domingo, 21 de diciembre de 2008

cuento clínico.

Sale un chorrito de nada y me duele como si fuera agua hirviendo, dijo Aitor.
Voy a llamar al Urólogo –dijo el médico de urgencias –generalmente no viene porque está muy ocupado.
Aitor sentado en la camilla con esa batita ridícula que les ponen a los pacientes, miraba afligido el suelo, ¡qué tiempos aquellos cuando no me pasaba nada!
El médico bajó con otro médico joven tan flaco que la bata blanca le quedaba grande y sacaba pecho en una postura arrogante, era el urólogo.
−Le voy a cambiar el antibiótico para la infección que le dio el otro médico, y le voy a dar unas medicinas que bajan el tamaño de la próstata. Para la infección va a tomar estos sobres durante un mes.
−Pero el otro médico…
−Pero yo soy el urólogo.

En casa abrió el primer sobre. Salía una pasta blanca que había que meterse en la boca y tragarla con todo el disgusto del universo.
El sabor horrible de la pasta no se iba durante el día, lo perseguía a Aitor por todas partes, los pensamientos se le volvieron pastosos, sentía la pasta abominable recorriendo toda la piel, los arboles se volvían de un gris trágico, los sueños tenían ese color gris totalmente ocupados por el sabor agrio, meloso, ruinoso y gaarrooomoso, esta última palabra fue un invento de Aitor porque no encontraba ninguna otra que se adecue a ese sabor. Hasta tuvo miedo de extraterrestres que se le metan por vía oral y el urólogo sea un estratega de la invasión de otros mundos.
Por otra parte, tenía mareos, y diarrea, cuando iba al váter estallaban formas inconfesables. Leyó el prospecto en los posibles “efectos adversos” y faltaba decir que le iba a salir una nueva cabeza por el culo.
¡Basta! Dijo al tercer día, ¡no puedo más!, un mes con este antibiótico y desaparezco en el éter.
Decidió ir al urólogo de una clínica de pago. “Otro tipo que me diga lo contrario”.
Mientras esperaba en una sala limpia, acogedora, casi PP, llegó una pareja de gente mayor, la señora era bizca, su marido un ser derrotado. La placa en la puerta decía Dr. Ahmed, es árabe, pensó Aitor, mejor todavía.
Pase usted, le dijo la secretaria a Aitor. La puerta se abre y ¿Quién está ahí? El jovencito urólogo falco de pose arrogante que lo había atendido en Urgencias.
− ¡Como le va!− su sonrisa pasaba más allá de la oreja a oreja, y aquella arrogancia no era más el estado natural de la dignidad árabe.
−Yo con estos sobres no llego a Navidad – le dijo a Aitor.
−no pasa nada, cambiamos el antibiótico, pero mantenga las de la próstata que son importantes.
− ¡Como me alegré de esos zapatazo que le tiraron a Bush!
− ¡Ese es un hombre con cojones! –exclamó, casi gritó Ahmed- ¿ese es un héroe!

Transcurrió una rato tan largo que la señora bizca le dijo a su marido, el señor que pasó debe tener algo grave, mientras que en la consulta Ahmed y Aitor montaban una puesta en escena de un Gólgota donde Bush desnudo y atado a un palo sobre un pira estaba acompañado de sus dos ladrones, Blair y Aznar, también atados a los palos a punto de ser incinerados.

martes, 16 de diciembre de 2008

Cuento Anticlínico

−Como si siga lloviendo así no vamos a poder entrar por el atasco que nos espera −dijo el conductor de la ambulancia.
El compañero no dijo nada. Permaneció a oscuras junto a la camilla donde iba Julen con un ataque cardiaco, ahora tranquilo, mirando la carrocería del techo de la ambulancia, que era como un cielo de invierno. A un lado la silueta del enfermero quieto como un ángel esperando.
− ¡Cómo llueve! –volvió a decir el conductor sin obtener respuesta.
Julen sabía que no iba a durar más de dos días en el hospital, y que los médicos le dirían no piense esas cosas, usted tiene para rato y él iba quedar agradecido pero lo sabía como quien sabe que existe, como quien sabe que hay noches, que hay días.
Lo peor, pensó Julen, es morir en una cama atravesado por una red de tubos, y eso es lo que no acepto, no quiero, eso no va a ocurrir, eso también lo sé.
Recordó un cuento de Borges en el que el personaje esta delante del mismo espanto, la muerte aséptica acompañada de sueros y sedantes, entonces salta a otra muerte más noble y termina combatiendo a facón con un gaucho a la madrugada.
Recordó una frase que leyó en una tienda, “El pensamiento crea realidades” tal vez para lanzar un producto, pero se hizo firme de esas palabras, cerró los puños, cerró los ojos tan fuerte como los puños, y dijo no quiero morir combatiendo, sino después del combate, y va a ocurrir y va a ocurrir, va a ocurrir
Con los ojos cerrados escuchó un rumor de piedras como de derrumbe, o es algo que se desliza sobre un camino de piedras, como una rasta de madera y me siento sacudido por ese ruido y al abrir los ojos me veo acostado en una canoa como de mohicanos, o de indios de algún lado, y todo alrededor es selva salvo esa claridad donde está el mar, huele a pescado, a sal, dos indios empujan la canoa, yo voy atado y cubierto por mantas de pieles, la playa es de piedras redondas, me empujan, ya entro en el agua, voy a hacia las olas, me mojo con espumas, los indios metidos en el agua empujan hasta pasar al rompiente y por fin la canoa se aleja hacia un horizonte tan luminoso que me da la sensación de volver a un lugar que hace milenios he habitado, liviano y libre, tan lejos y cerca, mucho más inmenso que lo que he dejado.
− ¡Lo sabia! –exclamó el conductor –el maldito atasco y la maldita lluvia nos hicieron llegar tarde.
El compañero no respondió.

domingo, 7 de diciembre de 2008

la Madre, la Muerte, la India

Andrés Di Tella director, entre otras, de la insólita película “Fotografías” me dijo una vez refiriendose a esta última; “hubo escenas que tuve que cortar como si me cortara un dedo”. Esta que transcribo es una las escenas que no salieron, (lo que no sé es si se trata de un dedo de mi amigo) pero aquí transcribo este monologo sobre la Madre, la India y la Muerte, que pude encajar en el libro que ya acabe y está en reposo esperando una voz que le de salida.


Fragmento "Madame Mamita"

Al llegar a aquel cruce que se iba a la Porteña, Andrés me apuntaba con la cámara preguntándome porque hacía yo este libro y qué sentido tenía para mí la vida de Adelina del Carril y de Güiraldes, porque generalmente son los críticos de ese tipo de literatura los que se pasan la vida rondando estos temas; pero un tipo como vos...
Le expliqué que el asunto venía desde un espacio un tanto insondable, la verdad te digo, apenas lo percibo, pero tiene que ver mucho con la madre. Desde el primer día que Rama me empezó hablar de su Mamita, y la personalidad de la Shakti, vi que las historias convergían todas hacia el concepto de la Madre Universal. Y que en la India cuando uno emprende el camino espiritual lo bautizan con un nombre de iniciación, el nombre que ese chico le dio a Adelina tenía mucho de eso, Rama le llama Mamita, y Adelina recibe el nombre de lo que siempre fue, porque fue también Mamita para Ricardo, Mamita para muchos de los amigos poetas de Ricardo, los de Proa, Mamita para Rama, y ahora, desde hace tiempo siento que es Mamita para mí, como si me empujara a hacer este trabajo.
Siguiendo el hilo de la Madre recordé una anécdota que me ocurrió en Varanasi, y me puse a contarla conduciendo el coche con la cámara de Andrés apuntando mi perfil.
Fue hace un tiempo atrás cuando de guía acompañé los del grupo español a ver las cremaciones del Manikarnika gath.
La cuidad de Varanasi acaba la orilla del Ganges y del otro lado del río, no hay más que campo desolado, al anochecer suelen verse largas franjas rojizas en el horizonte. Debajo de nuestra rampa, tres cadáveres se envolvían en las llamas de las piras funerarias. De pronto alguien me agarró del brazo con fuerza. Era un tipo joven, delgado, y abrigado con un chal oscuro, me pidió cincuenta rupias para los que están en la sala de un edificio que se veía sobre el río. Era la sala de los que esperan la muerte. Pensando lo acostumbrado, “este se va a guardar la guita”, le dije que dudaba de su historia.
−Entonces ven tú conmigo –me dijo–, y tú mismo les das las cincuenta rupias, ven conmigo.
Lo seguí un poco avergonzado por mi desconfianza, admirando a la vez a este tipo que solo quería ayudar a los moribundos de Benarés, ¿sabes? Cada mañana los encargados van a esa sala y recogen a los que han muerto en la noche para llevarlos a las piras.
Subí unos escalones y me encontré de pronto con una visión patética; en un lugar oscuro apenas alumbrado por una lámpara de aceite se marcaban las formas como sombras recostadas contra la pared. Estaban quietas, parecían fantasmas, o seres de otro mundo echados como muñecos espantosos, tan parecido también a esos cuadros tétricos del renacimiento donde ves las almas amarillas como muertos desnudos que esperan el juicio: estaban apenas cubiertos con unos trapos sucios, y el olor era inaguantable.
Una de esas formas se levantó; era una anciana que tendría siglos de existencia, muy pequeña y raquítica, como si fuese hecha de palo, y no pude verle la cara porque tenía la cabeza cubierta por una tela a modo de capucha.
−Dale el dinero a ella –me dijo el chico− ella se encarga ahora, si muere esta noche se encargará otro mañana.
Le di las cincuenta rupias y la mujer alzó una mano de verdadero esqueleto para bendecirme. Me arrodillé, y al sentir los huesos de su mano en mi cabeza, las lagrimas me salieron fluyendo en silencio porque supe con todo mi ser que era la Madre India; Baharat Mata, que después de tanta relación e intimidad con ella, que después de todo lo que yo había sufrido, llorado, reído, y vivido con una realidad pasmosa recorriendo su cuerpo de norte a sur, ahora, esa Madre India tomando la forma de la muerte, me bendecía.
Me emocioné al contarlo con la cámara al lado, no debí contar esto, porque siempre al llegar a los huesos de la mano las lágrimas tratan de salir.