miércoles, 17 de febrero de 2010

en la pension de Derek


En 1969 atravesé el atlántico en el Verdi, unos de los barcos de la italian line, y desembarqué en Europa por primera vez, para ser más precisos en Barcelona, y sin un duro, perdón, los pocos duros que tenía duraron el instante que pagué el croissant y el café con leche en el café Cava frente ese colón subido a un obelisco que señala a América.
Y se acabó la pasta. Me uní entonces con Silvia, una argentina fea de gran sombrero belle epoque y su amigo Pedro, otro argentino raquítico pálido y doblado. Los tres vivimos unas semana del mangueo. Silvia y yo le pedíamos a los marines de dos acorazados norteamericanos que venían de la guerra de Vietnam. Pedro traía mas pesetas pero apenas lo veíamos porque se dedicaba al chaperío enculando viejas maricas.
Las ramblas entonces eran muy diferentes a las que se ven hoy, no pululaba un solo turista, entre sus flores sus conejos sus pájaros y sus libros circulaban marines americanos borrachos de aguardientes y de la apestosa guerra que cargaban a sus espaldas. Y en el colmo del contraste se cruzaban con los hippies soñadores que estaban en la época de la túnica y las barbas por el pecho En este fragmento de la novela que transcribo, Andrés (alter ego) acaba de salir de la comisaria con Silvia donde fueron arrestados por manguear en la calle y se encuentran con un hippie americano que los lleva a dormir a su pensión,


2ª parte: Europa


Fue en la plaza real y serian las dos y media de la madrugada cuando encontramos esos viajeros sentados en la fuente. El más alto de pelo largo hasta la espalda y barba cristiana era un americano de Oregón. Sus dos amigos con paquetes de diarios y mochilas sucias, eran canadienses. Silvia habló con el americano durante un rato y cuando éste se enteró que no teníamos donde dormir nos invitó a su pensión.
Vamos a camuflarlos, le dijo a los canadienses, a esta hora el dueño duerme como un oso.
En el camino el americano se acercó a hablar conmigo – Me llamo Derek, venimos viajando autostop desde Andalucía y nos vamos para Francia y después no sé, a donde nos diga la veleta interior. Mis amigos canadienses quieren ir a Escocia porque tienen allí parientes, pero yo ya no creo en ningún pariente.
Íbamos por una calle solitaria y a medida que avanzábamos se perdían los ruidos del centro. Con tanto sueño me costaba escuchar a este tipo. Llegué hoy, pensé, no puedo creerlo, me parece haber llegado hace un mes, pero llegue hoy, y por fin una habitación, dormir en el suelo con un saco, lo que sea pero dormir.
Los canadienses abrieron un portón de castillo y subimos con pasos de ladrón por una escalera vieja de madera. Derek abrió la puerta y entramos a un cuarto amplio de viejo edificio. Una cama dispuesta frente a la puerta y otras dos al fondo custodiando un gran ventanal con la persiana cerrada. Al lado del ropero se apoyaba una guitarra.
Derek tendió un saco en el suelo y me dijo, tú dormirás aquí. Luego miró a Silvia y le dijo, tú en esta cama conmigo.
Con el sueño encima no atinaba a recoger un pensamiento que pululaba diciendo mira el hijo de puta ¿y si fuese mi chica? ¡Qué tendría que decirle al americano!, pero en los hippies no hay tu chica, respondía otro pensamiento, Vizcaya, tendrías que ver esto y decirme que debí haber hecho en el caso que fuese mi chica.
Los canadienses se metieron en sus camas como dos mellizos y el sueño los guardó en su mundo. Derek sacó un chilum y se enfrascó en la tarea de preparar el hashis quemándolo con mechero. Silvia se desnudó debajo de las sabanas y tiró la ropa por detrás de la cama. Bien, dijo Derek, vamos a fumar un hash con alma, ¿que pasa ya te metiste en la cama? Silvia sonriendo le dijo; ¿No te importa dormir con una mujer desnuda?
La respuesta fue una sonrisa y el mechero encendió la boca del shilon.
Es un hash del sur de Marruecos, dijo Derek, allí se vende pero nadie sabe de dónde lo sacan, es un secreto que pertenece al desierto. Aspiró cerrando los ojos en un beso suave. Silvia fumó y se quedó planchada en el colchón. El hash era fuerte, picante, me entró como tromba caliente directo a la base del carneo, y entre el sopor del humo y el sueño Derek se diluía en su cara barbada que podía ser un Cristo con ojos caídos hablándome de las ciudades del mundo que eran todas la misma ciudad manifestada en diferentes personalidades y todas tenían eso genético del asfalto y el trafico y los bares donde unos se ríen con sus cervezas mientras al lado un tipo solitario cae muerto en la calle y allí las putas que según Derek son los ángeles de las ciudades o eso entendí yo agregando cosas como ocurre en los sueños. Seguimos fumando los dos porque Silvia parecía una muerta en su cama. Derek me decía ahora que el Reino de los Cielos éramos todos nosotros si despertamos a una nueva consciencia, y hoy los hippies aumentan gracias a los profetas. Yo soy uno de esos profetas, dijo, y mis palabras son las notas de ese instrumento. Señaló la guitarra en el ropero.
Fumamos otra tanda. Sentí el humo como agua hirviendo en la garganta mientras Derek seguía con que la música de las cuerdas según la sinceridad con que se toque es también una sonrisa porque he visto las mujeres sonriendo como niñas y he visto la verdad bailando en sus ojos ¿tú me entiendes eh?
Sí, sí.
Yo toco con amor, y al rato el amor se esparce por el espacio, todo es amor, la vida es amor, amor comiendo, amor en la percha y la ropa y en la caballeriza.
En un lapso de conciencia me percaté que mi mente estaba traduciendo para el carajo. Una buena parte la iba inventando como eso de amor con chorizo y queso del bocadillo que hoy.... y no me acuerdo más
De repente oscureció y surgieron varios Andrés que huían de una bandada de voces, voces, voces que gritaban como gaviotas por encima de las cabezas de otros Andrés. Caí en un abismo negro sintiendo la cara tirante por la velocidad de la caída y quise gritar pero no podía ni tampoco podía moverme porque estaba atado con algo. Entonces vi una luz muy amarilla y me incorporé en el saco. Tenía ahí, ahí, al alcance de la mano, el cuerpo desnudo de Derek galopando entre las piernas de Silvia, sin embargo los jadeos sonaban desde el techo como estertores de gigantes. Las piernas de Silvia se levantaban como barreras. Súbitamente volví a ver al Donizzeti con su casco blanco y las grandes chimeneas alejándose en un mar tranquilo de un azul muy claro

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