cerveza que se alza para brindar en entre el humo y las risas.
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Mañana: París: (sobre el arte y el amor y el destino)
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