miércoles, 28 de octubre de 2009

coros de la muerte


No me acuerdo quien me dijo que en Man, el pueblo al noreste de Costa de Marfil, una etnia practicaba la antropofagia. Al igual que en Vanuatu, comían a los familiares luego de la muerte, de modo que el cementerio era el estomago de cada uno de los parientes. El que me contó esto me dijo que uno de sus miembros fue a estudiar medicina a Londres, se casó con una pelirroja inglesa, tuvo un par de hijos y un día recibió una carta de Man; ven pronto, murió abuela. El hombre viajó a su pueblo, cumplió con los funerales y al regresar a Londres le confesó a su mujer la costumbre de su gente, y que no se preocupe, porque de su abuela le tocó solo un dedo. La mujer se separó. No había amor.
Si hay amor se puede compartir un dedo.

Cuando llegué a Man con mi bolsa y ese calor del mediodía, no quise preguntar por el grupo de caníbales. En estos viajes hay que estar en continua alerta. Man sin embargo era un pueblo agradable de tierra roja como la sangre y casas de tejados claros, muchos árboles en las calles, y en esa pensión que daba a una especie de plaza me tocó un cuarto pequeño, no estaba mal, había otros cuartos, un patio de tierra con un par de palmeras y la mesa para el desayuno.
Fue precisamente en uno de esos desayunos que asistí a una insólita discusión. Un hombre vestido con elegante bobu le contaba a un muchacho de camisa verde y pantalón oscuro, las peripecias que pasó en Paris. Le hablaba de los espantosos patrones que tuvo cuando trabajó en la Renault, le decía que los franceses parecen de otro mundo, como si siempre tuviesen frio pero no quieren demostrarlo, por eso arrugan las bocas en un gesto de perene desprecio.
Tú no me lo vas a creer decía el hombre del bobu, pero en un edificio, los vecinos que llevan más de veinte años viviendo puerta con puerta, no se dicen bonjour.
“N´est ce pas” no es verdad −dijo el muchacho seguro de que le tomaba el pelo y era lógico que pensara así cuando en todo África del Este el saludo es buenos dias, buenos dias, como estás, muy bien ¿y tú?, yo también ¿y tu salud?, mi salud muy bien ¿y la tuya?, la mía también ¿tu familia? , la mía bien ¿y la tuya? la mía también.
Y es de pésima educación saltarse uno de los saludos.
Pas vrais −insistía el muchacho.
−C’est vrais es verdad −decía el hombre entendiendo al tiempo que el otro no podía entender.
−Como no se van a decir…
− ¡Van en el mismo ascensor y no se hablan!
−Pas vrais –repetía como un pájaro el muchacho atónito.
Intervine para decirle que sí, es así, pero no solo en París sino en todas las ciudades, no se dicen buenos días ni nada y viven toda la vida unos pegados a otros.

Qué pocos francos cefas me quedaban. Tenía que llegar a Conakry donde estaban mis amigos Estrada, y el viaje sería duro porque ya no podía seguir pagando alojamientos de ninguna especie. Miré en el mapa el largo recorrido en autobuses y camionetas que haría en los próximos días y eso fue lo primero que me trajo mareos. Luego un huevo duro en ese patio donde el muchacho ahora me pedía que le cuente cosas de mi cuidad. Yo no vivo en ninguna ciudad y este huevo me parece que estaba malo.

Salí con nauseas a caminar por esas calles de piedrecilla roja. Pasaban cabras arriadas por mujeres musulmanes que llevan las cabezas cubiertas por tules negros y los pies pintados del polvo rojo de la tierra, me miraban y saludaban agitanado sus bastones. Allá en otra plaza un grupo de gente gritaba al unísono en torno a dos tipos que estaban bailando.
No estaban bailando.
Cuando me acerqué los vi dando saltos ridículos en un match de boxeo. Los movimientos tan estrafalarios me hicieron pensar que jugaban a la pelea. El más bajito a cada salto hacía un cambio cómico de piernas, y el otro morrudo de gran cabeza se balanceaba como una peonza. Por entretenerme y olvidarme de lo mal que me cayó el huevo me quedé a mirar quien pegaba primero. Un par de golpes de estudio, los gritos de los espectadores aturdiendo, y los dos ahora giraban buscando un hueco. Ya estaba pensando en sentarme cuando súbitamente se enredaron cuerpo a cuerpo, los gritos de la gente estallaron en el momento que los dos caían entrelazados en el suelo. Hubo un violento revuelo de polvareda rojiza y el ruido de algo que revienta. El bajito se levantó con ojos de loco y una piedra ensangrentada en su mano, como si la fuera arrojar lejos, el otro se sacudía en nervios como una paloma cuando le dan el tiro en el cuello. Los espectadores desaparecieron como si se los hubiese tragado el aire, yo me quedé mirando el rostro del hombre que estaba con los ojos abiertos y muerto. No sé de dónde surgieron esas mujeres cantando un coro de lamentos como una lejana canción que se pierde en la historia del lugar. Cerraban los ojos, se movían como plantas sopladas por el viento y cantaban con ese agudo triste que me persiguió toda la noche. Vomité el huevo duro en el patio. Vi las estrellas desteñidas por la nausea que sentía en el estomago, y en el sueño, maldita sea, seguí escuchando el coro de la muerte y no sé cuantas veces se repitió el hombre que se sacudía como una paloma cuando…….

Próximo: el fin de Africa.

sábado, 24 de octubre de 2009

que hace una chica como tú en ...........



Sentado en esa piedra lisa que era gris oscura veía el horizonte del gran océano en una playa que por suerte no había nadie, solo palmeras, solo las piedras perfectamente redondas y tanto rato estuve allí antes de buscar un lugar donde pasar la noche, porque el José del pasado, aquel chico de ocho años, se hallaba también mirando el horizonte en una costa lejana al otro lado del mar y yo estaba seguro que al ponerse el sol del año 1988 él estaría viendo la salida del sol del año 1953 en aquella playa inmensa del extremo sur de América y se quedaría así como estaba yo, abrazando las rodillas con la sonrisa fija en ese horizonte azul porque pensaba en todos los países que lo esperaban, en todas las sorpresas, en todas las aventuras, en todos los amores, mirando de aquel lado la misma línea de mar que yo ahora miraba.

En Abiyán el mar no había sido éste, sino un mar de agua sucia, un mar roto entre edificios infectados de ventanas calientes, un mar mezclado de barcos humeantes y escolleras llenas de basura. Abiyán era una termita donde el calor rebotaba en las paredes y parecía reventar el asfalto. Por todas partes había sombras que asechaban. Solo pude estar un día y una noche porque la habitación mínima que estaba entre las más baratas me quitó la mitad del presupuesto. Tenía un ventilador parecido al de Banfora que echaba aire metálico con ruido a turbina rota: las calles nocturnas eran peligrosas, me dijo un francés, aquí el que vive en las residencias de ricos, está seguro rodeado de guaridas, pero en este barrio…
La gente de Costa de Marfil dice ser la más civilizada del África francesa. En el tren que tomé en Banfora un estudiante marfileño me dio la paliza alabando su gran nación y me preguntó en qué otros países había estado, cuando le mencioné Mali, se rió con ojos de buitre y me soltó el gastado y tan blanco slogan occidental: “Los malineses siguen viviendo arriba de los árboles” nadie se cura en esta esfera del cosmos y que siga el juego de terrícolas que no paran escupiéndose desde distintos peldaños de la escalera llamada humana. Por más variados colores que tengan son iguales debajo de esa pantalla que le llaman piel. Blanco, amarillo o negro o marrón o gris, pueden ser santos o magníficos, generosos y justos, perversos y mentirosos, y los hay demoniacos, y aunque no exista la raza, está plagado de racistas hijoeputas.

Era un pueblo de Sassandra tranquilo sobre una de las playas más hermosas que haya visto, como salida de un dibujo de niños con sus piedras redondas y grises, la arena tranquila y limpia, sus palmeras parecidas a indígenas gigantes con la corona de plumas, y allí el océano de las leyendas, el océano de los bucaneros, de los navegantes portugueses, el océano de Conrad, de London, de Melville, y aquí las barreras de olas que rompen cargadas de espumas y el sol de la mañana parece zambullirse en el medio y dividirse en diminutos soles que se revuelven entre las espumas.

Al mediodía cuando llegué a ese albergue, decía “Hotel” en el arco de entrada hecho de palos, era barato. El cuarto también de madera castigada por el salitre del mar cuyas olas sonaban allí, a pocos metros, y una cama al ras del suelo y una mesa de caja de frutas. La ventilación era la brisa que corría entre las ranuras de la madera, por fin, al fin, iba a pasar una noche alegre, fresca, y sin ruidos.
Dejé la mochila y salí afuera donde se come.
Una gran olla hervía encima de leñas que ardían, y por la tapa se asomaba agitándose, la mano de un mono. Más allá en una mesa larga bebían cerveza un grupo de personajes que me recordaron otra vez a Sudamérica, negros con gorros de beisbol y camisas a cuadros, reventaban a carcajadas y bebían de gollete. En medio de ellos había una sola mujer blanca, retacona, de pelo rizado y teñido de rubio.
− ¿De dónde eres tú? –me dijo uno empuñando la botella.
−De España.
−Espagnol, espagnol –gritó señalando la rubia –elle aussi c’est espagnol, alore.
Ella preguntó primero.
− Y luegu ¿De que parte de España eres?
−Soy de Argentina pero nacionalizado español, ¿y tú?
−Yo soy de la Coruña.
En ese instante mi cerebro cantó “que hace una chica como tú en un lugar como éste”.
.Y ella sin haber oído la canción, la respondió:
−Hace veinte años que vivo en Abiyán, dónde hay gente muy mala, usté sabe, el mes pasado caímos en desgracia, un malviviente nos puso un somnífero en la climatisé y nos anestecicó para rubarnos todo lo que teníamos después de tanto esfuerzo y trabju, se llevó hasta la ropa interior de mí y de mi marido el Manolo que Dios me lo guarde, y ahora estamos sin nada por eso he venido a Sassandra a cobrarle a un sinvergüenza que nus debe dinerou y mire, aquí estoy, esperando la comida, no sé a qué hora va a terminar de hacerse ese mono.
Con los saltos que daba la olla, la mano negra y peluda del desgraciado simio se sacudía como en un intermitente adiós.


Próximo: los coros de la muerte.

martes, 20 de octubre de 2009

LE VOLEUR






Las rejas eran tan estrechas que apenas podía sobresalir la muñeca, el aire se metía en el cuarto en una bocanada espesa de humedad caliente, y el guardián seguía pasando allí abajo donde daba el sol. No quería mirarme, y caminaba con arrogancia usando el rifle de bastón.
El ventilador era el único alivio, pensar cómo lo odié en la noche y cuánto le agradecía ahora. Serían las doce del mediodía, ya estaría yo viajando en tren a Abiyán si me hubiese metido en un albergue barato y no en esta mierda que pretende ser un hotel.
Llegué a Banfora al anochecer con el cuerpo desencuadernado por los golpes de la camioneta sin amortiguadores en la route ondulé, esa carretera con relieve de serrucho que descoloca las vertebras una por una. Pues nada, dije, el hotel esta cerca de la estación, ya es tarde y tengo ganas de dormir bien aunque tenga que pagar tanto. El recepcionista parecía arrancado de un tapiz, con su uniforme verde impecable, cuello largo, sonrisa aniñada, un tanto afeminada. Tengo un cuarto barato para usted y como hay poca gente le hago descuento.
El cuarto media uno y medio de largo por medio de ancho, la cama dejaba al menos un espacio para meterse, y en la mesilla cerca de la puerta un ventilador aparatoso apuntaba al pie de la cama. Con descuento y todo era una punzada en el bolsillo pero mi cuerpo no me lo me lo hubiese perdonado si lo rechazaba.

Dormí como un cataléptico. Caí en un abismo de sueños con colores metálicos; una maquina espantosa con ruedas pinchudas avanzaba destrozando casas y yo atado a la tierra la veía venir en medio de ese estrépito que ensordecía. Me desperté con el ruido del ventilador que seguramente era el ruido del sueño. Lo apagué y volví a caer en el colchón como si me hubiesen dado un pentotal. Ahora trataba de librarme de un pantano gris brillante, y yo hundido hasta la cintura me estaba ahogando en la atmósfera que desprendía el pantano, como un aliento denso que no me dejaba respirar. Desperté sudando en medio de un calor húmedo, abriendo la boca, buscando aire. Qué aire ni qué ocho cuartos. Seguía respirando la emanación del pantano en la oscuridad estrecha del cuarto. Prendí el ventilador y ya no pude dormir por un rato. El ventilador se sacudía como si diera una alarma, y de pronto, entre los golpes de las paletas, escucho ¡clin! La llave de la puerta se cae al suelo. Apago el ventilador y clin clin clin, la llave es arrastrada con un alambre por debajo del umbral hacia el pasillo. ¡Encender la luz urgente! El cuchillo tuareg, el miedo que ayuda en este caso; ¡Quién anda, ahí! ¡Quien anda ahí! Me quedo de pie en postura de guerra con una parte del cerebro en el pantano y otra parte en esa puerta que podía abrirse y mostrarme el fantasma de la noche. ¡Quien anda ahí! Los pasos que sonaron eran del ladrón que huía con mi llave.

Los golpes en la puerta los empecé a dar muy temprano. Estaba preso. La prisión tenía rejas en la ventana como se debe. Carajo, no podía salir. El tren de las siete ya lo perdía, y me dolían las manos de dar tanto golpe. Oí pasos en el parque, me asomé y vi al guardián, un anciano alto que pasaba con su rifle bastón. Entonces con la cara pegada a las rejas lo llamé. Ale, ale, el ladrón empujó la llave y se la llevó por debajo de la puerta, estoy encerrado, por favor llame a alguien para que venga a abrirme.
−No es posible –gritó enfadado− ¿Dónde está la llave?
− ¡La llave la tiene el ladrón!
−Y usted porque no sale.
−Porque la puerta está cerrada
−Abra la puerta con la llave.
−No puedo, se la llevó el ladrón.
Levanta la escopeta como si fuera a disparar al cielo, arruga la cara como una pasa y grita.
− ¡Tú tienes la llave!
−¡Como la voy a tener si me la quitó el ladrón!
En ese trance, vi a Kafka que se sentaba debajo de un árbol y sacaba su libreta de notas, porque yo también iba ingresando en el absurdo gritando ¡estoy encerrado y el ladrón tiene la llave y la respuesta era tú tienes la llave, tu eres el ladrón, y mi cara era un dibujo pálido contra las rejas de esa ventana prisión.
Luego Kafka se habrá trasladado al pasillo cuando al golpear la puerta entablo un dialogo parecido con una voz al otro lado que me decía ¡busca la llave! l
−La clé partie avec le voleur
−le voleur c’est toi – gritaba enloquecido la voz detrás de la puerta. Y la voz mía, o de eso que pierde la cabeza, tan distinto a mí, se escucharía hasta en la sala ¡abran hijos de puta! ¡Abrraaaaann!
Y así seguimos sin cambiar el libreto del voleur que se llevó la llave y ahora oía dos voces que insistían en que yo la tenia y yo era le voleur. A la una del mediodía, por fin, por fin, se abre la puerta, y veo al recepcioncita lechuga que me sonríe aniñado. Detrás de él, un personaje encorvado por el odio y a su lado el guardián con la escopeta. El encorvado grita al recepcionista, ¡él tiene la llave!
Inmediatamente respondo, la llave la tiene este hombre –señalo al encorvado− que intentó robarme a la noche.
Fuera de sí el encorvado aúlla.
−¡C´est lui, c´est lui le voleur, c´est lui, c’est lui, qui a le clé!
En un rapto de sensatez, le dije al niño lechuga que quería hablar a solas con él. Fuimos hasta la entrada del hotel. Déjame ir que estoy por perder el tren de las dos, le dije, y te aconsejo que tengas cuidado, porque este hombre robará al próximo cliente. Ohh, me dijo, muchas gracias, muchas gracias, y buen viaje.
Tenía que apurarme porque faltaba poco para que salga el tren a Abiyán. Con la mochila en la espalda intenté una marcha rápida cuando oí unos pasos que venían corriendo detrás de mí. No quise volverme por no ver la fachada amarillenta del maldito hotel, Monsieur, monsieur, escuché, El recepcionista, me alcanzó agitado, y me dijo sonriente.
−Ahora que no nos ve nadie, dame la llave
En el mismo instante vi al simpático de Kafka sentado en una piedra, muriéndose de risa.


Próximo: que hace una chica como tú…

viernes, 16 de octubre de 2009

Le Petit


No hubiese estado ni dos dias en Bobo, incluso si no me hubiese topado con el Petit. Busco su cara en mi memoria y seguramente lo invento; un tipo más bien gordito, de ojos alargados, nariz chata, mirada de soslayo con odio antropológico.
La primera noche cuando me dejó el camión vagué por las calles oscuras en busca de un lugar para dormir. Me salieron cientos de ofertas, ¡Ici monsieur ici !−Vienne a voir− ¡Ici cet votre chambre! Todo era caro, carísimo. Una pocilga apestosa podía vaciarme el bolsillo. En una barranca de tierra conseguí algo más barato después de luchar con los vecinos que me decían, venga a mi sitio señor, cuidado con esa señora, le va dar habitación y después va a llamar a los asaltantes. No había duda que la mentira cuanto más sucia mas permitida estaba en el código de la competencia. La señora muy risueña me dijo que buena persona es usted que no hace caso a esos cerdos, y escupió hacia el lado de sus vecinos.
El cuarto tenía un colchón salpicado de manchas que ocupaba la totalidad del suelo. Podía cerrar la puerta con candado.

Por la mañana Bobo Diulaso se presentó como una nausea con los colores desteñíos de sus calles que buscaban el progreso occidental. El calor pegaba duro, aplanaba nomas a las diez cuando me senté en una de las mesas de la vereda, huevo frito con pan lactar y café negro para espabilarme, el bote de azúcar por favor, gracias. ¡Qué buen café, Si, soy español de Ibiza (lo de argentino no lo digo porque Maradona me tiene frito) sí, sí, ando viajando, me gusta Burkina, no, no trabajo por ahora, trabajo en mi país.
Toda la mesa pendiente del extranjero que come en la calle.
Ese día no pasó nada para ser escrito, como si descansara preparándome para lo que sucedería al día siguiente. Di vueltas y vueltas por todas las calles. Dormí siesta. Y a la noche encontré un restaurante con cerco de palos a la calle, frecuentado por algunos extranjeros, muchos franceses, quizá un gordo alemán. Se comía bien, lo malo era esa cantidad de miserables que se agolpaban contra el cerco delante de las mesas. Uno de los franceses alargó el pan hacia afuera y como rayos, hombres, niños y mujeres corrieron enloquecidos a agarrarlo, lo más parecido a los peces cuando convergen hacia la miga que se tira al estanque. Se lo llevó el más fuerte, un negro como el betún con camisa amarilla que decía ATMA.
Dormí como si me hubiesen pegado un tiro.

En el desayuno le pongo mucha mantequilla al pan, lo mojo en el café negro y decido que al día siguiente voy a subirme en una camioneta para llegar al mar y ver el gran atlántico del lado opuesto al que veía como cuando era niño allá lejos y …hace unos cuantos años.
Dando vueltas por las calles de Bobo llego a ese camión sin ruedas donde hay una fila de movielttes, y el chico que las alquila al verme viene con la moto como si yo la hubiese reservado. Esta anda muy bien, ¿Cuánto? X cefas. Ok. En eso un empujón desplaza al chico y cae al suelo. Es un gordito el que lo ha empujado y ahora me dice en tono feo de orden, “¡no le alquiles a ese que se te va a romper y después la tendrás que pagar!, alquila las mías” y señala cuarto movilettes a un lado. Respondí: Yo se la alquilo al que me dé la gana, o sea a este chico.
El gordito, más alto que yo, de ojos alargados, me soltó en moré algo fuerte de soslayo y se alejó rumiando. El chico asustado me dio la movilette, temblando sus manos en el manubrio.
−Le Petit, il a dit qu´il t´va a tuer. (El Petit dice que te va a matar)
−¿Qui est le Petit ? (quien es el Petit )
−Lui – (ese), señaló hacia donde se fue el gordito.
−Dile al Petit que no se me cruce en el camino porque le voy a partir la nariz.

La movilette iba despacio aunque le diera todo gas, y las casas pasaban sin consistencia porque yo iba pensando en la advertencia de algunos viajeros; “En África o muestras cara de malo o te cuecen vivo”. El Blanco Inevitable, Jack London, o sea un rollo que no me cuadra pero un actor no debe rechazar el papel que le asignan, si no es por guita, al menos, para asegurarse la vida como en este caso.
Cuando devolví la movilette una mujer silenciosa estaba en lugar del chico, y el Petit había desaparecido con sus motos.
Por la tarde caminando como si nada por todos lados, la muerte empezó a hacerme señas irónicas desde distintos rincones. El primero fue un tipo con las manos en los bolsillos parado en una esquina, que al pasar me sopló al oído.
“Le Petit te va a tuer” (el Petit te va matar)
Seguí el paso creyendo que lo había soñado, es que con este calor por ahí me dijo otra cosa y la cabeza que la tengo como una licuadora, pero al cabo de un rato pasa a la carrera un tipo desgarbado que se dobla de flaco y me grita.
¡ Le Petit il va te tuer !
Mierda. Meto la mano en la bolsa y agarro el mango del cuchillo tuareg. ¿Por qué da tanta seguridad ese mango?
Dos más apoyados contra un coche me llaman,
−Monsieur, monsieur, le Petit ayourd,hi va te tuer. (señor, señor, hoy el Petit te va a matar)
Y cada uno de ellos eran los disfraces que la muerte usaba para divertirse. Para ver que cara pone ese intruso ante la posibilidad de un inminente fin.
Y para colmo el último disfraz tenía que ser en ese restaurante donde comen los extranjeros. Justo cuando me traen el pollo con arroz el primer bocado se me atraganta al ver el tipo en aquella esquina que sale de la oscuridad para que le vea bajo el farol, me mira con sonrisa tétrica y pasa el canto de su mano debajo del cuello, el Petit, me decía con señas, te va a degollar.

Si con una mano agarré el mango del cuchillo tuareg con otra mano invisible agarré la mente cerrando la puerta a cualquier pensaimagen que pueda a provocar el pánico. Mente con mecanismo de defensa. ¡Alerta roja! Lo primero censurar ese tipo de pensamientos, eliminar o borrar provisoriamente el pasado, nadie me espera en ningún lado y no quiero ni me quiere nadie. No pienso hacer nada en el futuro porque no existe. Estoy muerto, y mejor que sea un muerto el que regresa a la pensión.
Ni pensé cuantas calles distaban del restaurante a la pensión, pero eran calles oscuras, apenas un bombillo triste en las esquinas. Si yo era un muerto podía exclamar a gritos no está muerto quien pelea. La estrategia la había planeado en el postre, ir por el medio de la calle señalando el cuchillo bien alto a modo de espada y cada dos pasos dar un giro para ver quien viene detrás. Sentía lo que sentirá un soldado en la guerra. Todo está perdido, ¡que más da!, pero el cuchillo tuareg no quedará limpio cuando cierre los ojos. Dos pasos y dar la vuelta, ahora viene uno, no se ve su rostro, es como una sombra que se desliza, es el Petit, cuchillo ya. No, no era. Salió corriendo al verme. Dos pasos, dar la vuelta, no viene nadie, dos pasos, ahora viene uno de frente, se fue a un costado y echó a correr. No era el Petit, dos pasos, volverme y al frente con dos pasos y pronto cojo el ritmo acelerando los pasos y la vuelta mirando a todos lados y a la punta del cuchillo, ahí viene otro, no, no es, cambió de dirección. A la muerte no se la veía, ni siquiera en la oscuridad
Habré tardado más de un hora con esos pasos de danza ritual desde que salí del restaurante hasta que por fin cerré con candado mi puerta y vi las manchas del gran colchón. ¡Casa!

Por la mañana en la ventanilla de la camioneta esperando a que se suban más pasajeros para Banfora, pensé que si el Petit me habrá visto no se asustó por el cuchillo sino por los rarísimos pasos que daba ese blanco loco.

Consejo de viaje: el asesino no le teme a nada, salvo a la locura

Próximo “le Voleur”



lunes, 12 de octubre de 2009

BURKINA



A mí me resultaba cómodo que hablara poco, porque podía olvidarme de su presencia y considerarlo un conductor que me lleva (gratis) en el camión por la carretera que atraviesa la sabana rumbo a la frontera. En ese silencio podía quedarme pegado al parabrisas y ver pasar la llanura, algunos árboles, extensos pajonales, aldeas lejanas. Podía ver en el cristal mis pensamientos entremezclados con el paisaje, una manada de cabras que llevan dos mujeres y por dónde será mejor bajar a la costa, si acaso habrá trenes, y si los Estrada estarán en Conakry cuando… y así en palabras y colores irme sigilosamente en el sueño y ver otra vez el tuareg con su camello y su rifle de caño largo, quieto, a contraluz del horizonte que enrojece, y despertar de golpe porque el camión acaba de detenerse delante de la cuerda que levantó un policía bajito de cara batracia que nos mira con rabia como si le hubiésemos hecho algo, pero no es más que teatro, el esplendido teatro africano para sacar provecho porque si tu quieres pasar esos camiones yo te los puedo quitar ¡o no ves que soy la autoridad!, pero entendámonos, ahora toca discutir el precio y en eso Arnaud está mas que acostumbrado, es parte de su oficio.

Arnaud habló dos veces en el viaje. La primera después de arreglar sus cosas con ese policía. Me dijo que llevaba 15 años trayendo camiones de Francia al África. Que no piensa hacer otro trabajo en la vida porque le apasiona esa ruta, porque los imprevistos y las sorpresas le hacen sentirse cada vez más vivo. Traía camiones en los meses de invierno, porque en verano la temperatura del desierto puede llegar a los 60 grados, y no dejan pasar a nadie. Una vez en a finales de Julio me pidieron con urgencia un camión, me pagaban tres veces su precio si podía traerlo. Pasé lejos del puesto de Reggane y circulé solo de noche, de día dormía debajo del camión rodeado por papel aislante, y llegué y caí enfermo, con cuarto kilos menos de peso.
La segunda vez que habló fue unos kilómetros antes de llagar a la frontera. Tengo una doble vida simétricamente marcada, dijo sonriendo, vivo seis meses en Francia y seis en África, tengo en Nimes una mujer francesa y dos hijos blancos, y tengo en Ouagadogu una mujer africana y cuatro hijos negros. Esa es mi vida, un dominó.
Dijo también que las motos y el tractor los tenia que entregar en un lugar cerca de Bobo, sino ya hubiese llegado a Ouagadogu desde la frontera de Sévaré al lado de Mopti

Llegamos a la frontera por la noche. Las fronteras vendrían a ser países apartes. Lo son ¿no?, cada frontera tiene algo de los dos países y una idiosincrasia particular. Hay policías, putas, contrabandistas, delincuentes, pedigüeños, y vehículos parados por todas partes con tipos que están pensando como pasar esa mercadería, viendo el regalito para el gendarme, esa botella no me la puede despreciar.
En esta frontera del lado de Mali una serie de puestos de palos y latas rodeaban el humo negro que salía de un basural. Otros humos de mejor color subían de las cocinas donde estaban asando un animal. Los puestos formaban una curva de luces de velas y faroles de kerosene. Había ollas por todas partes, y gente deambulando entre los humos y la muisca africana y en eso un policía histérico se acerca y me pregunta ¿esos camiones son tuyos?− No −¡Cómo que no! −Que no, no son míos−Sí Son tuyos.
Arnaud se mantenía a distancia escuchando de reojo.
El policía se aclaró− Tú vas a vender esos camiones a Burkina y te van a pagar una miseria, mejor véndelos aquí, yo tengo unos clientes muy ricos, y te los puedo conseguir ahora mismo si los quieres vender en Mali.
Arnaud se acercó, −yo soy el propietario de los camiones
Sonó el típico grito de sorpresa, haaaaaahh. Cambiaron pocas palabras. Luego el policía montó en su bicicleta y desapareció pedaleando detrás la noche.
Al cabo de 20 minutos llegó un Mercedes Benz negro que parecía del presidente. Se bajaron cuatro hombres gordos, bien vestidos: tenían esa cosa coruptopolitica en los modos de hablar, en las gafas oscuras en plena noche, y ahí, al tiro, le hicieron un pedido millonario. Se dieron las manos, palmadas en la espalda y el Mercedes Benz se hundió tan negro en la oscuridad de donde había aparecido

Al día siguiente cruzamos a Faramana en Brukina. Mali se iba alejando detrás del camión tras una neblina de nostalgia, Mali empezaba a formar parte de un pensamiento que busca el pasado. Burkina era tan diferente como haber cambiado de un color a otro. Las casas y la gente parecían más civilizadas, significando en este caso, un país menos inocente, más tramposo, más agresivo, más contaminado con el mundo que le trajo el blanco, y por ende más peligroso. En Burkina había que tener cuidado.
Cuando legamos a Bobo Diulaso atardecía, dando una cierta tristeza a las casas. Arnaud me dejó en algo así como una plaza, o terreno baldío. Sonrió de desde los reflejos de la ventanilla, y el gran Berliet arrancó en un primera forzada. Pasó el segundo camión que traía las motos, el argelino tenía la ventanilla abierta y grito adiós en español levantando el pulgar.
Cuando dieron la curva despareciendo detrás de un conteiner, me vi solo con mi bolsa en el parque, ya no tenía ni jeep ni camión, ni nadie al lado, solo estos zapatos raros, y las piernas para ir por donde sea del África del oeste. Al otro lado del parque había un puesto de techo cónico sostenido por postes de los que colgaban guirnaldas de luces dando un alumbrado de colores a la barra de bebidas. Todo iba al compas de una música africana estridente con galope de tambores. Una pareja bailaba en el medio del circulo, él hombre movía la cintura 100 veces mejor que Elvis Presley, la mujer se sacudía en un ritmo circular como si el culo estuviese directamente conectado con la frecuencia de los tambores.
Había que apurarse a encontrar donde dormir antes que me cace la noche.

Próximo: le Petit

jueves, 8 de octubre de 2009

MOPTI




Hoy encontré el pasaporte verde, que dice España en letras doradas, y que lo tenía olvidado en una caja. La cara de “yo nunca fui” de la foto es espantosa, y las páginas de visados están llenas de sellos como si hubiese recorrido un montón de países. Y no son otra cosa que los sellos que nos ponían en la carretera los puestos improvisados de policía para sacar algo del extranjero. Los veíamos de lejos, entre los espejismos del asfalto, una casucha de maderas o de palos o de cartones, y los dos tipos atisbando para ver si ese jeep es de africanos o de extranjeros y en cuanto olían que era de blancos, levantaban la cuerda de esparto, para detener el coche.
Lo bueno que siempre sonreían. O intentaban una actitud seria extremadamente sobreactuada que nos hacía reír. Miraban los pasaportes, les plantaban el sello y antes de devolverlos decían un cadeau, un cadeau un regalo. Había que darles un mapa o un bolígrafo, o una camisa, un sombrero, lo primero a mano para recobrar los pasaportes.
De este modo entre puestos y cuerdas de esparto fuimos avanzando por la carretera hacia Mopti por esa sabana de suave verdor y pajonales aun mas amarillos bajo el bendito sol; baubabs, y acacias, como si fueran arboles transparentes por encima del horizonte. Y otra vez esas aldeas donde sus habitantes componen una sola familia. Si muere alguien, es el dolor de la aldea, si alguien nace es la fiesta de la aldea, y en la bodas se emborrachan hasta la abuelas con la cerveza de mijo.

En Mopti no había que presentarse ante ningún policía, Xavier condujo el jeep entre las casas de barro hasta la orilla del Níger.
A esa hora el agua se volvía un largo espejo que reflejaba las pinazas, esas piraguas estrechas que llevan gente sentada y bultos, con un hombre totalmente oscuro ante la luz del río que rema hundiendo el palo en el fondo del cauce. Y pasaban grandes piraguas a motor con cajas y equipajes en el techo y pasaban ferrys de dos plazas repletos de pasajeros y en la otra orilla donde amontonaban las pilas de palos para leña, los niños chapoteaban en el agua, otros se zabullían dando gritos de risa y el ruido de motores, de voces, de autobuses, de bocinas, nos ubicaban en el primer puerto africano que el jeep había llegado.

Para vender el jeep Xavier puso en el parabrisas el cartel, pour vendre, con el precio. El camping era una copia del de Gao. Juraría que esos Land Rover de enfrente los vimos allí. Por lo menos la rubia bizca que va con pasos de avestruz estaba en el otro camping.
En tres dias lo vendo, había dicho Xabier.
Ya llevábamos una semana, y todavía ninguno de los posibles compradores se decidía. En ese camping habían dos peugeot mas en venta, uno de ellos el de Jean Baptiste, y también vendían un Land Rover verde.

Una semana. Suficiente para dar unas vueltas por Mopti, bajar al mercado a orillas del río y llenarse de olor a pescado y a barro, a sopas y a humo, todo en medio de gritos de vendedores, risas, una muisca rapera a todo volumen, un tambor en un rincón cubierto por lonas, cabras con las patas atadas, jaulas de gallinas, un mundo de gente circulando entre de artículos para fetiches, digamos patas de mono, de leopardo, cráneos de panteras, huesos de todo tipo, collares de semillas sagradas. Y al lado las carnes de ovejas totalmente negras por la invasión de moscas, los pescados en los cestos bañados de escamas, los rabiosos colores de las telas de las mujeres, con rombos rojos amarillos, dibujos de azul radiante con naranja, telas de las que cuelgan niños dormidos, y allí los vendedores de tallas de madera y cuchillos al borde de la orilla. Me compré un cuchillo tuareg, curvo, grande. Como arma no estaba mal. Comimos el famoso “capitán” grande como un atún, y lo mejor es comerlo en ese restaurante de maderas resecas mirando el trafico de piraguas y barcazas que continuamente pasan por el Níger, algunas rumbo a Tombuctú

En esa semana a Jean Baptiste se le hinchó la lengua como una bergamota y fue a parar al hospital. Elga me dijo que los médicos no sabían que era y en todo caso le estaban dando una serie de antibióticos. Prefiero que se quede con la lengua grande a que me lo maten, dijo Elga y me pidió que la acompañase a verlo.
El hospital era aquel edificio descascarado cerca de la estación de autobuses. Lo malo es que Elga atraía a los africanos como moscas, y en el camino vi de reojo como nos empezaban a seguir uno tras otro, y pronto oiamos detras un enjambre de tipos fuertes y ojos enloquecidos. Elga siguió tranquila, tan acostumbrada. Uno de ellos con aspecto de boxeador se adelantó y me dijo
–Señor, tu mujer es muy bella, yo la quiero follar.
Mi postura era incomoda.
Por un instante me vi hecho una calcomanía en el suelo pisado por miles de hojotas.
−Momento –dije− podíamos hablarlo primero.
Pero Elga mostró su vena aventurera de mujer Durga. Levantó una piedra del suelo y a los gritos de ¡Alle, vit, vit, je te tuer! el grupo en bloque salió disparado como si les fuera a caer la piedra en la cabeza. Yo lo vi todo como una suerte de milagro de esos que se cuentan.

Esa semana por las noches frecuentamos el bar de un colono francés que se llamaba Pierre. Un tipo rojo calvo con ojos de pescado cansino. Tenía pecas hasta en la nariz.
El bar era agradable con algunos cuadros de campiña francesa entre fotos de arrozales africanos. Había pocas mesas, y cada tanto venían otros franceses colonos a tomar passtisse y a jugar al baggamon. Nosotros también juagamos con él tirando unos dados enromes anaranjados. Nos dijo que no puede volver a Francia porque lo busca la justicia, Y por educación ninguno preguntó porque lo buscaban.
Insistía el tal Pierre que su especialidad era el pato a la naranja. Un día lo probé y casi lo vomito. El hombre me miró con sonrisa nerviosa diciéndome, que mi organismo no resistía el pato.
Otras noches el bar se llenaba de adolecentes descalzas que nos preguntaban de inmediato si queríamos ir a la cama, y que nos cobraban poco. Pierre la detenía y les decía que así no se piden las cosas.
Muchos años después llegué a Mopti para armar un itinerario que me habían pedido en la agencia, y le pregunté al dueño del hotel, un tipo gordo y gigante, si todavía estaba el bar de Pierre.
-− ¿Tú eras amigo? – la pregunta sonó cargada de rencor.
− No, amigo no, solo iba a su bar.
−Lo ajusticiaron –dijo pasando el canto de su mano por el cuello.
−Y… ¿Por qué?
−Prostitución con niños.

Al fin un peul grandote de bubú gris compró el jeep.
Los acompañé a Xavier y a Ricardo a las oficinas donde sellaban un papel a modo de transferencia. El peul traía una bolsa de plástico llena de francos franceses, tenía enromes pies en sus sandalias de esparto y una sonrisa de cine. La cara de Xavier era más tristona que antes, pero Ricardo contento de quitarse el jeep de encima. Yo en cambio salí a verlo. Estaba aparcado en una esquina, tan triste, a punto de echar gasoil por las ventanillas. No llores, yo nunca te hubiese vendido, me gustó conducirte. Y a mí que me conduzcas, dijo el jeep. El sol le dio de refilón en los cristales y dijo, me queda poco de vida, me van a fundir. Lo dejé con esa sensación de pérdida en el estomago cuando los catalanes salieron de la oficina.
− ¿Te vienes con notros al país Dogon?
−No, sigo hacia Burkina Fasso.
Se sorprendieron.
−Pero tío, el país Dogon te va a gustar más que Burkina.
−Lo que yo quiero es seguir solo.
Sentí dar una estocada de ofensa.
− ¿Y cómo vas a llegar Burkina? –pregunto Xavier.
−En uno de los camiones del francés del camping.
− ¡Ese tipo! –Ricardo frunció la cara.
−Sí, ya me dijo que me llevaba.
−Yo pensé que era mudo, que no podía decir nada –dijo Ricardo.
Les di las gracias por la compañía y el viaje. Estaban serios. Nos dimos la manos, manos frías, digo, y buena suerte, y buen viaje.

El francés se llamaba Arnaud, era un tipo raro, hablaba poco. Parecía sonreír constantemente pero era un defecto en la forma de su boca. Tenía canas en un pelo negro tupido, y era tan taciturno que me costó decirle si me llevaba a Bobo Diulaso.
−Si –dijo− te llevo en este camión.
Había cruzado el desierto con esos dos camiones Berliet, el que conducía él llevaba un tractor en la caja, y el que conducía su amigo argelino llevaba siete motos. Todo un pedido para entregar en Ouagadougou

Al subir con mi mochila y verme delante del amplio parabrisas, sentí otra vez esa fuerza que tiene la libertad del viaje.

Próximo: Burkina

viernes, 2 de octubre de 2009

GAO, ADIEU AHMED





Los primeros signos del fin del desierto eran esos baubabs que parecían salidos de la imaginación alucinógena. La carretera a Gao dejaba atrás aquella inmensidad lisa. Era el principio de la gran sabana en Baubabs y hojas verdes, en aldeas de pocas chozas con los típicos depósitos de mijo con sombreros chinos de paja, y más allá un sembrado, dos negras conversando, sus niños colgando de sus espadas, en las telas de colores vivos. Cada tanto alguien parado como muñeco al borde de la carretera. O camellos lejanos al lado de baubabs. Una gran meseta con dos peñascos en punta que le llamaban la mano de Fátima.

Había que presentarse en la comisaria con nuestros pasaportes antes de entrar en Gao. La casa tenía una larga pared amarilla con las rejas a un extremo y manos oscuras que salían entre los barrotes. En la galería un policía durmiendo acurrucado debajo de un banco.
Estábamos medio dormidos, por eso no vimos el árbol de los lamentos sonámbulos. ¡Ostras tú!, dijo Xavier al verlo. De un árbol seco colgaban unos hombres semidesnudos con una muñeca atada a las ramas y la otra muñeca atada a los tobillos. Algunos de los castigados estaban semiconscientes y emitían ese lamento de animales heridos. Los otros desmayados dejaban caer el cuerpo como una cosa muerta, y el color ceniza del árbol era el mismo de los cuerpos que pendían bajo ese fuerte sol.
“Bienvenidos al África Negra”
Dijo el comisario muy risueño jugando en el escritorio con nuestros pasaportes, ¡espagnol, espagnol!, y se reía y su risa sonaba con los llamados que provenían de un pasillo marrón sucio donde al fondo estaba la celda, al parecer, overbooking.


Gao era un pueblo amable de casas iguales que miraban el paso del jeep comando por esas calles anchas de tierra transitadas por viejas camionetas destartaladas y manadas de cabras que arriaban niños descalzos con un palo. Ahmed preguntó por el camping saludando al modo africano, ¿su familia bien?, ¿su salud también?, ¿y la suya?, muy bien ¿y su salud?, perfecta, pues el camping queda al final de esta calle donde hay unos cuantos coches de blancos
Los coches de blancos eran todos Land Rover. Nuestro pequeño comando destacaba entre dos de esos enormes jeeps cargados con todo equipo para no tener problemas en el desierto que acaban de cruzar. Había tipos que todavía seguían con tierra en el pelo y en las camisas, venían con ellos chicas rubias y pelirrojas hartas de tanto viaje, que nos miraban con un halo de desconfianza. Hablaban francés, otros alemán. El único peugeot era el de nuestros amigos, que lo habían dejado en la entrada y tenía tanta tierra en el capó que parecía abandonado.
En el jeep vecino un tipo de bigotes y sombrero blanco escribía en una mesa. Escribía y escribía. Los tres dias que estuvimos en Gao se lo pasó escribiendo y me gustaba verlo porque hacía cosas parecidas a las que hago cuando escribo en un cuaderno, tachaba, escribía en los bordes, en los márgenes, y leía inmediatamente corrigiendo para identificar esa palabra escondida tras un garabato. Lo estaba contemplando desde cierta distancia cuando vino Ricardo y me dijo con un resentimiento agrio −yo a ese tipo le odio− ¿Por qué?, pregunté, “porque es un solitario”. “¿Y que tiene de malo ser solitario? “Esta solo y escribe y los demás no existen”. “Cuando se escribe es difícil ver a los otros”, intenté aclararle. “¡Es un solitario!”, −determinó con verdadera bronca− “por eso le odio”. Lo dejé masticando su oído, y me fui a caminando por esas calles de cabras y gente alegre. Y me fui deduciendo el peligro que supone ser diferente en este planeta.

Nos sirvieron arroz con carne de algo y patatas y zanahorias y algo más que parecía pescado en unos platos enromes. Estábamos con Ahmed, con Elga y Jean Baptiste en una de las mesas de la calle. Ahmed nos miraba comer pero no probaba bocado. “¿Qué pasa, no comes?” “Con el permiso de ustedes quiero llevar este plato a mi padre”. “¿Y dónde está tu padre?” “Aquí, a dos calles, en un patio”.
Le acompañé. Los demás se quedaron comiendo eso. Ahmed llevaba el plato como bandeja en las manos, y yo le seguía detrás, y los que estaban sentados en los umbrales, solo miraban pasar el plato.
El patio, era un amplio espacio con una casucha de tierra roja al fondo. Había un aljibe, y a un lado un hombre sentado en un taburete con un bobú que radiaba de celeste. Este es mi padre, dijo Ahmed, y le entregó el plato. El hombre era la tranquilidad viva en silencio, sentado digno, con postura relajada. Parecía más joven que Ahmed, más joven que yo, más joven que todos nosotros. Su mirada era al del niño distraído que esta fuera del mundo. Me alegré que mi amigo Ahmed tenga como padre esa presencia que solo empezó a comer cuando nos fuimos.

La idea era un día más y saldríamos para Mopti, porque en Mopti nos despediríamos del jeep. Xavier tenía pensado venderlo. Ya verás como en dos o tres dias me lo compran, me dijo en el camping, y después nos vamos al país Dogon. No le dije que pensaba abrirme solo y libre, se lo diría en Mopti para ahorrar palabras.
Pero ahora había que despedirse de Ahmed que volvía a Bamako. Lo acompañamos hasta la camioneta donde iban subiendo gente con bultos, familias con niños, parecía que no tenia fondo por la cantidad de gente que seguía entrando por las puerta.
Ahmed nos miró a los tres con la misma parsimonia que antes nos pedía los pantalones. "Quiero una foto de cada uno", nos pidió esta vez. Revisando los bolsos, sacando el sobre, le dimos nuestras caras en las fotos que sobraron del pasaporte.
Ahmed dijo, "lo mejor que me ha ocurrido es haberlos conocido". Hablaba a las fotos como si estuviésemos en esos cuadraditos, "y les quiero mucho a los tres, y no los voy a olvidar". Acto seguido empezó a dar besos a las fotos, "gracias, gracias, los quiero mucho" y más besos a las fotos.
La camioneta estaba repleta cuando arrancó, Ahmed se subió colgándose del pescante.
− ¡Adiós Ahmed –le grité− ¡Nos vemos en Paris!
Entonces Ahmed sonrió como nunca le había visto, y su sonrisa se fue confundiendo con el humo del escape de esa camioneta, que le haría falta un buen cambio de aceite.