Al final del capítulo de Paris, Andrés tiene un mágico encuentro en una fiesta más snob que bohemia.
(Fragmento)
Por esa época, a dos meses de mi llegada, ya estaba pensando en irme, Londres estaba allá, al otro lado del agua. Casas de Dickens, parques solitarios con ardillas y flores, los hippies en los mercados y los recitales en los parques. Podía ver quizá a Pink floyd, a los Rollings, y por otra parte mi otro Andrés quería volver a un pasado de viejas iglesias y cementerios en los jardines, a un concierto de Bach en una cripta antigua. Ir a la Torre de Londres donde tal vez retumbaban los gritos de los infantes cuando los están degollando los emisarios de Ricardo III. Estaba seguro que me iba a encontrar con algo de la memoria de mi otra vida.
−Londres es más íntimo – me dijo un venezolano en una fiesta de sudamericanos que me llevó Martín – Mira como te lo pongo, Londres es como una mujer que te la puedes llevar a la cama sin problemas, en cambio para llevártela a París tienes que casarte con ella y encima conocer a sus padres.
Era un mulato alto con risa gutural - París es napoleónica –exclamó− arrecha, grandes avenidas, monumentos arrogantes, el Arco de Triunfo, la torre de Eiffel. Yo prefiero Londres, es amigable de casas iguales y encantadoramente descuidadas, en Londres hay una locura natural y muy profunda, hay algo del mundo de sueños, de fábula de hadas, y no te pierdas Porto Velho Road chico, ahí está la mejor gente, puedes fumar sentado en la acera y los policías pasan sin decirte nada. Si haces eso en París vienen estos flikis coños- e- su -madre y te llevan porque en la France ¡pa fumer!.
La fiesta era un piso viejo frente al Sena. El balcón daba al puente Alexander II que llega a la tumba del mismísimo Napoleón. Un pintor argentino gordo, vestido con tola de cura y en calzoncillos se apoyaba en la baranda del balcón cuando en el río pasó una chata apenas alumbrada por dos bombillos.
−Que fabulosa panorámica che – me dijo - ¿viste que bárbaro?, de pronto tiene un parecido con el riachuelo.
Tenía papada de cura y ojos de asombro por cualquier cosa. Una porción de artistas argentinos habían acudido a esa fiesta que nos coló el hermano de Martín. Lástima Cortázar, no puedo venir. Un crítico de arte recién llegado de Buenos Aires se repantigó en una butaca y no se movió en toda la noche clavado con el peso de su descomunal panza de sapo – A Buenos Aires no tienen que volver chicos, nunca, nunca, se pudrió todo, cerraron el Di Tella, se fue todo el mundo y la policía les corta el pelo a los chicos que encuentra en la calle. Imagináte que barbaridad, la opera Bomarzo de Ginastera sobre el libro de Manucho, ganó un premio en Nueva York y la censuraron los milicos de mierda en Argentina, no se pudo dar, ves, la puta que los parió, van a censurar a Mikey Mouse si siguen así!
En una habitación larga, pasaban un shilon por un círculo de gente sentada, Eran pocos los que fumaban, y gracioso como discutían dos argentinos, uno defendía el hash mientras el otro alegaba que era otra forma de dormir a un pueblo.
−Pero nooo, boluuuudo, todo lo contrario, mirá, hasta que no fumes aunque sea un pitada no vas a entender nada.
−Esta es la mierda que van a repartir por el pueblo como suplente de las religiones
−Pero no digás pavadas ¡por Dios!
Se ponía nerviosos el defensor del hash, la nuez puntiaguda le bailaba en la garganta – Todo lo contrario, el que fuma le dice adiós al sistema, mirá los hippies si no.
Los dejé, harto, hasta la cresta de discusiones vacías. Volví al balcón donde por suerte, el cura no estaba. El Sena discurría tranquilo mezclando los reflejos de los faroles. Los tejados de París rodeaban la torre de Eiffel que surgía como una monstruosa sombra de acero metiéndose entre las estrellas.
− ¡Quiero ir a Londres ¡ – casi grité y oí una voz a mis espaldas.
− ¡Andrés, tú eres Andrés!
Me volví, ¡Begoña! chocamos con un abrazo apretándonos con todo el alma. Begoña, la chilena del barco, en el abrazo vi en un flash la borda del Donizzeti, la gente andando por cubierta, el sol en la piscina, y Begoña con ese bañador que mostraba parte de las nalgas, ¿Begoña que haces aquí?
− ¿Y que haces tú puehuevon?, que alegría de verte.
−Yo caí en paracaídas a esta fiesta,
−Como yo, me trajo mi cuñado Enrique que es amigo de ese guatón tremendo que está ahí en el sofá.
−Estas fumada.
−Tengo un pelotazo que no te cuento.
Y como yo también había fumado mientras los argentinos debatían sobre el hash, me quedé un rato mirando a sus ojos sin decir nada como ella que sonreía y no desprendía sus manos de mis codos y en el largo rato mirándonos me acordé de las ganas que yo le tenía en el barco cada vez que ella me apartaba porque decía que yo era bueno para la copucha, el chisme, aunque era ella la que hablaba del resto de los pasajeros, del español que esta pichando con la Marieta, del mejicano raro ese que tenis en el cuarto, y ahí mismo en la fiesta de artistas me confesó que el Jorge con quien se había acostado le había escrito una carta pero ella no le iba a responder, no me gusta volver al mismo río, ¿volverías tu con la señora alemana? Te digo que si estuviese aquí esa mujer me echaría encima porque ¡ando con hambre! A mí me excitaba, me dijo Begoña, cuando me contabas que la alemana te llevaba a su camarote, me dejaba aguita entre las piernas.
− ¡Que me estás diciendo Begoña!
−Ya pues cambiemos de este cueva de intelectuales jurásicos.
Begoña vivía en una bohardilla que le había dejado su hermano Enrique, quien llevaba dos años en París con su mujer. Los peldaños de su casa eran como dibujos de gravados cuando me llevó arrastrándome de la mano hasta llegar a la puerta. Le costó meter la llave con risas como toces por el hash que nos duraba picando por dentro. Entramos pegados por el beso, la noche atravesaba la claraboya alumbrando la cama con luz de luna, Begoña puso una vela en el suelo y empezó a quitarse la ropa. Empujados por el hash que recorría calentando la piel, nos buscábamos los cuerpos como desesperados luchando entre risas y jadeos y la fuerza de sentir que por fin se dio un sueño que venía de tan lejos. Pensar que desde el medio del océano Atlántico nos moríamos por un encuentro como este. Fue tal la bestialidad de la excitación que la bohardilla pareció crecer y hacerse más viva. Ya no era el efecto del hash, era otra cosa que solo podía entenderla más tarde en la India.
(Fragmento)
Por esa época, a dos meses de mi llegada, ya estaba pensando en irme, Londres estaba allá, al otro lado del agua. Casas de Dickens, parques solitarios con ardillas y flores, los hippies en los mercados y los recitales en los parques. Podía ver quizá a Pink floyd, a los Rollings, y por otra parte mi otro Andrés quería volver a un pasado de viejas iglesias y cementerios en los jardines, a un concierto de Bach en una cripta antigua. Ir a la Torre de Londres donde tal vez retumbaban los gritos de los infantes cuando los están degollando los emisarios de Ricardo III. Estaba seguro que me iba a encontrar con algo de la memoria de mi otra vida.
−Londres es más íntimo – me dijo un venezolano en una fiesta de sudamericanos que me llevó Martín – Mira como te lo pongo, Londres es como una mujer que te la puedes llevar a la cama sin problemas, en cambio para llevártela a París tienes que casarte con ella y encima conocer a sus padres.
Era un mulato alto con risa gutural - París es napoleónica –exclamó− arrecha, grandes avenidas, monumentos arrogantes, el Arco de Triunfo, la torre de Eiffel. Yo prefiero Londres, es amigable de casas iguales y encantadoramente descuidadas, en Londres hay una locura natural y muy profunda, hay algo del mundo de sueños, de fábula de hadas, y no te pierdas Porto Velho Road chico, ahí está la mejor gente, puedes fumar sentado en la acera y los policías pasan sin decirte nada. Si haces eso en París vienen estos flikis coños- e- su -madre y te llevan porque en la France ¡pa fumer!.
La fiesta era un piso viejo frente al Sena. El balcón daba al puente Alexander II que llega a la tumba del mismísimo Napoleón. Un pintor argentino gordo, vestido con tola de cura y en calzoncillos se apoyaba en la baranda del balcón cuando en el río pasó una chata apenas alumbrada por dos bombillos.
−Que fabulosa panorámica che – me dijo - ¿viste que bárbaro?, de pronto tiene un parecido con el riachuelo.
Tenía papada de cura y ojos de asombro por cualquier cosa. Una porción de artistas argentinos habían acudido a esa fiesta que nos coló el hermano de Martín. Lástima Cortázar, no puedo venir. Un crítico de arte recién llegado de Buenos Aires se repantigó en una butaca y no se movió en toda la noche clavado con el peso de su descomunal panza de sapo – A Buenos Aires no tienen que volver chicos, nunca, nunca, se pudrió todo, cerraron el Di Tella, se fue todo el mundo y la policía les corta el pelo a los chicos que encuentra en la calle. Imagináte que barbaridad, la opera Bomarzo de Ginastera sobre el libro de Manucho, ganó un premio en Nueva York y la censuraron los milicos de mierda en Argentina, no se pudo dar, ves, la puta que los parió, van a censurar a Mikey Mouse si siguen así!
En una habitación larga, pasaban un shilon por un círculo de gente sentada, Eran pocos los que fumaban, y gracioso como discutían dos argentinos, uno defendía el hash mientras el otro alegaba que era otra forma de dormir a un pueblo.
−Pero nooo, boluuuudo, todo lo contrario, mirá, hasta que no fumes aunque sea un pitada no vas a entender nada.
−Esta es la mierda que van a repartir por el pueblo como suplente de las religiones
−Pero no digás pavadas ¡por Dios!
Se ponía nerviosos el defensor del hash, la nuez puntiaguda le bailaba en la garganta – Todo lo contrario, el que fuma le dice adiós al sistema, mirá los hippies si no.
Los dejé, harto, hasta la cresta de discusiones vacías. Volví al balcón donde por suerte, el cura no estaba. El Sena discurría tranquilo mezclando los reflejos de los faroles. Los tejados de París rodeaban la torre de Eiffel que surgía como una monstruosa sombra de acero metiéndose entre las estrellas.
− ¡Quiero ir a Londres ¡ – casi grité y oí una voz a mis espaldas.
− ¡Andrés, tú eres Andrés!
Me volví, ¡Begoña! chocamos con un abrazo apretándonos con todo el alma. Begoña, la chilena del barco, en el abrazo vi en un flash la borda del Donizzeti, la gente andando por cubierta, el sol en la piscina, y Begoña con ese bañador que mostraba parte de las nalgas, ¿Begoña que haces aquí?
− ¿Y que haces tú puehuevon?, que alegría de verte.
−Yo caí en paracaídas a esta fiesta,
−Como yo, me trajo mi cuñado Enrique que es amigo de ese guatón tremendo que está ahí en el sofá.
−Estas fumada.
−Tengo un pelotazo que no te cuento.
Y como yo también había fumado mientras los argentinos debatían sobre el hash, me quedé un rato mirando a sus ojos sin decir nada como ella que sonreía y no desprendía sus manos de mis codos y en el largo rato mirándonos me acordé de las ganas que yo le tenía en el barco cada vez que ella me apartaba porque decía que yo era bueno para la copucha, el chisme, aunque era ella la que hablaba del resto de los pasajeros, del español que esta pichando con la Marieta, del mejicano raro ese que tenis en el cuarto, y ahí mismo en la fiesta de artistas me confesó que el Jorge con quien se había acostado le había escrito una carta pero ella no le iba a responder, no me gusta volver al mismo río, ¿volverías tu con la señora alemana? Te digo que si estuviese aquí esa mujer me echaría encima porque ¡ando con hambre! A mí me excitaba, me dijo Begoña, cuando me contabas que la alemana te llevaba a su camarote, me dejaba aguita entre las piernas.
− ¡Que me estás diciendo Begoña!
−Ya pues cambiemos de este cueva de intelectuales jurásicos.
Begoña vivía en una bohardilla que le había dejado su hermano Enrique, quien llevaba dos años en París con su mujer. Los peldaños de su casa eran como dibujos de gravados cuando me llevó arrastrándome de la mano hasta llegar a la puerta. Le costó meter la llave con risas como toces por el hash que nos duraba picando por dentro. Entramos pegados por el beso, la noche atravesaba la claraboya alumbrando la cama con luz de luna, Begoña puso una vela en el suelo y empezó a quitarse la ropa. Empujados por el hash que recorría calentando la piel, nos buscábamos los cuerpos como desesperados luchando entre risas y jadeos y la fuerza de sentir que por fin se dio un sueño que venía de tan lejos. Pensar que desde el medio del océano Atlántico nos moríamos por un encuentro como este. Fue tal la bestialidad de la excitación que la bohardilla pareció crecer y hacerse más viva. Ya no era el efecto del hash, era otra cosa que solo podía entenderla más tarde en la India.
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