Los primeros signos del fin del desierto eran esos baubabs que parecían salidos de la imaginación alucinógena. La carretera a Gao dejaba atrás aquella inmensidad lisa. Era el principio de la gran sabana en Baubabs y hojas verdes, en aldeas de pocas chozas con los típicos depósitos de mijo con sombreros chinos de paja, y más allá un sembrado, dos negras conversando, sus niños colgando de sus espadas, en las telas de colores vivos. Cada tanto alguien parado como muñeco al borde de la carretera. O camellos lejanos al lado de baubabs. Una gran meseta con dos peñascos en punta que le llamaban la mano de Fátima.
Había que presentarse en la comisaria con nuestros pasaportes antes de entrar en Gao. La casa tenía una larga pared amarilla con las rejas a un extremo y manos oscuras que salían entre los barrotes. En la galería un policía durmiendo acurrucado debajo de un banco.
Estábamos medio dormidos, por eso no vimos el árbol de los lamentos sonámbulos. ¡Ostras tú!, dijo Xavier al verlo. De un árbol seco colgaban unos hombres semidesnudos con una muñeca atada a las ramas y la otra muñeca atada a los tobillos. Algunos de los castigados estaban semiconscientes y emitían ese lamento de animales heridos. Los otros desmayados dejaban caer el cuerpo como una cosa muerta, y el color ceniza del árbol era el mismo de los cuerpos que pendían bajo ese fuerte sol.
“Bienvenidos al África Negra”
Dijo el comisario muy risueño jugando en el escritorio con nuestros pasaportes, ¡espagnol, espagnol!, y se reía y su risa sonaba con los llamados que provenían de un pasillo marrón sucio donde al fondo estaba la celda, al parecer, overbooking.
Gao era un pueblo amable de casas iguales que miraban el paso del jeep comando por esas calles anchas de tierra transitadas por viejas camionetas destartaladas y manadas de cabras que arriaban niños descalzos con un palo. Ahmed preguntó por el camping saludando al modo africano, ¿su familia bien?, ¿su salud también?, ¿y la suya?, muy bien ¿y su salud?, perfecta, pues el camping queda al final de esta calle donde hay unos cuantos coches de blancos
Los coches de blancos eran todos Land Rover. Nuestro pequeño comando destacaba entre dos de esos enormes jeeps cargados con todo equipo para no tener problemas en el desierto que acaban de cruzar. Había tipos que todavía seguían con tierra en el pelo y en las camisas, venían con ellos chicas rubias y pelirrojas hartas de tanto viaje, que nos miraban con un halo de desconfianza. Hablaban francés, otros alemán. El único peugeot era el de nuestros amigos, que lo habían dejado en la entrada y tenía tanta tierra en el capó que parecía abandonado.
En el jeep vecino un tipo de bigotes y sombrero blanco escribía en una mesa. Escribía y escribía. Los tres dias que estuvimos en Gao se lo pasó escribiendo y me gustaba verlo porque hacía cosas parecidas a las que hago cuando escribo en un cuaderno, tachaba, escribía en los bordes, en los márgenes, y leía inmediatamente corrigiendo para identificar esa palabra escondida tras un garabato. Lo estaba contemplando desde cierta distancia cuando vino Ricardo y me dijo con un resentimiento agrio −yo a ese tipo le odio− ¿Por qué?, pregunté, “porque es un solitario”. “¿Y que tiene de malo ser solitario? “Esta solo y escribe y los demás no existen”. “Cuando se escribe es difícil ver a los otros”, intenté aclararle. “¡Es un solitario!”, −determinó con verdadera bronca− “por eso le odio”. Lo dejé masticando su oído, y me fui a caminando por esas calles de cabras y gente alegre. Y me fui deduciendo el peligro que supone ser diferente en este planeta.
Nos sirvieron arroz con carne de algo y patatas y zanahorias y algo más que parecía pescado en unos platos enromes. Estábamos con Ahmed, con Elga y Jean Baptiste en una de las mesas de la calle. Ahmed nos miraba comer pero no probaba bocado. “¿Qué pasa, no comes?” “Con el permiso de ustedes quiero llevar este plato a mi padre”. “¿Y dónde está tu padre?” “Aquí, a dos calles, en un patio”.
Le acompañé. Los demás se quedaron comiendo eso. Ahmed llevaba el plato como bandeja en las manos, y yo le seguía detrás, y los que estaban sentados en los umbrales, solo miraban pasar el plato.
El patio, era un amplio espacio con una casucha de tierra roja al fondo. Había un aljibe, y a un lado un hombre sentado en un taburete con un bobú que radiaba de celeste. Este es mi padre, dijo Ahmed, y le entregó el plato. El hombre era la tranquilidad viva en silencio, sentado digno, con postura relajada. Parecía más joven que Ahmed, más joven que yo, más joven que todos nosotros. Su mirada era al del niño distraído que esta fuera del mundo. Me alegré que mi amigo Ahmed tenga como padre esa presencia que solo empezó a comer cuando nos fuimos.
La idea era un día más y saldríamos para Mopti, porque en Mopti nos despediríamos del jeep. Xavier tenía pensado venderlo. Ya verás como en dos o tres dias me lo compran, me dijo en el camping, y después nos vamos al país Dogon. No le dije que pensaba abrirme solo y libre, se lo diría en Mopti para ahorrar palabras.
Pero ahora había que despedirse de Ahmed que volvía a Bamako. Lo acompañamos hasta la camioneta donde iban subiendo gente con bultos, familias con niños, parecía que no tenia fondo por la cantidad de gente que seguía entrando por las puerta.
Ahmed nos miró a los tres con la misma parsimonia que antes nos pedía los pantalones. "Quiero una foto de cada uno", nos pidió esta vez. Revisando los bolsos, sacando el sobre, le dimos nuestras caras en las fotos que sobraron del pasaporte.
Ahmed dijo, "lo mejor que me ha ocurrido es haberlos conocido". Hablaba a las fotos como si estuviésemos en esos cuadraditos, "y les quiero mucho a los tres, y no los voy a olvidar". Acto seguido empezó a dar besos a las fotos, "gracias, gracias, los quiero mucho" y más besos a las fotos.
La camioneta estaba repleta cuando arrancó, Ahmed se subió colgándose del pescante.
− ¡Adiós Ahmed –le grité− ¡Nos vemos en Paris!
Entonces Ahmed sonrió como nunca le había visto, y su sonrisa se fue confundiendo con el humo del escape de esa camioneta, que le haría falta un buen cambio de aceite.
Ahmed dijo, "lo mejor que me ha ocurrido es haberlos conocido". Hablaba a las fotos como si estuviésemos en esos cuadraditos, "y les quiero mucho a los tres, y no los voy a olvidar". Acto seguido empezó a dar besos a las fotos, "gracias, gracias, los quiero mucho" y más besos a las fotos.
La camioneta estaba repleta cuando arrancó, Ahmed se subió colgándose del pescante.
− ¡Adiós Ahmed –le grité− ¡Nos vemos en Paris!
Entonces Ahmed sonrió como nunca le había visto, y su sonrisa se fue confundiendo con el humo del escape de esa camioneta, que le haría falta un buen cambio de aceite.
1 comentario:
Jose: como siempre, un placer leerte!
te mando un gran beso, Lucia
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