viernes, 30 de diciembre de 2011

Marbella y Alberto


Cuando el siletista llega a Marbella siente que tanto la magia de Granada como la de Sevilla ha quedado atrás. Ahora se interna en un hibrido de bloques turísticos y casas cerradas exentas de fantasmas que podían darle algo de encanto. Y el mar que tanto buscaba es una especie de decorado azul pálido detrás de un marco de malecones y playas cercadas por muros. Es marzo, eso lo sabe y acepta la poca gente y la poca esperanza de encontrar algún humano que quiera ver reproducido su perfil en papel negro

El siletista cae en una profunda desolación.

Tras un recorrido de pensiones cerradas me resigné a la única pensión barata con habitación compartida. Es un argentino como usted, me dijo la señora alzando la nariz como intentando olfatearme, bueno, es más alto que usted.

La habitación tenía dos camas cutres, un baño diminuto, y olía a guiso de repollo frío. El sujeto apareció muy tarde. Yo ya estaba metido en la cama, me hice el dormido y lo observé de reojo. Dejó un ramo de flores en la única mesa al frente, se quitó una ropa negra, se puso un pijama marrón caca y se recostó de espaldas. Inmediatamente quedó frito. Podía distinguir su perfil de boca abierta por una claridad que se filtraba de alguna grieta en la ventana. No roncaba, y parecía no respirar, al colmo que pensé en las respuestas que daría yo al forense cuando venga por la mañana.

Pero en la mañana estaba vivo, se levantó con ojos dormidos y me dijo Buendía, me llamo Alberto, ¿y vos?, ah, también sos de Argentina, bueno aquí ya no somos de ningún lado, y casi diría que no somos.

Alberto trabajaba a la tarde y a la noche. Era uno de esos ángeles que ofrecen flores por las mesas de los bares y restaurantes. Yo le comuniqué mi oficio y se asombró. Ya me harás uno, dijo, y luego continuó con tristeza: pero no tengo a nadie para enviárselo. Una vez en la calle calculé su altura, me sacaba una cabeza, era tan flaco y espigado que su ropa de luto parecía pegada a sus costillas y su cara databa de dos siglos atrás; pálido al borde de la tisis, mentón largo con barba raída, pelo negro tapándole las orejas, lánguido y triste, era sin dudas un tipo arrancado violentamente de un cuadro del Greco.

En el desayuno, pan con mantequilla y café con leche, pagué yo, me propuso ir juntos por los bares y las terrazas, “yo con las flores y vos con tu tijera”. Acepté de buena gana, parecía un muy buen tipo, le dije que si hay suerte podíamos ligar un par de andaluzas. ¡No!, respondió grave, yo no puedo, no tengo el corazón roto, lo tengo hecho puré. Tuve hasta hace poco una mujer y dos hijos, nena y nene, (dijo tan triste) y la muy puta se fue con un asturiano y se llevó a los chiquitos, y al día siguiente me llegó la noticia que dos semanas atrás mi madre había muerto en Rosario, y yo ahora me quiero morir también porque con estas flores del carajo no tengo ni para ir a buscar a mis hijos.

El pobre Alberto era un tango con patas.

Y allí íbamos recorriendo las terrazas habitadas por dos o tres parejas en espacios de varias mesas vacías, Alberto con su capa negra y su cara de fantasma, y yo que por desgracia tenia roto el tabardo, iba revoleando la tijera que parecía la amenaza de un loco, de modo que los turistas, apenas nos veían, sentían tal pánico que negaban con la cabeza rogando por piedad.

La cosa estaba cada vez peor. Si no pago mañana la gorda me va a echar del cuarto, dijo Alberto bajando la mirada, vayamos a ver un amigo que tiene un bar nocturno, le voy a pedir guita.

El amigo se llamaba Rubén, nos recibió tomando mate en el porche de su casa. Era un tipo bajo algo rechoncho de piel aceitunada, y al hablar sacaba de las entrañas un argentino profundo, de barrio o rioba como se dice ayyaaá.

¡Que bueno lo que haseeesss querido! −me dijo atontando la cara− y ¿cómo lo hasssesss?, sos mago sos, mago, y con la tijeeeera, directo, sin dibujar nada, ¡qué- lo- parió! Alberto, llevalo a tu amigo a mi boliche esta noche y venite con las flores, hoy recibo a un grupo de argentinos de esos que rompen las bolas, pero por ahí tenemos suerte, ¿Qué? ¡Uy Alberto! otra vez, no te curás más pibe, decile a la gorda que le pagas el mes que… bueno, bueno, por no verte en la calle…¿Cuánto querés?

La humillación de Alberto recibiendo un par de billetes daba frió en la vejiga.

El “boliche” era un antro oscuro, pero de un oscuro violeta y espantoso. Un aroma de algo plástico con eso que tiran en los baños públicos, ahogaba el aire. Los únicos clientes un grupo de mujeres y hombres cincuentones ocupaban una mesa larga en el centro del espacio. Las otras mesas vacías, apenas se recortaban en la oscuridad, y al fondo la sombra fantasmagórica del tal Rubén delante de un piano.

Cuando entramos con nuestras pintas sentí que nos miraron con ojos entornados de total desconfianza. Alberto, muy tímido, dio dos pasos indecisos, extendió el ramo y dijo: si alguno quiere regalar una flor.

El silencio fue como un golpe, y de pronto surgió el grito de una voz gangosa y burlona.

¡Flor de ojete!

Seguidamente estalló una carcajada general y agresiva, la carcajada del que ve un gato muerto y le da risa. Alberto retrocedió hasta esconderse en un rincón de total penumbra.

Me acerqué a la mesa y vi los personajes dentro de ese alumbrado violeta; tipos de caras equinas con caras de ratas enromes, grasosos, de pelo azabache con diez kilos de fijador, pondría las manos en el fuego que eran policías argentinos buscados por crímenes y torturas. Las mujeres, clásicas del arrabal pesado, algo así como avestruces avinadas con odio en los ojos y en los labios. Rubén desde su piano gritó; “¡este pibe hace unos perfiles impresionantes, es como un mago”. Nuevamente el silencio y uno de estos torturadores que se inclina pesadamente para soltar con tono de insulto ¡Yo no tengo perfil! La misma carcajada que sacudió a Alberto estalló ahora tras la gansada que acaba de oír. Rubén, desde su piano se jugó la última carta, “vení acá pibe y hacéme uno, para mostrale a esta gente”.

Me acerqué hasta una corta distancia pero su cara aparecía y desparecía tras la oscuridad mientras se movía tocando el piano. ¿Y ahora cómo la hago?, me dije.

Intervalo para una explicación técnica: “La siluetas se logran tras una combinación en equipo del ojo con la tijera. El ojo mira el perfil del sujeto/ta, si es recto o curvo y va siguiendo la línea mientras da órdenes a la tijera, casi simultáneamente los dos se encargan de recortar no solo la cara sino la personalidad.

Pero en este caso, yo les dije: hagan lo que puedan. Y el ojo dijo, “yo no veo un carajo, tijera, hazlo tú”. La tijera se armó de valor y sola fue moviéndose como ejecutando un danza en el papel finalizando la silueta de menos de un minuto.

Cuando la vi no pude creerlo, era la mejor que había hecho en mi carrera de siletista, no solo era Rubén sino también sus problemas, sus alegrías, y sus angustias. Rubén al verla, detuvo el tango que tocaba y gritó:

¡Soy yo, soy yo! ¡Miren esto! Se levantó atropelladamente y acercando la silueta a un foco, la mostró a los de la mesa.

Volvió a repetirse el silencio seguido de una voz arrabalera de mujer

¡Dale negro, dejate de joder, estas mejor de ñata!

Y la carcajada, esa carcajada como latigazos repercutió por el resto de la espesa atmosfera violeta. Entonces descubrí que el olor a muerto que se colaba en el aroma de plástico venía del aliento de estos espectros babosos en estado de putrefacción.

Salimos disparados a respirar el aire del mar. Nos sentamos en silencio delante de las olas y buscamos las pocas estrellas que detrás de los reflejos de la ciudad nos ayudaban a olvidar el mal rato.

En los dias siguientes Alberto pudo dar solo cuatro flores para comprar pan y un chorizo, y yo las siluetas suficientes para comer y pagar el billete del próximo autobús.

Nos despedimos con un abrazo en la puerta de la pensión. Alcé la bolsa, crucé la calle, y al ver en la otra acera la patética inmovilidad de Alberto inclinado mirando al suelo, sospeché que había decidido volver como hijo prodigo al seno de su creador, y di por seguro que el Greco lo recibiría con los brazos abiertos, para colocarlo en algún lugar del entierro del Conde de Orgaz.

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Próximo: El principio en Canarias

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