Cuando el siletista llega a Sevilla le parece haber entrado en una estampa pintada en el siglo XIX. Siente como un viaje astral al pasado en esos balcones con barrotes labrados, en los colores pálidos y rojizos de algunas casas, en los empedrados de las pendientes, en sus patios interiores provistos de arábigos aljibes, y el alminar de la Giralda y las grandes avenidas con parques recorridos por cercos y puertas de rejas. El barrio de la Cruz lo devuelve a una reencarnación de ese siglo, y como un caballero de entonces que desenfundaba su espada, el siletista debe sacar la tijera y ponerse el sombrero.
Sevilla
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Pero de entrada no, no, mejor enfundar la tijera y ponerse a callejear, eso, callejear por ahí distraído mirando todo no solo con los ojos de la cara sino con el gran ojo invisible que mira desde los pies a la cabeza. Y dar una vuelta con aire vagabundo, viendo colores por todas partes, y las filas de árboles que recorren las aceras y que generalmente nadie las ve.
Un estudiante de barbita en punta descubrió que yo era de “pajuera” y me llevó como guía por algunas iglesias recargadas de Cristos sangrantes, de vírgenes dolorosas, de tules morados y espacios enormes que apestaban a incienso.
En una de esas iglesias había un museo donde se exhibían las vírgenes que luego sacan en la Semana Santa y en el Rocío. Esta es nuestra Macarena, dijo el estudiante, ves, para nosotros es muy importante, como la vida misma.
La hermosa virgen tal vez obtenida de una modelo de 17 años sostenía en sus faldas un Cristo muerto, pálido como el marfil, con la frente sangrante, tal vez obtenido de un modelo de 40 años.
Aquí hay algo raro, le dije al estudiante, este Cristo parece el padre de la virgen o tal vez su abuelo.
El estudiante aulló:
¡No te permito esta falta de respeto a nuestra señora y al Cristo de nuestra cofradía! No quiero verte mas, no eres digno de entrar en nuestros suelo sagrado!
Seguí camino, tanteando la tijera que ya estaba en el bolsillo.
Un tipo largo con gesto afligido me indicó el mejor lugar para hacer siluetas era la plaza de los Naranjos, que allí solían ir los caricaturistas y retratistas, pero que esté al loro por si aparecen los “shivileh” (guardia civil) que te llevan con tijera y todo.
Por suerte no había artistas, solo bancos y árboles de esa naranja acida que viene bien para espabilarse. Me puse el sombrero, saqué la tijera y la hice girar como una hélice en mi dedo.
Primero fue un funcionario que iba de corbata y portafolio, su perfil árabe, nariz curva, cejas salientes, labios frontales, ¡facilísimo! El segundo fue una mujer rolliza que hablaba hasta por los tobillos. Me costó su pelo con forma de helado con cucurucho. El tercero un niño que su abuelo le repetía que se quede quieto hasta que lo dejó paralizado.
Después me fui a comer a una fonda donde me dieron sopa con una hoja de hierba buena y una paella llena de grasa. En la televisión por encima de las cabezas de los comensales Felipe González gritaba desesperado la urgencia por meternos en la OTAN. En las elecciones había prometido sacarnos de ese pozo si lo votaban. Por el ventanal discurrían carrozas con sus cocheros, señoras multicolores con sombrillas blancas y el sol de Sevilla repartiendo flores por todas las calles. Felipe González me amargaba la sopa.
Al atardecer me quedaban las pesetas de dos perfiles y di una vuelta por las tascas del barrio de la Cruz. Al anochecer tomaba mi quinto vaso de vino con un grupo que me había invitado, al parecer estudiantes, cinco mujeres y seis tipos, al parecer clase media muy acomodada, que en el fragor de tanto etílico les pareció una buena cosa la compañía de un argentino que se dedicaba a tijeretear perfiles, y obviamente me vi obligado a hacerles perfiles gratis a cada uno, (o sea pagué el vino, y tanto) que en la sana borrachera las caras salían mejor, casi rayando en la perfección. Una de las chicas, de una belleza ente árabe y griega, se me pegó con mucha risa y calor tomándome de la mano para decirme que dentro de una semana se casaba con un cordobés, pero que en ese momento, borracha, le parecía que no estar enamorada, algo que le asustaba verdaderamente teniendo en cuenta que los borrachos dicen la verdad.
De ahí, me metieron en un seat y todos apretados como gatos partimos hacia el otro lado del Guadalquivir. La chica, creo que se llamaba Felisa, me abrazó la cintura y se recostó en mi hombro. Me acuerdo muy nublado (los vasos de vino fueron más de cinco”) de una discusión en la oscuridad del coche. Me preguntaron por las Malvinas y yo dije que nunca le pegaría un tiro a un inglés que lo está esperando su madre y sus hermanos, por un territorio. Recuerdo el ruido de voces que se levantó, los gritos que darían la sangre, los huesos y la piel por la patria y por la bandera mas los gritos que explotaron cuando declaré que quemaría todas las banderas del mundo porque eran la chispa de la muerte a lo largo de la historia. Aquí hay un corte en la memoria y el recuerdo en blanco y negro de un lugar triste; una especie de anfiteatro de gradas sucias, papeles por todas partes; y una música espantosa que sonaba en el escenario de abajo donde no había nadie.
De pronto me veo enlazado con Felisa de piernas y manos en un beso interminable. Uno de esos besos que penetran para sentir a fondo las fibras del alma. Un beso asistido por los fachas de sus amigos que me rodeaban desaprobando mi actitud. ¡Apartemos al antipatria que esta enredado con nuestra amiga que se va a casar la semana que viene! Otro corte de memoria y el grupo huyendo, arrastrando a Felisa de los brazos.
El último recuerdo no sé si es real o me lo inventé como pasa con los sueños; Felisa tironeando, intentando zafarse para volver conmigo y dos de estos energúmenos que la meten en el coche como si la raptaran.
Lo que siguió fue el silencio, ya no sonaba la música, el viento del amanecer ocupaba la soledad total de las gradas donde yo era el único que estaba sentado.
Ya no tengo que hacer nada que hacer en Sevilla, me dije.
Bueno, sí, unos cuántos perfiles más para tomarme el autobús al sur, a ver si en el mar tengo más suerte.
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