No me acuerdo quien me dijo que en Man, el pueblo al noreste de Costa de Marfil, una etnia practicaba la antropofagia. Al igual que en Vanuatu, comían a los familiares luego de la muerte, de modo que el cementerio era el estomago de cada uno de los parientes. El que me contó esto me dijo que uno de sus miembros fue a estudiar medicina a Londres, se casó con una pelirroja inglesa, tuvo un par de hijos y un día recibió una carta de Man; ven pronto, murió abuela. El hombre viajó a su pueblo, cumplió con los funerales y al regresar a Londres le confesó a su mujer la costumbre de su gente, y que no se preocupe, porque de su abuela le tocó solo un dedo. La mujer se separó. No había amor.
Si hay amor se puede compartir un dedo.
Cuando llegué a Man con mi bolsa y ese calor del mediodía, no quise preguntar por el grupo de caníbales. En estos viajes hay que estar en continua alerta. Man sin embargo era un pueblo agradable de tierra roja como la sangre y casas de tejados claros, muchos árboles en las calles, y en esa pensión que daba a una especie de plaza me tocó un cuarto pequeño, no estaba mal, había otros cuartos, un patio de tierra con un par de palmeras y la mesa para el desayuno.
Fue precisamente en uno de esos desayunos que asistí a una insólita discusión. Un hombre vestido con elegante bobu le contaba a un muchacho de camisa verde y pantalón oscuro, las peripecias que pasó en Paris. Le hablaba de los espantosos patrones que tuvo cuando trabajó en la Renault, le decía que los franceses parecen de otro mundo, como si siempre tuviesen frio pero no quieren demostrarlo, por eso arrugan las bocas en un gesto de perene desprecio.
Tú no me lo vas a creer decía el hombre del bobu, pero en un edificio, los vecinos que llevan más de veinte años viviendo puerta con puerta, no se dicen bonjour.
“N´est ce pas” no es verdad −dijo el muchacho seguro de que le tomaba el pelo y era lógico que pensara así cuando en todo África del Este el saludo es buenos dias, buenos dias, como estás, muy bien ¿y tú?, yo también ¿y tu salud?, mi salud muy bien ¿y la tuya?, la mía también ¿tu familia? , la mía bien ¿y la tuya? la mía también.
Y es de pésima educación saltarse uno de los saludos.
Pas vrais −insistía el muchacho.
−C’est vrais es verdad −decía el hombre entendiendo al tiempo que el otro no podía entender.
−Como no se van a decir…
− ¡Van en el mismo ascensor y no se hablan!
−Pas vrais –repetía como un pájaro el muchacho atónito.
Intervine para decirle que sí, es así, pero no solo en París sino en todas las ciudades, no se dicen buenos días ni nada y viven toda la vida unos pegados a otros.
Qué pocos francos cefas me quedaban. Tenía que llegar a Conakry donde estaban mis amigos Estrada, y el viaje sería duro porque ya no podía seguir pagando alojamientos de ninguna especie. Miré en el mapa el largo recorrido en autobuses y camionetas que haría en los próximos días y eso fue lo primero que me trajo mareos. Luego un huevo duro en ese patio donde el muchacho ahora me pedía que le cuente cosas de mi cuidad. Yo no vivo en ninguna ciudad y este huevo me parece que estaba malo.
Salí con nauseas a caminar por esas calles de piedrecilla roja. Pasaban cabras arriadas por mujeres musulmanes que llevan las cabezas cubiertas por tules negros y los pies pintados del polvo rojo de la tierra, me miraban y saludaban agitanado sus bastones. Allá en otra plaza un grupo de gente gritaba al unísono en torno a dos tipos que estaban bailando.
No estaban bailando.
Cuando me acerqué los vi dando saltos ridículos en un match de boxeo. Los movimientos tan estrafalarios me hicieron pensar que jugaban a la pelea. El más bajito a cada salto hacía un cambio cómico de piernas, y el otro morrudo de gran cabeza se balanceaba como una peonza. Por entretenerme y olvidarme de lo mal que me cayó el huevo me quedé a mirar quien pegaba primero. Un par de golpes de estudio, los gritos de los espectadores aturdiendo, y los dos ahora giraban buscando un hueco. Ya estaba pensando en sentarme cuando súbitamente se enredaron cuerpo a cuerpo, los gritos de la gente estallaron en el momento que los dos caían entrelazados en el suelo. Hubo un violento revuelo de polvareda rojiza y el ruido de algo que revienta. El bajito se levantó con ojos de loco y una piedra ensangrentada en su mano, como si la fuera arrojar lejos, el otro se sacudía en nervios como una paloma cuando le dan el tiro en el cuello. Los espectadores desaparecieron como si se los hubiese tragado el aire, yo me quedé mirando el rostro del hombre que estaba con los ojos abiertos y muerto. No sé de dónde surgieron esas mujeres cantando un coro de lamentos como una lejana canción que se pierde en la historia del lugar. Cerraban los ojos, se movían como plantas sopladas por el viento y cantaban con ese agudo triste que me persiguió toda la noche. Vomité el huevo duro en el patio. Vi las estrellas desteñidas por la nausea que sentía en el estomago, y en el sueño, maldita sea, seguí escuchando el coro de la muerte y no sé cuantas veces se repitió el hombre que se sacudía como una paloma cuando…….
Próximo: el fin de Africa.