viernes, 27 de junio de 2008

Alfonso Alcalde

Esto ocurrió en 1979, Salvador Allende puso un puesto de cuadritos frente a mi puesto cuando yo vendía camisas en el tristemente célebre mercadillo hippie de Es Caná.
Es igualito, dijo Ana, y yo dije, si no se lo hubiesen cargado en la Casa de la Moneda seis años atrás diría que es él. Igual es el doble, dijo Ana, por ahí es el mismo Salvador Allende y el que mataron era un doble, y que hace aquí con ese puesto de cuadritos, no va a vender nada, pobre tipo, ¿será una tapadera?
Pero ante nuestra sorpresa los turistas se acercaban curiosos, Salvador Allende le enseñaba el cuadrito, entonces soltaban una carcajada, metían la mano en el bolso y se llevaban el cuadrito. ¿Cómo puede vender eso?, si son estampas de ánforas púnicas con colores horribles, me dijo Ana.
Me acerqué a investigar.
Buenas, que colores raros ¿no? tienen estos cuadritos.
Estas ánforas guardan un secreto en su interior, pero solo para los que lo saben ver, claro que nadie lo descubre a primera vista, pero yo me encargo de decírselos, (¡tenía acento chileno! ¡Era Allende!,) mira pues, recogió un cuadro y lo puso frente a mis ojos, los horribles colores del ánfora resultaron un collage de fotos porno, tetas, anos, miembros, pelos, vaginas, todo en tal armonía comprendían los grabados púnicos del ánfora.
Que buena idea, le dije.
Ese fue el principio de mi amistad con el genial poeta, escritor y dramaturgo chileno Alfonso Alcalde, y a quien tengo que agradecerle su consejo y su presencia en aquellos días de tanto sol ibicenco. Esa vez le hice saber su parecido con el presidente asesinado. Todo el mundo me lo dice, soy como su gemelo.
Había llegado con Ceidy su mujer, y sus dos hijos de Israel, donde vivieron en calidad de refugiados. Años antes habían estado en Bucarest. Cuando tuvo que huir tras el golpe del 11 de septiembre dos de sus obras de teatro llevaban un par de años en cartel, había publicado libros de poesía, libros de cuentos, poemas, y dos novelas.
Ceidy era judía y pro palestina como algunos pocos israelitas, y al fin un día decidieron marchar a Ibiza cansados de la represión a los palestinos.
Y en Ibiza fueron noches de verano en el jardín de la casa que habían alquilado, noches de luna y aire fresco y vino frío blanco y mas vinos y quesos, y también tardes de cerveza helada, y algunas cena con gran fuente de espaguetis con gambas y sopas de pescado y más cosas, en que las anécdotas de Alfonso llenaron mis días.
Me enseñó un día su primer libro de poema “Balada de una Ciudad Muerta” en cuyo largo prologo Pablo Neruda lo trata de “Alfonsito tú que vienes de los bosques”. No me habló, más, Neruda no quiso hablarme más, y así siguió sin hablarme hasta que se murió. ¿Pero porqué? Porque me vino una crisis de las fuertes y quemé todos los ejemplares menos algunos pocos como éste que se salvó, pero la mayoría fueron a dar a la hoguera, entonces Neruda vino y me dijo; ¡Los nazis queman los libros! Y no me habló más pues José, no me entendió, no entendió nada el huevón.
Otra anecdota en sobremesa:
Una vez en la cremación de un amigo yo estaba con su viuda en la sala y teníamos los hornos a un lado y nosotros sentados en sillas de mimbre. La viuda habló de su marido, mi amigo, descargando un chorro de sentimientos confusos, pero resulta que había un agujero o una salida por donde se colaban las cenizas hacia el techo de la sala y caían sobre nosotros mientras ella me hablaba de sus primeros años llenos de pasión, de las veces que su marido la había engañado, de las peleas, de las tantas tentativas de separaciones , de los abrazos llorando y de ese lazo de hierro que los había unido a pesar de tanta tormenta, y mientras recorríamos tantos años de su vida, mi amigo, convertido en copos grises de ceniza, descendía sobre nuestras cabezas y nuestras ropas.
Otra tarde con cerveza:
El Che Guevara era un hombre que irradiaba un poder fuera de lo normal. Cuando le conocí, sentí ese respeto que me dijeron, le tenían sus enemigos, ese miedo de matarle. Me contó un cubano que estuvo en Sierra Maestra que en medio del combate el Che se largo a caminar tranquilamente por el medio y las balas caían a su costado sin pegarle, no por milagro sino por el miedo que tenían sus enemigos de matar al Che.
Otra noche fumando hacia las estrellas:
Una vez en el amazonas volaba yo en aquellos aviones Catalina cuando de pronto empezamos a dar saltos en el aire, el miedo huevón, me subió hasta los pelos, y peor cuando nos avisaron que íbamos a hacer un aterrizaje forzoso, ahí mismo nos dimos por muertos, la mujer que estaba a mi lado me abrazó, y yo a ella, y ni siquiera nos habíamos visto las caras. Por suerte el avión enderezó el rumbo y aterrizó normalmente en la pista. Entonces, sin decirnos nada, sin preguntarnos los nombres, la mujer y yo pagamos un cuarto en un hotelucho y nos pusimos a hacer el amor desesperados sin parar como si el mundo fuese a explotar en pocos minutos, y recién al amanecer nos sacamos ese instinto salvaje de la conservación del la especie.
Un día en la playa;
No dejes nunca de escribir, te falta poner mas atención en la historia y el contexto de de la época, cada día vas a ver más errores, errores que son maestros pues, tus personajes están vivos, y tienes que ir mas adelante, lo principal es que no dejes de escribir, si dejas de escribir el escritor se atrofia como un musculo de esos que ya no funcionan.

Comprendí lo que me dijo Alfonso cuando leí su libro “Historia de Salustio y el Trúbico” Vi claramente sus personajes no por sus actitudes ni sus formas sino por lo que buscaban en el fondo del corazón, pero también en lo vivo que estaba cada párrafo, y en la poesía veraz, dura que deja a uno pensando con el libro sobre el regazo
Y así siguieron los días, a veces con fiestas como aquel asado con Vigleitti en la casa payesa de Julio, o con los ponches de uva con tinto en la casa del Ronald, nuestro amigo chileno que había sido alumno de Alfonso, y lo veneraba.
Me acuerdo aquel día nublado que avecinaba tormenta cuando lo llevaba en mi coche y me dijo, aunque me veas siempre sonreír, yo vivo en una burbuja de tristeza, el destierro es duro ¿sabes’ llueve y no es mi lluvia, sopla el viento y no es mi viento, sale el sol y no es mi sol.
A un apátrida como yo le resultó difícil entender esto, con tantos años dando vueltas no hay mas afuera de ningún lado, la lluvia, el viento y el sol no serán nunca míos ni de nadie, pero me bastó volverme y mirar su perfil para entender esa tristeza profunda, porque estaba viendo a un pingüino sin la alegría de su frio, a un zorro metido en cajas de plástico, a un tigre que lo trasladan por distintas jaulas de Europa, y creo que sentí envidia por el amor que le tenía a sus lluvias.

Ese año, 1979, en Chile le dieron luz verde a Alfonso Alcalde. Fuimos al aeropuerto a despedir a Ceidy, Alfonso y sus dos hijos.
Nunca más supe de su vida hasta 1993 cuando vi al Ronald en el mercadillo y le pregunté; ¿sabes algo de Alfonso? Se colgó de un poste en su casa en Tomé, dijo como en secreto, tenía la glaucoma que lo dejaba ciego, no podía leer ni escribir, no pudo soportar la depresión.

Me costó ubicar esta muerte con la sobredosis de vida que hay en sus escritos, con el Alfonso que tenía en mis recuerdos, me costaba, lo intentaba y le daba vueltas y no podía borrar ese cuarto de Tomé, hasta que por fin logré revivir a Alfonso, traerlo de nuevo a Ibiza, darle una copa helada de buen blanco y que me cuente.
Uno de los trabajos más interesantes que tuve fue el contrabando de cadáveres pasándolos por las fronteras de Brasil y Argentina. Al muerto lo teníamos bien elegante, con su corbata y camisa de cuello almidonando, un buen maquillaje, yo conducía y el muerto iba a mi lado muy recto y altivo, y cuando el gendarme se asomaba por la ventanilla yo le hablaba como un loro al muerto y entregaba los pasaportes. Una vez me puse a discutir con el muerto y le grite con ganas “¡si no hacemos algo huevón los japonés nos van a dejar sin ballenas” y como mi amigo muerto no contestaba el gendarme me entregó los pasaportes y dijo sonriendo “su compadre está de acuerdo con los japoneses”

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