sábado, 23 de julio de 2011

TÍa Alicia número 2

Tía Alicia número 2

Hace un tiempo atrás llegué a Buenos Aires después de una ausencia de cinco años y mi hermano Horacio el que siempre me viene a buscar al aeropuerto, me recibe con un, qué tal José, ¿sabes quien se murió?
¡Quien!, pregunto expectativamente asustado.
Alicia, y se murió ayer, o sea que tenemos que ir al cementerio ¡ya!

Hay dos tías Alicias. Tía Alicia numero 1, y tía Alicia numero 2

Tía Alicia número 1 es la que yo conocí creciendo en aquel lejano país, y esto de lejos lo digo más por el tiempo que por la distancia del enorme mar que nos separa. Hermana de mi madre, tía Alicia número 1, soltera, virgen (me animo a las manos sobre el fuego) sus zapatos de maestra, sus medias opacas, sus falda oscura, mujer de mirada siempre circunstante, devota de las buenas costumbres, comida con educación, risa discreta que fluye por las fosas nasales, dedos muy finos en manos cuidadas, sonrisa con algo de mi abuelo (no de mi abuela que sonreía muy poco) sonrisa con algo también de un país olvidado en lo que comprende la leyenda que ha forjado un niño que crecía encuadrado en una familia que le marcaba callejones por los que se debería ir y túneles por donde no debería entrar. Túneles, por los que al fin me metí atravesando la plena oscuridad para ver la luz al otro lado del mundo.

Tía Alicia numero 2 (tal vez al otro lado del túnel) mujer de ojos abiertos por verse perdida en un planeta donde no reconocía nada ni a nadie, y por lo tanto, ni yo, ni nadie llegó a conocerla. A veces feliz, a veces trágica, a tía Alicia número 2 la llevaban del brazo, con pasos entorpecidos por los grandes pañales, había roto el molde de la número 1 y reía a carcajadas, o lloraba a gritos, circulando en esa demencia senil que podría representar otra puerta.

Llegamos al cementerio. Saludo a mi hermana mayor, seria, ante la normal circunstancia, con su abrigo en mano, sus zapatos de tacones lustrados, mi tío Horacito, hermano de Alicia, sobretodo a cuadros, corbata de seda, también serio, aunque cada tanto deja escapar un chiste que provoca risitas próximas. Mis sobrinas altas y largas mirando el empedrado. Señoras y señores que no recuerdo, comentan pobrecita lo que sufrió en estos años, menos mal Dios la premia llevándosela. Me miran raro, quien es ese con ese pelo. Día de sol de cementerio. Hace frio. Las estatuas de tétricos ángeles de piedra contemplan el circular de los vivos, y por fin llega el coche fúnebre de negro charol. Bajan el ataúd caoba que necesita de manos que lo lleven. Yo, con toda la modorra del avión pegada en el cerebelo, agarro la manija de adelante. Horacio la de atrás mío. De la otra manija primera mi primo Ricardo me mira asombrado y me grita, ¿José, que hacés ahí?
El cortejo se desplaza en silencio. Pronto se escuchan susurros que a media que avanzamos entre puerta y cruces se vuelen voces de charla. Nadie llora, por supuesto, alguien se ríe. Cerca de mí la única mujer con rasgos indios camina mirando como asustada por algo que ha perdido. Llegamos a la tumba. Horacito organiza la cosa. Una prima sonríe con nostalgia, y en cuanto el ataúd empeiza a bajar a la fosa la mujer india rompe en un llanto como una explosión y se sacude llorando en temblores.
¿Quién es? Le pregunto a Ricardo.
− ¿No te das cuenta? Obvio, la mujer que la cuidaba.


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