jueves, 8 de octubre de 2009

MOPTI




Hoy encontré el pasaporte verde, que dice España en letras doradas, y que lo tenía olvidado en una caja. La cara de “yo nunca fui” de la foto es espantosa, y las páginas de visados están llenas de sellos como si hubiese recorrido un montón de países. Y no son otra cosa que los sellos que nos ponían en la carretera los puestos improvisados de policía para sacar algo del extranjero. Los veíamos de lejos, entre los espejismos del asfalto, una casucha de maderas o de palos o de cartones, y los dos tipos atisbando para ver si ese jeep es de africanos o de extranjeros y en cuanto olían que era de blancos, levantaban la cuerda de esparto, para detener el coche.
Lo bueno que siempre sonreían. O intentaban una actitud seria extremadamente sobreactuada que nos hacía reír. Miraban los pasaportes, les plantaban el sello y antes de devolverlos decían un cadeau, un cadeau un regalo. Había que darles un mapa o un bolígrafo, o una camisa, un sombrero, lo primero a mano para recobrar los pasaportes.
De este modo entre puestos y cuerdas de esparto fuimos avanzando por la carretera hacia Mopti por esa sabana de suave verdor y pajonales aun mas amarillos bajo el bendito sol; baubabs, y acacias, como si fueran arboles transparentes por encima del horizonte. Y otra vez esas aldeas donde sus habitantes componen una sola familia. Si muere alguien, es el dolor de la aldea, si alguien nace es la fiesta de la aldea, y en la bodas se emborrachan hasta la abuelas con la cerveza de mijo.

En Mopti no había que presentarse ante ningún policía, Xavier condujo el jeep entre las casas de barro hasta la orilla del Níger.
A esa hora el agua se volvía un largo espejo que reflejaba las pinazas, esas piraguas estrechas que llevan gente sentada y bultos, con un hombre totalmente oscuro ante la luz del río que rema hundiendo el palo en el fondo del cauce. Y pasaban grandes piraguas a motor con cajas y equipajes en el techo y pasaban ferrys de dos plazas repletos de pasajeros y en la otra orilla donde amontonaban las pilas de palos para leña, los niños chapoteaban en el agua, otros se zabullían dando gritos de risa y el ruido de motores, de voces, de autobuses, de bocinas, nos ubicaban en el primer puerto africano que el jeep había llegado.

Para vender el jeep Xavier puso en el parabrisas el cartel, pour vendre, con el precio. El camping era una copia del de Gao. Juraría que esos Land Rover de enfrente los vimos allí. Por lo menos la rubia bizca que va con pasos de avestruz estaba en el otro camping.
En tres dias lo vendo, había dicho Xabier.
Ya llevábamos una semana, y todavía ninguno de los posibles compradores se decidía. En ese camping habían dos peugeot mas en venta, uno de ellos el de Jean Baptiste, y también vendían un Land Rover verde.

Una semana. Suficiente para dar unas vueltas por Mopti, bajar al mercado a orillas del río y llenarse de olor a pescado y a barro, a sopas y a humo, todo en medio de gritos de vendedores, risas, una muisca rapera a todo volumen, un tambor en un rincón cubierto por lonas, cabras con las patas atadas, jaulas de gallinas, un mundo de gente circulando entre de artículos para fetiches, digamos patas de mono, de leopardo, cráneos de panteras, huesos de todo tipo, collares de semillas sagradas. Y al lado las carnes de ovejas totalmente negras por la invasión de moscas, los pescados en los cestos bañados de escamas, los rabiosos colores de las telas de las mujeres, con rombos rojos amarillos, dibujos de azul radiante con naranja, telas de las que cuelgan niños dormidos, y allí los vendedores de tallas de madera y cuchillos al borde de la orilla. Me compré un cuchillo tuareg, curvo, grande. Como arma no estaba mal. Comimos el famoso “capitán” grande como un atún, y lo mejor es comerlo en ese restaurante de maderas resecas mirando el trafico de piraguas y barcazas que continuamente pasan por el Níger, algunas rumbo a Tombuctú

En esa semana a Jean Baptiste se le hinchó la lengua como una bergamota y fue a parar al hospital. Elga me dijo que los médicos no sabían que era y en todo caso le estaban dando una serie de antibióticos. Prefiero que se quede con la lengua grande a que me lo maten, dijo Elga y me pidió que la acompañase a verlo.
El hospital era aquel edificio descascarado cerca de la estación de autobuses. Lo malo es que Elga atraía a los africanos como moscas, y en el camino vi de reojo como nos empezaban a seguir uno tras otro, y pronto oiamos detras un enjambre de tipos fuertes y ojos enloquecidos. Elga siguió tranquila, tan acostumbrada. Uno de ellos con aspecto de boxeador se adelantó y me dijo
–Señor, tu mujer es muy bella, yo la quiero follar.
Mi postura era incomoda.
Por un instante me vi hecho una calcomanía en el suelo pisado por miles de hojotas.
−Momento –dije− podíamos hablarlo primero.
Pero Elga mostró su vena aventurera de mujer Durga. Levantó una piedra del suelo y a los gritos de ¡Alle, vit, vit, je te tuer! el grupo en bloque salió disparado como si les fuera a caer la piedra en la cabeza. Yo lo vi todo como una suerte de milagro de esos que se cuentan.

Esa semana por las noches frecuentamos el bar de un colono francés que se llamaba Pierre. Un tipo rojo calvo con ojos de pescado cansino. Tenía pecas hasta en la nariz.
El bar era agradable con algunos cuadros de campiña francesa entre fotos de arrozales africanos. Había pocas mesas, y cada tanto venían otros franceses colonos a tomar passtisse y a jugar al baggamon. Nosotros también juagamos con él tirando unos dados enromes anaranjados. Nos dijo que no puede volver a Francia porque lo busca la justicia, Y por educación ninguno preguntó porque lo buscaban.
Insistía el tal Pierre que su especialidad era el pato a la naranja. Un día lo probé y casi lo vomito. El hombre me miró con sonrisa nerviosa diciéndome, que mi organismo no resistía el pato.
Otras noches el bar se llenaba de adolecentes descalzas que nos preguntaban de inmediato si queríamos ir a la cama, y que nos cobraban poco. Pierre la detenía y les decía que así no se piden las cosas.
Muchos años después llegué a Mopti para armar un itinerario que me habían pedido en la agencia, y le pregunté al dueño del hotel, un tipo gordo y gigante, si todavía estaba el bar de Pierre.
-− ¿Tú eras amigo? – la pregunta sonó cargada de rencor.
− No, amigo no, solo iba a su bar.
−Lo ajusticiaron –dijo pasando el canto de su mano por el cuello.
−Y… ¿Por qué?
−Prostitución con niños.

Al fin un peul grandote de bubú gris compró el jeep.
Los acompañé a Xavier y a Ricardo a las oficinas donde sellaban un papel a modo de transferencia. El peul traía una bolsa de plástico llena de francos franceses, tenía enromes pies en sus sandalias de esparto y una sonrisa de cine. La cara de Xavier era más tristona que antes, pero Ricardo contento de quitarse el jeep de encima. Yo en cambio salí a verlo. Estaba aparcado en una esquina, tan triste, a punto de echar gasoil por las ventanillas. No llores, yo nunca te hubiese vendido, me gustó conducirte. Y a mí que me conduzcas, dijo el jeep. El sol le dio de refilón en los cristales y dijo, me queda poco de vida, me van a fundir. Lo dejé con esa sensación de pérdida en el estomago cuando los catalanes salieron de la oficina.
− ¿Te vienes con notros al país Dogon?
−No, sigo hacia Burkina Fasso.
Se sorprendieron.
−Pero tío, el país Dogon te va a gustar más que Burkina.
−Lo que yo quiero es seguir solo.
Sentí dar una estocada de ofensa.
− ¿Y cómo vas a llegar Burkina? –pregunto Xavier.
−En uno de los camiones del francés del camping.
− ¡Ese tipo! –Ricardo frunció la cara.
−Sí, ya me dijo que me llevaba.
−Yo pensé que era mudo, que no podía decir nada –dijo Ricardo.
Les di las gracias por la compañía y el viaje. Estaban serios. Nos dimos la manos, manos frías, digo, y buena suerte, y buen viaje.

El francés se llamaba Arnaud, era un tipo raro, hablaba poco. Parecía sonreír constantemente pero era un defecto en la forma de su boca. Tenía canas en un pelo negro tupido, y era tan taciturno que me costó decirle si me llevaba a Bobo Diulaso.
−Si –dijo− te llevo en este camión.
Había cruzado el desierto con esos dos camiones Berliet, el que conducía él llevaba un tractor en la caja, y el que conducía su amigo argelino llevaba siete motos. Todo un pedido para entregar en Ouagadougou

Al subir con mi mochila y verme delante del amplio parabrisas, sentí otra vez esa fuerza que tiene la libertad del viaje.

Próximo: Burkina

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