Habíamos pasado el mítico bidón V, y nada había cambiado, como si anduviéramos sin movernos del mismo sitio y solo se movieran las piedras. El cielo fue el mismo a toda hora. Un cielo grisáceo y radiante que huía detrás de ese horizonte circular. Entre el cielo y la tierra, el jeep comando iba como dormido, ronroneando, Xavier, su dueño, que también conducía dormido, despertó de golpe y dijo “¡Collons, hems perdut los pals” (perdimos los postes) has perdut el pal (Perdiste, el poste) le corrigió Ricardo, también despertando.
Y yo pensé: estamos perdidos.
Pero el sol va hacia el oeste. ¡Y qué!, si no encontramos los malditos palos.
Había un miedo tenso, como una desesperación aguantada por cortesía. Un miedo que espantaba pensamientos tales como el jeep carcomido con la arena pegada a los hierros, y lo peor es que nadie nos iba a ver y otro pensamiento ya borracho decía, la muerte en el desierto se mezcla seguramente con pesadillas y sueños resplandecientes. Por ahí veo a Buda y a Cristo, los dos sentados tomando té tuareg. Y otro pensamiento sin palabras visualizaba nuestros huesos dispersos alrededor del hierro oxidado del jeep. Pero Xavier tenía una brújula y se ubicó, no sé cómo, porque a la hora de circular a la deriva vimos aquella línea lejana, como una sombra vertical, que podía ser un espejismo. No, no lo sabíamos, pero el jeep aceleraba hacia allá y la línea se hizo nítida y los tres gritamos, ¡es el poste, el poste el poste!
Al oscurecer, conduciendo yo, llegamos a la primera población desde que salimos de Reggane. Si es que podía llamarse población a cinco casas cuadradas del mismo color del desierto, como si hubiesen brotado de la tierra. Parecían abandonadas. Unos cuantos hombres con diferentes turbantes rodeaban un Land Rover largo con un montón de bultos sobre el techo. Según los cálculos estaríamos a pocas horas de Bordj-Mokhtar, el límite de Argelia, luego había que atravesar la tierra de nadie hasta la frontera con Mali.
Del Land Rover vinieron a nosotros tres tipos con cara de auxilio, y turbantes sucios de tierra, “No nos arranca el motor, necesitamos un mecánico”. Eran de Mauritania, y querían salir al amanecer.
Ricardo fue para allá y estuvo hasta la media noche encima del diesel como un cirujano de corazón. Sonaban exclamaciones, discutían, y se reían dando gritos.
Xavier estaba preocupado. “Al llegar a estos pueblos hay que presentarse a la policía, y no lo hemos hecho” “¿Qué policía?”, pregunté incrédulo”. Mañana lo sabremos, dijo Xavier.
Cuando el negrito de pantalones roñosos vino corriendo a nuestra tienda por la mañana para decirnos que el jefe de policía nos esperaba y que estaba de mala leche, entendí a Xavier.
El puesto de la policia, a un kilómetro del poblado, era una casa que también parecía brotar del desierto. Desde el parabrisas del jeep vimos al jefe de policía sentado en una silla afeitándose delante de un espejo roto que sostenía. Era peul, de parpados caídos y nariz como una berenjena pasada. Estaba sin camisa y desparramaba una panza gris llena de sudor por encima del cinturón. Nos lanzó una mirada cansada, con la barbilla llena de espuma de afeitar. “Je ne suis pas content » espetó sacando una lengua morada. « Donne mois les passeport ». El negrito sostuvo el espejo mientras el jefe tomaba nuestros pasaportes y sin abrirlos los metía debajo del pantalón encajándolos en sus partes tan sudadas que estarían como su panza asquerosa.
Fuera –gritó.
No podemos seguir viajando sin pasaporte, le dijimos, Vengan mas tarde y veremos, nos dijo. Quitó con furia el espejo al negrito y pasando la navaja por la mejilla, parecía sonreír, pero era el jabón que se le metía en los labios dando forma de sonrisa subnormal.
Dos horas más tarde el jefe de policía estaba, podría decirse, elegante, solapas en orden, afeitado, y sonriente. No era para menos. Xabier que conocía todos los códigos, se había bajado del jeep con un bidón de gasoil, regalo de la casa, del jeep. Très gentil, très gentil, decía el jefe contoneándose como una gallina. Nos dio los pasaportes y nos deseó suerte. Con dos dedos tomé mi pasaporte, pensé en olerlo. Pero para qué, ya se secará.
Las horas que habíamos recorrido esa mañana derivarían en la casilla polvorienta y amarilla del puesto fronterizo. El sol del mediodía rabiaba en ese amarillo que reflejaba el rostro negro del gendarme de frontera con borceguíes rotos y uniforme de un desteñido que podía venir del azul o del verde. A cierta distancia los camellos de unos tuareg rugían como motores. Los tuareg sujetaban las riendas y el camello tiraba de la cuerda para sacar agua de uno de esos pozos del desierto que parecen llegar al centro de la tierra.
El gendarme miró los pasaportes con aire entendido. Nos miró para ver si nuestras caras eran las caras de las fotos, y plantó el sello con tal entusiasmo que podía partir los pasaportes por la mitad.
Sobre una banqueta de piedra, sentado con las piernas juntas y las manos en el regazo, un muchacho peul de nariz como pico de cigüeña, ojos redondos oscuros, era lo más parecido a un pajarraco en el alambre. No nos miraba. Se lo veía absorto en pensamientos calculadores.
Los tuareg dieron gritos que retumbaron como ecos. El camello tiró de la cuerda y emergió hacia la polea un saco de cuero que rebasaba de agua.
El gendarme nos entregó los pasaportes.
−De aquí en adelante está la marcuba, la llanura de arena, necesitan un guía para encontrar la pista, ya no hay más postes.
−No necesitamos guía –dijo Ricardo.
−Sin guía no los dejo pasar –dijo el policía
−De donde sacamos un guía –dijo Ricardo.
−Este es un guía –el gendarme señalo al muchacho peul que por primera vez se movió girando la cabeza con el mismo aire pensativo.
El gendarme habló en francés con el muchacho peul, le dijo que nosotros lo podíamos dejar en Anéfis. Le pregunté al gendarme porque hablan en francés, y no en bambara, o peul, o Soninké
Irguió el pecho ofendido.
−Monsieur, ici c´est la civilisation –anunció señalando el suelo –ici c´est la route que va a la Londra, a Paris, a New York. .
El muchacho subió al jeep y sentó detrás conmigo “Me llamo Mohamed Abdel El Binyam Kadur, pero llamarme Ahmed.
Anduvimos un kilometro hasta llegar a un verdadero mar de arena como una vasta playa que se extendía por todas partes con los mismos horizontes que hasta entonces nos rodearon pero ahora todo el mundo era arena.
Xavier puso la tracción de cuatro ruedas y pregunto a Ahmed
−La piste c’est ou? (Dónde está la pista)
−Je ne sais pas – (ni idea) exclamó Ahmed dignamente.
−Mais tu es le guide (pero tú eres el guía) –le dije.
−Je ne suis pas le guide (no soy guía) –dijo Ahmed con orgullo−. Je suis un aventurier. (soy un aventurero)
Y yo pensé: estamos perdidos.
Pero el sol va hacia el oeste. ¡Y qué!, si no encontramos los malditos palos.
Había un miedo tenso, como una desesperación aguantada por cortesía. Un miedo que espantaba pensamientos tales como el jeep carcomido con la arena pegada a los hierros, y lo peor es que nadie nos iba a ver y otro pensamiento ya borracho decía, la muerte en el desierto se mezcla seguramente con pesadillas y sueños resplandecientes. Por ahí veo a Buda y a Cristo, los dos sentados tomando té tuareg. Y otro pensamiento sin palabras visualizaba nuestros huesos dispersos alrededor del hierro oxidado del jeep. Pero Xavier tenía una brújula y se ubicó, no sé cómo, porque a la hora de circular a la deriva vimos aquella línea lejana, como una sombra vertical, que podía ser un espejismo. No, no lo sabíamos, pero el jeep aceleraba hacia allá y la línea se hizo nítida y los tres gritamos, ¡es el poste, el poste el poste!
Al oscurecer, conduciendo yo, llegamos a la primera población desde que salimos de Reggane. Si es que podía llamarse población a cinco casas cuadradas del mismo color del desierto, como si hubiesen brotado de la tierra. Parecían abandonadas. Unos cuantos hombres con diferentes turbantes rodeaban un Land Rover largo con un montón de bultos sobre el techo. Según los cálculos estaríamos a pocas horas de Bordj-Mokhtar, el límite de Argelia, luego había que atravesar la tierra de nadie hasta la frontera con Mali.
Del Land Rover vinieron a nosotros tres tipos con cara de auxilio, y turbantes sucios de tierra, “No nos arranca el motor, necesitamos un mecánico”. Eran de Mauritania, y querían salir al amanecer.
Ricardo fue para allá y estuvo hasta la media noche encima del diesel como un cirujano de corazón. Sonaban exclamaciones, discutían, y se reían dando gritos.
Xavier estaba preocupado. “Al llegar a estos pueblos hay que presentarse a la policía, y no lo hemos hecho” “¿Qué policía?”, pregunté incrédulo”. Mañana lo sabremos, dijo Xavier.
Cuando el negrito de pantalones roñosos vino corriendo a nuestra tienda por la mañana para decirnos que el jefe de policía nos esperaba y que estaba de mala leche, entendí a Xavier.
El puesto de la policia, a un kilómetro del poblado, era una casa que también parecía brotar del desierto. Desde el parabrisas del jeep vimos al jefe de policía sentado en una silla afeitándose delante de un espejo roto que sostenía. Era peul, de parpados caídos y nariz como una berenjena pasada. Estaba sin camisa y desparramaba una panza gris llena de sudor por encima del cinturón. Nos lanzó una mirada cansada, con la barbilla llena de espuma de afeitar. “Je ne suis pas content » espetó sacando una lengua morada. « Donne mois les passeport ». El negrito sostuvo el espejo mientras el jefe tomaba nuestros pasaportes y sin abrirlos los metía debajo del pantalón encajándolos en sus partes tan sudadas que estarían como su panza asquerosa.
Fuera –gritó.
No podemos seguir viajando sin pasaporte, le dijimos, Vengan mas tarde y veremos, nos dijo. Quitó con furia el espejo al negrito y pasando la navaja por la mejilla, parecía sonreír, pero era el jabón que se le metía en los labios dando forma de sonrisa subnormal.
Dos horas más tarde el jefe de policía estaba, podría decirse, elegante, solapas en orden, afeitado, y sonriente. No era para menos. Xabier que conocía todos los códigos, se había bajado del jeep con un bidón de gasoil, regalo de la casa, del jeep. Très gentil, très gentil, decía el jefe contoneándose como una gallina. Nos dio los pasaportes y nos deseó suerte. Con dos dedos tomé mi pasaporte, pensé en olerlo. Pero para qué, ya se secará.
Las horas que habíamos recorrido esa mañana derivarían en la casilla polvorienta y amarilla del puesto fronterizo. El sol del mediodía rabiaba en ese amarillo que reflejaba el rostro negro del gendarme de frontera con borceguíes rotos y uniforme de un desteñido que podía venir del azul o del verde. A cierta distancia los camellos de unos tuareg rugían como motores. Los tuareg sujetaban las riendas y el camello tiraba de la cuerda para sacar agua de uno de esos pozos del desierto que parecen llegar al centro de la tierra.
El gendarme miró los pasaportes con aire entendido. Nos miró para ver si nuestras caras eran las caras de las fotos, y plantó el sello con tal entusiasmo que podía partir los pasaportes por la mitad.
Sobre una banqueta de piedra, sentado con las piernas juntas y las manos en el regazo, un muchacho peul de nariz como pico de cigüeña, ojos redondos oscuros, era lo más parecido a un pajarraco en el alambre. No nos miraba. Se lo veía absorto en pensamientos calculadores.
Los tuareg dieron gritos que retumbaron como ecos. El camello tiró de la cuerda y emergió hacia la polea un saco de cuero que rebasaba de agua.
El gendarme nos entregó los pasaportes.
−De aquí en adelante está la marcuba, la llanura de arena, necesitan un guía para encontrar la pista, ya no hay más postes.
−No necesitamos guía –dijo Ricardo.
−Sin guía no los dejo pasar –dijo el policía
−De donde sacamos un guía –dijo Ricardo.
−Este es un guía –el gendarme señalo al muchacho peul que por primera vez se movió girando la cabeza con el mismo aire pensativo.
El gendarme habló en francés con el muchacho peul, le dijo que nosotros lo podíamos dejar en Anéfis. Le pregunté al gendarme porque hablan en francés, y no en bambara, o peul, o Soninké
Irguió el pecho ofendido.
−Monsieur, ici c´est la civilisation –anunció señalando el suelo –ici c´est la route que va a la Londra, a Paris, a New York. .
El muchacho subió al jeep y sentó detrás conmigo “Me llamo Mohamed Abdel El Binyam Kadur, pero llamarme Ahmed.
Anduvimos un kilometro hasta llegar a un verdadero mar de arena como una vasta playa que se extendía por todas partes con los mismos horizontes que hasta entonces nos rodearon pero ahora todo el mundo era arena.
Xavier puso la tracción de cuatro ruedas y pregunto a Ahmed
−La piste c’est ou? (Dónde está la pista)
−Je ne sais pas – (ni idea) exclamó Ahmed dignamente.
−Mais tu es le guide (pero tú eres el guía) –le dije.
−Je ne suis pas le guide (no soy guía) –dijo Ahmed con orgullo−. Je suis un aventurier. (soy un aventurero)
Este fue el primer contacto con Ahmed, a quien ninguno de los tres olvidaríamos. Y la razón por la que empecé a escribir esto.
Próximo: Ahmed 2
2 comentarios:
BUeno, Jose, la verdad, que cada dia estoy mas enganchada con esta aventura a entregas que nos das!! No veo la hora de leer lo que sigue!
Te mando un mate con yuyos desde un dia invernoso y creo que estas por cumplir años, asi que un abrazo gigante tambien!!!!!!
besos, Lucia
tu "cuentito" me ha recordado la frase del maestro bolaño que al preguntarle sobre que era una escritura de calidad respondió:
"saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso.
un abrazo.
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